El auge del feminismo y del movimiento LGTB es consecuencia de la crisis de la familia
Vivimos la era de la “política de la identidad” (identity politics); salvo la nueva derecha, todo el espectro ideológico occidental ha asumido como dogma de fe que las mujeres, las razas distintas de la blanca y las minorías sexuales han sido y son oprimidas por el varón blanco heterosexual. Suelo explicar el vigor creciente de la política identitaria como una mutación del marxismo: si para Marx “la historia de la humanidad ha sido siempre una historia de lucha de clases” (Manifiesto Comunista), la izquierda post-1989, necesitada de reinventarse tras el fracaso del socialismo, ha sustituido la lucha de clases por la de sexos, razas y orientaciones sexuales.
Mary Eberstadt propone una interpretación alternativa -no incompatible con la anterior- del hecho de que, en el momento histórico en que mujeres, no-blancos y personas LGTB disfrutan de más derechos que nunca, los movimientos feministas, “antirracistas” (Black Lives Matter en EE.UU., indigenistas en Hispanoamérica, SOS Racisme en Francia, etc.) y LGTB sean cada vez más masivos, histéricos e intolerantes, imponiendo dogmas, reclamando privilegios (cuotas, “nuevos derechos”) y “cancelando” a los discrepantes
La tesis de Eberstadt en su formidable obra “Primal Screams” es que el auge de la identity politics es consecuencia de la fragilidad creciente -que tiende a liquidación definitiva- de la familia. Esta, a su vez, es consecuencia de la revolución sexual de los 60/70: trivialización del sexo, disociado de la reproducción desde la invención de la píldora; volatilidad de las relaciones; sustitución del matrimonio por la pareja de hecho; aumento de los nacimientos fuera del matrimonio, de las rupturas familiares y del porcentaje de niños que crecen sin alguno de sus progenitores (casi siempre, sin el padre). Eberstadt llama “la Gran Dispersión” [Great Scattering] a esta destrucción del hábitat en el que los humanos se habían criado durante milenios. Un hábitat que no era un constructo cultural, sino probablemente una necesidad evolutiva, determinada por la extraordinaria duración de la infancia humana. “Somos animales seleccionados para formas familiares de socialización. Y esas formas han desaparecido para mucha gente”.
Era ingenuo pensar que una revolución antropológica de este calado fuese a quedarse sin serias consecuencias socio-económicas y políticas. Una de ellas ha sido el hundimiento de la natalidad: en un contexto de relaciones volátiles -o sea, sin la garantía de que se podrá contar con el padre de la criatura para educarla- se vuelve más improbable la decisión de concebir hijos. El colapso natalicio va a traer la insostenibilidad del Estado del Bienestar: cuando se jubile la generación del “baby boom” (los nacidos entre 1950 y 1975), no habrá suficientes cotizantes para pagar las pensiones. Ha traído también la crisis migratoria: el vacío demográfico creado por la infecundidad occidental aspira a ser ocupado por inmigrantes extraoccidentales. Al tiempo que lo condena a la insostenibilidad, la desintegración de la familia exige, paradójicamente, la expansión del Estado del Bienestar, pues la ruptura familiar multiplica las situaciones de vulnerabilidad y la necesidad de intervención asistencial.
Pero ¿qué relación guarda todo esto con el auge del feminismo, el “antirracismo” (más bien, victimismo racial) y la militancia LGTB? La Gran Dispersión ha generado una Gran Orfandad. “¿Quién soy?” es la pregunta humana esencial. Durante milenios, los humanos la respondieron mediante la religión y el linaje. “Soy un hijo de Dios”. “Soy el hijo de Pedro y Carmen, el hermano de Zacarías y Clara, el nieto de…, el padre de…”. Pero la religión organizada se está cayendo a pedazos en Occidente, quedando reducida si acaso a un “deísmo terapéutico” (Rod Dreher) sin dogmas ni obligaciones.
