El destino universal de los bienes y la propiedad privada

por | 17 de marzo de 2022

El autor sostiene que el dinero que se invierte corriendo riesgos en negocios que pueden dar beneficios es capital que no solo arroja un beneficio comercial: también es de utilidad para la sociedad.

Por Martin Rhonheimer en Nueva Revista

El derecho a la propiedad privada, se dice en la encíclica Fratelli tutti, es un derecho natural meramente «secundario», «derivado del principio del destino universal de los bienes creados». Por ello –se añade poco después– no se debe «sobreponer a los [derechos] prioritarios y originarios» (n.º 120)*. El papa Francisco se está refiriendo ahí, sobre todo, a Juan Pablo II y a algunos padres de la Iglesia que defendían la tesis de que «si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad» eso se debe «a que otro se lo está quedando» (n.º 119). ¿Cuál era el contexto de esa concepción de la Antigüedad cristiana? ¿Qué entendía la tradición por «derecho natural secundario»? Y ¿concebía la doctrina social de la Iglesia desde la Rerum novarum la derivación del derecho a la propiedad privada a partir del principio del destino universal de los bienes realmente como una relativización del primero a favor de un derecho superior de la comunidad?

LA ECONOMÍA DE LA ANTIGÜEDAD ROMANA: UN JUEGO DE SUMA CERO

El principio del destino universal de los bienes creados es, indiscutiblemente, un principio fundamental de la doctrina social católica. Tiene sus raíces en el mito de la Antigüedad griega de una Edad de Oro originaria. Ese relato llegó a la teología cristiana a través de la influencia de la Estoa. Así, en la nonagésima de sus Cartas a Lucilio, especialmente famosa, Séneca nos cuenta de una época de «posesión, libre de preocupaciones, de la riqueza común», en la que cada uno «miraba por el prójimo como por sí mismo». Sin embargo, se nos dice que en ese «mundo ordenado de la forma más feliz» irrumpió la codicia. La ávida acumulación de propiedad por unos pocos como causa de la pobreza de todos los demás, así pues un juego de suma cero: tal era la narrativa estoica de la índole económicamente decadente del mundo presente. Ese es hasta hoy el fundamento de toda crítica a la propiedad privada.

Un transmisor decisivo de esa narrativa fue Cicerón, que la conocía probablemente por las lecciones del filósofo estoico Posidonio de Apamea, pero que no la empleó en modo alguno contra la propiedad privada. En De Officiis (I, c. 7, 21) habla de la doctrina de los estoicos según la cual «lo que ha surgido en este mundo» «ha sido creado en su conjunto en provecho de los hombres». Aunque «no existe por naturaleza ninguna clase de propiedad privada», añade Cicerón, esta ha sido surgiendo a lo largo del tiempo a causa de la guerra y del poder resultante de ella, o por obra de leyes, contratos, acuerdos o sorteos; quien no la respete «vulnerará el principio jurídico de la comunidad humana». Puntualiza que, no obstante, al emplear la propiedad privada todos «deben seguir como guía la naturaleza y poner en el centro el provecho común».

Esta era una posición bien matizada que se nutría del ethos estamental de la nobleza romana. No en vano, la plebs romana –la gran masa de los ciudadanos– dependía para sobrevivir de gigantescas importaciones periódicas de trigo financiadas por los ricos. Hacer esos donativos en bien del pueblo se consideraba un deber de los ricos como ciudadanos del Estado, pero también era una cuestión de supervivencia de un sistema fundado sobre el poder y el clientelismo y que al mismo tiempo –menos en Oriente que en el Occidente romano– despreciaba el ánimo de lucro y el comercio y se encontraba desde el punto de vista económico en una espiral descendente crónica. En ese sistema solo se podía llegar a ser realmente rico –y seguir siéndolo– a costa de otros. Tanto más se afanaban los ricos por mantener contento al pueblo con pan y circo.

