José María Torralba 23/11/2018
“Spain is different”. Este eslogan turístico –que trae a la memoria épocas felizmente pasadas– sigue describiendo numerosos aspectos de nuestro país. En el debate público y en la vitalidad de la sociedad civil algunos miramos con cierta envidia a otros países de nuestro entorno. En el ámbito universitario, sin ignorar las fortalezas del sistema educativo e investigador, todos somos conscientes de las asignaturas pendientes que tenemos.
Sin embargo, en mi opinión, una de esas asignaturas pendientes pasa con frecuencia desapercibida. Me refiero a la educación ética en las universidades. Una rápida consulta a los planes de estudios de varios centros académicos revela que, por ejemplo, en grados como Administración y Dirección de Empresas es habitual que no haya ningún curso de ética de los negocios o responsabilidad social. Y algo similar ocurre en otras titulaciones con claras implicaciones para la sociedad, como por ejemplo las relacionadas con la investigación científica o la enseñanza escolar.
Es ya un lugar común afirmar que las causas de la última crisis económica se encuentran –al menos, en parte– en los valores que guiaron las políticas económicas y la mentalidad de las personas: la famosa “cultura del pelotazo”, la especulación financiera, la falta de honestidad o valentía de algunos reguladores, etc. De hecho, así se llegó a reconocer en el Foro Económico de Davos en 2010: “Nuestra visión del mundo fue errónea. Por tanto, lo que tenemos que corregir es nuestra visión del mundo”. Esta afirmación indica, acertadamente, que en cuestiones sociales y políticas lo decisivo es –casi siempre– la cultura y no tanto las regulaciones y los procedimientos. Sin embargo, ahora que la economía parece ir mejorando, a pesar de que ha habido modificaciones legislativas, las tendencias sociales continúan en la misma línea, de modo que el riesgo de que se repita una crisis similar no está mucho más lejos que hace diez años.
¿Quién es el responsable de que las cosas cambien en la sociedad? La respuesta habitual en nuestras latitudes es: el Estado y los políticos. Sin pretender quitarles ninguna responsabilidad (es su trabajo), me atrevería a decir que, en este aspecto, tan responsable o más es la institución universitaria. Es ella quien prepara a los futuros profesionales. Además, sus campus reciben a los nuevos ciudadanos y futuros dirigentes sociales, precisamente en unas edades que son decisivas para el desarrollo y maduración de las personas.
Un pequeño signo de esta toma de conciencia son las mejoras que escuelas de negocios de muy diversos países han ido introduciendo en sus planes de estudio. Quizá el obstáculo que haya en nuestro país para tomar con más decisión esa senda sea que se considera que la ética es un asunto privado. La ética no pertenecería a la esfera pública, ya que esta debería ser moralmente neutra. Parece que en sociedades democráticas como las nuestras, donde coexiste una creciente pluralidad de opiniones sobre la moral y los valores, el objetivo sería alcanzar consensos fácticos que permitan a cada uno dirigir su vida como mejor le parezca (mientras no interfiera con otros), sin que en ningún caso se impongan valores privados a los demás o a la sociedad. Pero, en realidad, la vida social democrática se basa en ciertos valores morales compartidos.
En el ámbito de la educación primaria y secundaria ha habido un cambio radical a este respecto en los últimos decenios. Tras décadas de debates, hay una clara conciencia sobre la necesidad de introducir programas de educación ética y del carácter en ese nivel educativo. Lo moral es un aspecto esencial de la educación y la buena salud de la sociedad depende de que se cultive y desarrolle. Sin embargo, se podría objetar que a la universidad llegan personas que ya han alcanzado la mayoría de edad y, por tanto, sería impropio pretender “influir” en su visión de la vida ofreciéndoles formación ética. De hecho, hay algunos estudios que reflejan la presencia de esta mentalidad entre nuestros profesores.
Sin embargo, me gustaría argumentar brevemente por qué se trata de una visión desenfocada. Por un lado, también en la educación superior las tendencias internacionales van en esa misma dirección. Según se explica en el excelente libro Debating Moral Education. Rethinking the Role of the Modern University, el debate ya no está en si corresponde a la universidad ofrecer educación ética, sino en determinar cuál es el mejor modo de hacerlo. La razón es que resulta inevitable transmitir valores y actitudes morales, tanto institucionalmente (con las decisiones y las políticas que se adoptan), como individualmente (pues los profesores enseñan tanto con lo que dicen como con lo que hacen). Del profesor no sólo se aprenden contenidos, sino también un modo de ser: cómo se enseña y se practica la ciencia o el derecho. Además, en el ámbito educativo siempre aparecen cuestiones de justicia, convivencia y servicio; e inspirar a los estudiantes y motivarles personalmente es tan importante como conocer la materia y dar buenas clases. Se quiera o no, todos damos ejemplo (positivo o negativo).
Por otro lado, los universitarios de nuestro país afirman que esperan recibir formación en “valores y actitudes sobre la vida”, como reflejan algunas encuestas realizadas en universidades públicas. Con independencia de la representatividad estadística de esos estudios, parece claro que la preparación profesional no se puede limitar a ofrecer conocimientos técnicos, puesto que todos deberán enfrentarse a problemas y dilemas éticos en el desempeño de su profesión. Y esos dilemas les afectarán personalmente, en sus vidas. En este sentido, la educación ética no puede limitarse sólo a los conocimientos teóricos (ser capaz de juzgar qué es lo correcto), sino que también debe tomar en consideración el cultivo del carácter y el desarrollo de la personalidad (cómo llevar a la práctica esos juicios y convertirse en un honrado profesional, por ejemplo). Ciertamente, puede haber distintos modelos y planteamientos en la formación ética, pero a la vista de nuestra historia reciente ya no debería resultar dudosa su necesidad. Esta formación siempre deberá ofrecerse desde la libertad, pues el objetivo es precisamente ayudar a educar personas libres interesadas en el bien de la sociedad y no sólo en su beneficio particular. Además de la libertad, su contenido serían, casi por sentido común, algunos valores fundamentales: la integridad, la verdad y la honestidad, la beneficencia o el respeto por cada persona, entre otros.
A pesar del pesimismo con el que comenzaban estas líneas, en nuestro país ya se trabaja en esta dirección. Pienso, entre otras iniciativas, en el “Proyecto Ética” de la Facultad de Economía de Valencia (en colaboración con el Instituto IECO); en el grupo de “Ética de la virtud” en las profesiones de la Universidad de Navarra; en el proyecto de “Éticas aplicadas” de la Facultad de Filosofía de Valencia; o en el encuentro anual de “Profesores de Ética de las profesiones” de la Pontificia de Comillas. A estas iniciativas se suma la próxima celebración de un congreso europeo sobre educación del carácter a partir de la lectura de los clásicos (antiguos y modernos). De esas lecturas no sólo se aprenden valores éticos, sino también la forma de encarnarlos personalmente y en la sociedad. Hace un año, el Nobel de Economía Edmund Phelps declaraba que nuestro problema es que desde hace treinta años “estamos educando a la gente para que busque el empleo mejor pagado”. En cambio, lo que necesitamos son soñadores capaces de innovar y cambiar el statu quo social y económico. Y para eso, por extraño que parezca, lo que recomienda es precisamente que los estudiantes universitarios lean a los grandes de la literatura y el pensamiento. No en vano es profesor de Columbia, la universidad pionera en esta manera de entender la misión de la universidad.