Ignacio Aréchaga Publicado en El sónar 10 abril, 2019
Siempre que se intenta legalizar la eutanasia, las asociaciones y políticos que la proponen aseguran que responde a una demanda social. Habría que quitar esa barrera última que impide a la gente “morir con dignidad”, por el dolor o la incapacidad. La ocasión más oportuna puede ser un caso de muerte por compasión, como el reciente de María José Carrasco, la sexagenaria enferma de esclerosis múltiple a la que su marido ayudó a suicidarse, después de haberla cuidado abnegadamente durante treinta años. Su acción habría sido un último gesto de amor para un ser querido que está cansado de sufrir. Lejos de merecer un reproche, sería la demostración de que hay que autorizar la eutanasia para este tipo de casos límite.
En estos casos de alto voltaje emocional, es fácil pensar que con una pequeña excepción al imperativo de “no matarás”, la muerte estaría más humanizada. A fin de cuentas, todos deseamos morir con el menor dolor y la mayor dignidad posible. Sin embargo, siempre me ha llamado la atención que los especialistas en cuidados paliativos rechacen categóricamente la eutanasia y el suicidio asistido. Ellos son los que están más en contacto con enfermos terminales, los que ven la muerte a diario y no solo de vez en cuando, como nos ocurre a los demás. Han tenido ocasión de ver todos tipo de muertes y de tratar a los más diversos enfermos y a sus familiares. Ellos luchan contra el dolor y otros síntomas que pueden angustiar al paciente. Si fuera tan difícil asegurar una muerte digna sin el recurso de la eutanasia, serían los primeros en propugnarla. En cambio, aseguran que hoy día podemos aliviar la mayor parte de los sufrimientos, y, si es preciso, sedar al paciente terminal, como ya permiten las leyes actuales.
No solo rechazan la eutanasia como alternativa, sino que la consideran incompatible con el enfoque de los cuidados paliativos. Una declaración de 2018 de la International Association for Hospice & Palliative Care, la principal organización del sector, afirmaba que el objetivo de los cuidados paliativos es ayudar a los pacientes “a vivir con dignidad hasta su muerte”, con el alivio del dolor, el control de los síntomas y el bienestar psicológico y espiritual. Pero en ningún caso la eutanasia y el suicidio asistido, que vulneran la ética médica y socavan la relación de confianza entre médico y paciente.
Pero ¿por qué no respetar el deseo del paciente agobiado por el dolor que pide morir? Los expertos en cuidados paliativos han escuchado también demandas de este tipo, y saben que pedir la muerte no siempre significa querer morir. Así lo explicaba un manifiesto de asociaciones especializadas en atención paliativa, frente a una proposición de ley para legalizar la eutanasia en Francia. “Muy pocos pacientes nos dicen que quieren morir, menos aún cuando están debidamente atendidos y acompañados. Además, cuando piden la muerte quieren significar una cosa muy distinta de la voluntad de morir. Pedir la muerte significa casi siempre no querer vivir en condiciones tan difíciles. ¿Pedir la muerte porque se sufre es realmente una elección libre? En cambio, los cuidados paliativos restauran la libertad del paciente al final de su vida al controlar tanto el dolor como el sufrimiento mental”.
Sin embargo, legalizar la eutanasia no quitaría nada a nadie y daría un nuevo derecho a los que la quisieran, dicen sus partidarios. No lo ve así Anne de la Tour, presidenta de la Sociedad Francesa de Acompañamiento y Cuidados Paliativos: para la gran mayoría de los enfermos, despenalizar la eutanasia “no supondría un derecho más, sino un poco más de conflictos interiores, de tensiones familiares, de sentimientos de culpa, de incomodidad y de angustia”. “Sería una ley escrita para los sanos, para apaciguar su miedo a un sufrimiento lejano y potencial, cuando los que están en la situación real e inmediata lo que reclaman es que se cumpla la promesa de aliviar el sufrimiento, de un fin de vida que siga siendo vida hasta el final y de una muerte humana que no les quite nunca su dignidad”. “Despenalizar la eutanasia obligaría a cada paciente, a cada familia, a planteársela”.
Y si él no se la plantea, siempre habrá quien se la sugiera, como ocurre en Holanda, país pionero en este asunto. En el sugerente libro Cuando el final se acerca, de la experta británica en cuidados paliativos Kathryn Mannix, cuenta entre otras historias la de Ujjal, un trabajador británico que enferma de cáncer incurable en Holanda. Allí es tratado con competencia y amabilidad por los facultativos holandeses. Pero a diario le recordaban que, si quería, podía elegir la muerte. “Mucha gente no querría vivir en ese estado”. “Usted siempre puede decidir”. “Aquí en Holanda, si no quiere vivir así, tenemos la eutanasia”. Acabó pidiendo el alta en el hospital holandés, se volvió a Inglaterra para vivir en casa de su madre, con su mujer holandesa y su hija, pasó luego al hospice donde trabaja Kathryn Mannix y allí murió bien atendido. Mannix concluye sobre los efectos de la admisión de la eutanasia en el sistema sanitario holandés: Ujjal “había experimentado las consecuencias involuntarias y perversas de una medida legislativa completamente humanitaria. Esta posibilidad de ejercer presión sin pretenderlo es un dilema con el que se enfrentan muchos servicios de salud en todo el mundo. La eutanasia es como el genio de la lámpara: una vez fuera, hay que tener cuidado con lo que uno desea”.
Admitir la posibilidad de matar a un enfermo “bajo ciertas condiciones” no significaría ningún progreso. Los paliativistas franceses advertían: “Nuestra civilización ha progresado eliminando las excepciones a la prohibición de matar (venganzas, duelos, pena de muerte). Legalizar la eutanasia significaría dar un paso atrás”. No hace mucho la pena de muerte parecía también una excepción necesaria para la defensa de la sociedad. Y si se hiciera una encuesta al día siguiente de un atentado terrorista con decenas de muertos, quizá habría también una demanda social para reintroducirla. Pero el clima emocional no es el más adecuado para hacer leyes inteligentes.