LA NECESARIA CONTEXTUALIZACIÓN DE LA CRÍTICA DE LA ANTIGÜEDAD CRISTIANA A LA RIQUEZA

Todo lo anterior dejó claras huellas en la crítica del cristianismo temprano a los ricos y en la consiguiente ética de la propiedad. El pensamiento cristiano de la Antigüedad tardía sobre la riqueza y la propiedad estaba caracterizado, según lo traza Peter Brown en su monumental obra Por el ojo de una aguja (Barcelona 2016), por la idea de instar a los ricos a que hiciesen lo que ya hacían desde siempre, pero a partir de ese momento no por deber patriótico como ciudadanos, sino para ceder su riqueza a la Iglesia, que no en vano miraba ya por los pobres. De ese modo adquirirían un tesoro en el cielo y, al mismo tiempo, quedarían a salvo de los peligros morales de la riqueza.

El primer dignatario eclesiástico que predicó eso y lo practicó él mismo fue un riquísimo descendiente de una familia senatorial romana llamado Ambrosio, primero prefecto al servicio del emperador y desde 374 obispo de Milán. Fue también san Ambrosio quien –haciendo referencia a su modelo, Cicerón– en su obra titulada asimismo De Officiis elogió vivamente la «tesis favorita» de los estoicos de que todos los productos de la tierra están creados para su uso por los hombres y para provecho general de estos, y por ello son comunes a todos. Sin embargo, a diferencia de Cicerón, emplea esa doctrina para despojar a la propiedad privada de toda dignidad moral viendo en ella una usurpatio, es decir, una apropiación contraria a Derecho. Y, así, en sus famosas homilías contra los ricos –ricos cristianos– el hábil retórico les grita: «No estás dándole al pobre algo de tu propiedad, sino devolviéndole lo que es suyo» (De Nabuthe 12, 53).

Esto muy bien podría estar en correspondencia con la realidad de aquel entonces de una «economía de suma cero». San Ambrosio sabía de qué hablaba y de dónde provenía la riqueza de los ricos. Lo que a él –que había puesto él mismo su patrimonio a disposición de la iglesia de Milán, por ejemplo haciendo que se construyese una basílica, la actual basílica de San Ambrosio–– le interesaba era desenmascarar la avaricia de los ricos, hacer de ellos benefactores de la nueva plebs de sus fieles y fundir esas dos partes en un pueblo fiel unido.

Parecidamente actuó doscientos años después san Gregorio Magno como genial fundraiser en favor de la Caritas organizada por la Iglesia. Escribió en su Regla pastoral (III, 21): «Cuando damos algo a los pobres no les estamos dando algo nuestro, sino que les estamos devolviendo lo que les pertenece». Como san Ambrosio, se apoya en «que la tierra pertenece a todos […] por igual y, por ello, también produce alimento para todos por igual».

Las frases como esas hay que leerlas en su contexto original. Lo mismo sucede, aunque por otras razones, con ciertas afirmaciones del arzobispo de Constantinopla, aunque natural de Antioquía, Juan Crisóstomo. Su ideal no era el del noble romano, sino la comunidad de bienes de los primeros cristianos de Jerusalén (cfr. Hch 4, 32-35). En su comentario a los Hechos de los Apóstoles, san Juan Crisóstomo no aboga por organizar con ayuda de los ricos la atención de la Iglesia a los pobres, sino que, antes bien, desea poner sobre una nueva base toda la sociedad de Bizancio, cuya proporción de pobres estima en la mitad del conjunto de la población: exige una redistribución radical de la riqueza de los ricos. La sociedad, cada casa, debe convertirse en un convento en el que todo sea común a todos. A la objeción, formulada por él mismo, de que de dónde provendrían entonces los nuevos recursos para cubrir las necesidades del pueblo una vez que los ricos hubiesen repartido sus bienes, responde el Crisóstomo lo siguiente: a quien hace el bien Dios no le dejará en la estacada, y basta confiar en la gracia y en la Providencia. A la economía de suma cero se le une ahora en el Crisóstomo, así pues, la economía de la gracia y de los milagros.

