Juan Manuel De Prada Publicado en XL Semanal
Leo en estos días Lo pequeño es hermoso (1973), un iluminador ensayo del economista E. F. Schumacher, que fue evolucionando –desde su adscripción juvenil keynesiana– hacia posiciones que podríamos calificar de distributistas (no en vano acabó abrazando, como Chesterton, la fe católica), hasta postular un modelo de economía participativa y auténticamente comunitaria.
En Lo pequeño es hermoso, Schumacher dedica un capítulo a narrar el milagro económico logrado por Ernest Bader, un empresario de orígenes suizos instalado en Inglaterra, fundador de una empresa de resina de poliéster y polímeros que, al cabo de los años, llegó a ser un negocio próspero. Bader, sin embargo, era un detractor de las relaciones laborales propias del sistema capitalista, que a su juicio fomentaban el desapego del trabajador respecto al destino de la empresa. «Me di cuenta –escribe Schumacher, citando a Bader– de que estaba en contra de la filosofía capitalista de dividir a la gente entre los que son dirigidos por un lado y los que dirigen por otro. El obstáculo real era la ley de sociedades, con sus disposiciones que otorgan poderes dictatoriales a los accionistas y a la jerarquía de la administración que ellos controlan».
Bader, sin embargo, era también un defensor de la propiedad privada y un detractor del ordenancismo socialista. Así que se propuso introducir en su empresa cambios que, a la vez que garantizasen la implicación de los trabajadores, no supusieran una pérdida de rentabilidad. Ernest Bader se dio enseguida cuenta de que, para llevar a cabo esta reforma de su negocio, necesitaba una transformación de la propiedad. Ni corto ni perezoso, instituyó una sociedad comunitaria denominada Scott Brader Commonwealth, convirtiendo a sus trabajadores en socios. Y la dotó de unos estatutos en los que se establecía que la empresa mantuviese siempre un tamaño limitado, de modo que «cada miembro pudiera abarcarla mentalmente». También se consideró que el trabajo mejor remunerado de la organización sólo podía multiplicar por siete el trabajo peor remunerado. Y se determinó que la mitad de los beneficios netos de la empresa se destinasen a fines caritativos. Por último, Bader impuso que la empresa no vendiese productos a clientes que pudieran usarlos con fines bélicos.
Cuando Bader introdujo estas sorprendentes reformas, los lacayos al servicio del turbocapitalismo proclamaron que una empresa que operase sobre estas bases distributistas no podría sobrevivir. Pero la realidad es que la empresa fue creciendo y afianzándose poco a poco, dentro de los límites aceptados por su fundador, dando empleo cada vez a más gente y distribuyendo beneficios entre sus socios; y, por supuesto, jamás padeció una huelga. Bader demostró que la senda que había tomado el capitalismo hacia el gigantismo, la concentración de propiedad y la precarización del trabajo no era la única opción posible. Demostró que la salud de una empresa no se mide únicamente por criterios mercantiles, sino también por criterios humanos generalmente relegados a un segundo plano o ignorados completamente por el capitalismo. Demostró, en fin, que el sistema de acumulación de propiedad, en el que los trabajadores se convierten en un mero instrumento al servicio del capital, puede ser sustituido por otras formas de organización mucho más estimulantes y participativas, en las que el trabajador se implique con alegría y tesón en el destino de la empresa, cooperando en una causa común. Ernest Bader murió en 1982; casi cuarenta años después, su empresa sigue funcionando bajo los principios que la fundaron.
Naturalmente, no se nos escapa que la forma de economía participativa diseñada por Ernest Bader exige una generosidad y una inspiración sobrehumanas (o, para ser más exacto, divinas). Pero la búsqueda de fórmulas de participación de los trabajadores en el destino de las empresas es cada vez más necesaria para la supervivencia social. Pues, como sostiene Schumacher, el capitalismo global no hace otra cosa sino destruir las comunidades humanas, creando una casta corrompida por la codicia y una masa reconcomida por la envidia. Cuando el trabajo se convierte en una cárcel de nuestra creatividad, cada vez peor remunerada y más despersonalizada, se produce una quiebra muy profunda en nuestro ser; y esa quiebra hace inviable, a medio y largo plazo, la forma de organización económica que la ampara. Porque un orden económico que desnaturaliza el trabajo y concentra la propiedad está negando al hombre; y está, por lo tanto, condenado a perecer, dejando tras de sí un rastro hediondo de codicias y envidias.