Y la familia, el hogar primordial, el suelo identitario por excelencia, se ha vuelto quebradiza y mutable. Ya no es un cimiento rocoso, sino una tramoya efímera, de geometría variable. Hay niños -los concebidos mediante vientre de alquiler o inseminación de mujeres sin pareja masculina- que son privados directamente de uno de sus dos progenitores. Y, en la sociedad del divorcio, de la “familia recompuesta” y de la monoparentalidad, la cúpula protectora de inequívocos abuelos, padres, hermanos, tíos, etc. es sustituida por un decoradomóvil de personajes que entran y salen: el nuevo novio de la madre, la nueva novia del padre, sus hijos previos respectivos, hermanastros, primos provisionales…
Privado de identidad religiosa y familiar, el occidental huérfano busca nuevas “fuentes del yo” (Charles Taylor) en el género, la raza y la orientación sexual. Características que son y deberían ser tenidas por baladíes -el color de la piel, el sexo- pasan a ser vividas como causas por las que luchar y marcos identitarios que proporcionan sentido y protección. La chica que ha crecido en un hogar sin padre, que no ha querido o podido encontrar un marido ni tenido hijos, buscará un sucedáneo de familia en la “sororidad” y en “el movimiento de las mujeres”. El negro norteamericano (más del 70% se crían en hogares monoparentales) compensará el vacío de su orfandad con la furiosa militancia “antirracista”.
Por eso los movimientos feministas, raciales y LGTB son cada vez más histéricos y refractarios a toda argumentación: porque en realidad no buscan fines racionales, sino identitario-emocionales. Su hipersusceptibilidad (necesidad de encontrar “machismo”, “racismo” y “homofobia” por todas partes) y manifestaciones son infantiles -de las rabietas exhibicionistas de las Femen a los escraches contra intelectuales conservadores, de los “safe spaces” a los “trigger warnings” o las polémicas delirantes sobre “apropiación cultural”- porque son la reacción a un trauma infantil de inseguridad y desprotección existencial. Y están arrastrando a toda la política occidental al delirio y la irresponsabilidad.
La revolución sexual y la Gran Dispersión no sólo produce niños desprotegidos que se convertirán de adultos en militantes histéricos. También está conduciendo a una sociedad de viejos solitarios. Uno de cada cuatro alemanes de más de 70 años reciben menos de una visita al mes; un 10% no recibe ninguna. En Japón, empresas especializadas limpian los apartamentos en los que se han descompuesto durante meses los cadáveres de ancianos que vivían solos. A la sociedad que sacrificó la natalidad y la estabilidad familiar en el altar de la libertad amorosa infinita le espera ese terrible final de vida.
Que Eberstadt pone el dedo en la verdadera llega queda confirmado por lo numeroso e inane de los topicazos con los que se intenta acallar su tesis. “¡Qué rancio! ¡Ultracatólico! ¿No pretenderás volver a los años 50? ¡Es imposible volver a meter el dentífrico en el tubo cuando ya se ha desparramado!”. Algunos conocemos muy bien la cantinela.
Y sí, se está produciendo una reacción contra la identity politics: pienso en los Jonathan Haidt, Camille Paglia, Steven Pinker, Cayetana Alvárez de Toledo (cuya gallardía anti-feminista fue una de las causas de su defenestración en el PP)… Son liberales que quieren combatir el tribalismo sexual-racial sólo mediante la reivindicación del individuo. Ellos, tan desdeñosos del “populismo simplificador”, proponen una respuesta simplicísima: “individuo y basta”. Olvidan que somos animales sociales y necesitamos “sources of the self”, y que esas fuentes del yo estaban en la familia. Pero los ultraindividualistas no están dispuestos a reconocer la crisis de la familia; para ellos es sagrada la disociación absoluta entre la esfera pública y la privada, y la intangibilidad de esta última. Para ellos es dogma de fe la libertad amorosa absoluta, la revolución sexual.
El dogma “cada uno hace con su vida privada lo que quiere” ha calado tanto que vuelve problemática la recepción del discurso conservador que explica que la desintegración familiar nos está llevando, vía suicidio demográfico, a la insostenibilidad social. No se trata de juzgar individualmente a nadie (quienes hayan fracasado en la construcción de familias sólidas tienen muchas justificaciones: la dificultad intrínseca del asunto, más el haber sido educados en una atmósfera post-1968 que no promovía los valores familiares, sino los liberacionistas), pero sí de comprender que, como dice inapelablemente Eberstadt, “decisiones privadas multiplicadas por muchos millones tienen inevitablemente consecuencias públicas”.
O revisamos la revolución sexual, o vamos al desguace como sociedad.