Clemente de Alejandría había visto eso mismo –un siglo antes– en su obra Quis dives salvetur? (13-14) de una forma totalmente distinta: ¿si no hubiese ricos, se pregunta, quién podría entonces ayudar a los pobres? Su respuesta: el problema no es la riqueza, sino la avaricia y la codicia. También san Agustín era de otro sentir que el Crisóstomo: la propiedad común, nos dice, solo funciona en pequeñas comunidades monásticas de pertenencia voluntaria, como la fundada por él mismo. Para la sociedad como un todo adopta la posición de Cicerón, si bien ahora en una versión cristiana: aunque la propiedad privada no estaba prevista por naturaleza, en el actual estado del hombre –tras el pecado original, por tanto– es la única posibilidad de convivir en paz en la sociedad. Por ello, según argumenta san Agustín contra los donatistas, cada uno posee lo que posee conforme a la ley humana, y al poder estatal le incumbe la tarea de proteger la propiedad privada; por Derecho divino, en cambio, pertenece (según lo expresa el salmo 24 [23], 1) «al Señor cuanto llena la tierra» (Tratados sobre el evangelio de San Juan 6, 25).

Así pues, «al principio», por naturaleza o en el paraíso todo era común y no había propiedad privada, mientras que después del pecado original el derecho a ella se ha convertido en una necesidad moral y jurídica. Siguiendo justo esa tradición, presente también en la escolástica medieval, se caracterizó el derecho a la propiedad privada desde el siglo XIX como un derecho natural «secundario»: no para relativizarlo como subordinado respecto de los «derechos de la comunidad», sino para situarlo desde el punto de vista de la historia de la salvación en la época posterior al pecado original. Más tarde, sin embargo, se iba a añadir a tal concepción un segundo modo de llamar «secundario» a ese derecho natural. Ahora bien, tampoco ello condujo a una relativización del derecho a la propiedad privada, sino, como veremos, a una fundamentación más profunda del mismo.

LA ÉTICA IUSNATURALISTA DE LA PROPIEDAD EN LA EDAD MEDIA

La Plena Edad Media, en la que empezaron a florecer el capitalismo comercial y la banca, pensaba de otro modo que la Antigüedad cristiana. Del mito fundacional estoico de una comunidad original de todos los bienes apenas se encuentran huellas en la teología de esa época. También la mentalidad romana de la suma cero parece extinguida, y, antes bien, se reflexiona acerca del dinero como «capital fructífero». Los pioneros a ese respecto fueron precisamente miembros de la orden franciscana, surgida del movimiento de pobreza medieval, especialmente Petrus Iohannis Olivi (1248-1298). En su Tratado sobre contratos, muy influyente, fue probablemente el primero en reflexionar de forma sistemática acerca de que hay riqueza que no descansa en la injusticia y el robo, sino en la creación de valor, y acerca de que el dinero que se invierte corriendo riesgos en negocios que pueden dar beneficio es «capital» que no solo arroja un beneficio comercial, sino que también es de utilidad para la sociedad y mejora la vida de las personas.

Precisamente en esa época se encuadra la fundamentación iusnaturalista de la propiedad privada por Tomás de Aquino: bien es cierto, razona, que en virtud de la naturaleza que los hombres comparten con los seres vivos no racionales nada concreto pertenece a esta o aquella persona. Sin embargo, de cara a la eficiente y pacífica utilización de los bienes la propiedad privada es lo conforme a la naturaleza para el hombre como ser racional, un mandato de la razón natural y parte integrante del ius gentium, del Derecho de todas las naciones (II-II, q. 57, a. 3). También el calvinista holandés Hugo Grocio argumentará de forma similar en su De iure belli ac pacis (1625): aunque por naturaleza esto o aquello no pertenece a nadie, la protección de la propiedad «tal y como existe ahora» es, no obstante, una exigencia del Derecho natural. Queda sancionada moralmente por el mandamiento «No robarás» y jurídicamente por la ley positiva. Por tanto, también aquí –a diferencia de lo que sucedía en san Agustín– encontramos dos niveles de fundamentación, lo cual llevó a teólogos posteriores a presentar la propiedad privada como «derecho natural secundario», pero tampoco en ese caso, según ya dijimos, en modo alguno para relativizarla o clasificarla como cosa «de segundo rango» o subordinada.

Santo Tomás fundamenta con argumentos antropológicos realistas por qué la propiedad privada está en correspondencia con la naturaleza humana –que de ningún modo es altruista– y, a diferencia de la propiedad común, precisamente por eso es de utilidad para la sociedad (II-II, q. 66, a. 2). Por esa misma razón subraya que las posesiones privadas siempre se deben emplear también en pro de la comunidad. Por ello, nos dice, en un caso de urgencia extrema –cuando esté en juego la supervivencia misma– nadie tiene derecho a escudarse en sus títulos de propiedad: en ese caso todo es común. Tal era, según estimaciones actuales, la situación en la que se encontraba en la Antigüedad tardía la tercera parte de la población, que sin limosnas de los pudientes sencillamente se hubiese muerto de hambre. En cambio, esa no era ya, salvo en tiempos de hambruna, la situación general reinante en la Edad Media.

¿Y el principio de que Dios ha creado los bienes de este mundo para utilidad de todos los hombres? No se menciona en ningún lugar, y tampoco aparece en la fundamentación de la «función social» de la propiedad que enseña santo Tomás. Eso no debe sorprendernos, toda vez que no en vano tal principio se empleó en la Antigüedad cristiana precisamente para desacreditar moralmente la propiedad privada. No tenía cabida en el mundo medieval, salvo en las formas del movimiento de pobreza rechazadas por la Iglesia como heréticas. Solo subsistió la tradición agustiniana de una comunidad de bienes original existente antes del primer pecado, pero precisamente no se empleó contra la propiedad privada como derecho natural «secundario», vigente en el actual estado de la humanidad.

LA VISIÓN MODERNA: PROPIEDAD Y TRABAJO

Sin embargo, a finales del s. XIX reaparece el principio del destino universal de los bienes –como surgido de la nada, por así decir–, y lo hace concretamente en la encíclica social de León XIII que fue publicada en 1891 con el título Rerum novarum y marcó el comienzo de lo que hoy llamamos «doctrina social de la Iglesia». La primera encíclica social se publicó en la época del capitalismo industrial, un mundo de productividad del trabajo humano nunca vista, de acumulación, de empleo de capitales enormes y de constante innovación. En un mundo también, no obstante, en el que los trabajadores estaban en gran parte sin protección alguna a merced de sus patronos, los cuales a su vez con frecuencia se lo jugaban todo entre enormes riesgos para hacer realidad sus aspiraciones y sueños empresariales. Ahora bien, ese mundo caracterizado por un vertiginoso dinamismo de la economía y su final éxito económico, que se manifestó en un constante incremento de la calidad de vida de las grandes masas, descansaba precisamente en la consecuente y decidida protección de la propiedad privada por el Estado.

Los autores de la Rerum novarum eran conscientes, según todo parece indicar, de la relación que existe entre propiedad privada y progreso económico. Pues justo en esa perspectiva vuelve a surgir ahora en un lugar destacado la referencia a que Dios creó los bienes de la tierra para utilidad de todos los hombres. Pero no reaparece, sin embargo, a fin de relativizar el derecho a la propiedad privada considerándolo cosa de segundo rango, sino –muy al contrario– para fundamentarlo y defenderlo frente al socialismo colectivista.

¿Cómo se explica que el principio del destino universal de los bienes resurgiese precisamente entonces en ese contexto? La Rerum novarum no cita en su apoyo a autores cristianos –todavía Wilhelm Emmanuel von Ketteler se había guiado exclusivamente por Tomás de Aquino– y tampoco remite a otras fuentes. Según es bien sabido, los autores de la Rerum novarum echaron mano de la doctrina de la propiedad del filósofo inglés John Locke. Ya al comienzo del quinto capítulo de su Second Treatise on Government (titulado «On Property») se nos dice que Dios «dio el mundo a todos los hombres en común». Locke cita en apoyo de su tesis el salmo 115, 16, que, sin embargo, no permite esa lectura. Es Locke mismo quien añade «todos» y «en común». Peter Laslett, editor de Locke, conjetura que el filósofo británico se inspiró para ello –aparte de en su amigo James Tyrrell– en el teórico iusnaturalista de la primera Ilustración alemana Samuel Pufendorf. Ahora bien, este se remitía en De iure naturae et gentium (IV, 4, 9) a su vez a Hugo Grocio (De iure belli ac pacis, II, 2, 2). Dios, leemos allí, «dio al hombre, ya con la creación del mundo, el derecho a todas las cosas inferiores», y por ello al principio todo pertenecía a todos de forma indivisa; Grocio cita a ese respecto al padre de la Iglesia del s. II san Justino. Pero eso tampoco era más que la tradicional referencia a una paradisíaca comunidad de bienes original (una referencia que también encontramos en los escolásticos tardíos españoles).

Locke, en cambio, dice más, pues añade lo siguiente: Dios no solo dio el mundo a todos los hombres en común, sino que «también los dotó de razón a fin de que la utilizasen para su mayor utilidad posible y para disfrutar de su vida». Mediante el trabajo, lo que Dios creó en bien de todos los hombres –se está aludiendo sobre todo a la tierra y a sus frutos naturales– pasa a ser propiedad de algunos de ellos. Con eso no se está quitando nada a nadie, pues –y ese es el argumento decisivo– mediante el trabajo «el bien común de la humanidad no disminuye, sino que aumenta» (5, 37). La intención del Creador de que los bienes de este mundo estén al servicio de todos los hombres se hace realidad precisamente a través de la propiedad privada, la cual recibe de esa función de creación de valor su fundamentación más profunda. Por consiguiente, la propiedad privada como tal es ya en sí misma –precisamente como «derecho natural» secundario– conforme a su naturaleza más íntima una institución social y está al servicio del bien común.

Exactamente esta es la doctrina de la Rerum novarum, y esa misma seguirá siendo, con un breve paréntesis en los años sesenta, hasta Juan Pablo II y Benedicto XVI la posición del magisterio papal: la propiedad privada es el medio a través del cual la «tierra» y sus frutos –hoy diríamos: los bienes y recursos naturales de este mundo– redundan en bien de todos los hombres. «El que Dios haya dado la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano» no se opone en modo alguno, nos dice la Rerum novarum, a la «propiedad privada», pues precisamente la tierra «no deja por ello de servir a la común utilidad de todos» (n.º 7).

Así pues, la referencia al destino universal de los bienes no hace que el derecho a la propiedad privada quede, digamos, limitado «por razones sociales»; antes bien, León XIII considera que la propiedad privada es precisamente el medio para que los bienes de este mundo cumplan su función de «servir a la común utilidad». El principio formulado por santo Tomás de utilizar la propiedad siempre con la vista puesta en la utilidad de la sociedad, al igual que también los argumentos antropológicos por él aducidos a favor de la propiedad privada, se pueden integrar perfectamente en esa perspectiva, si bien ahora de una forma moderna, «económicamente ilustrada», centrada ya no en el dar limosna y en la misericordia en situaciones de necesidad, sino en la creación empresarial de valor para el aumento sostenible del bienestar general.

DE LA QUADRAGESIMO ANNO A LA CENTESIMUS ANNUS

Oswald von Nell-Breuning dijo al final de los años setenta acerca de la Rerum novarum que era «un desagradable lunar que la encíclica de los trabajadores empezase con semejante apología de la propiedad». Sin embargo, la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI (1931), en cuya redacción él tuvo una participación determinante, hizo suya por completo esa «apología de la propiedad», aunque con reflexiones adicionales acerca de su cometido en la ordenación de la economía: además de su importancia para el bien del individuo, nos dice Pío XI, la propiedad tiene también una función social, a saber, la de ser el instrumento con el cual «los medios que el Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal fin» (n.º 45). Exactamente ese mismo había sido el argumento de la Rerum novarum. Además, para Pío XI el trabajo, «en virtud del cual la cosa recibe una nueva forma o aumenta, es lo único que adjudica esos frutos al que los trabaja» (n.º 52). ¡Locke redivivo!

Según la Quadragesimo anno, por consiguiente, la función social de la propiedad no consiste en modo alguno, como han afirmado recientemente J.-H. Große-Kracht y J. Hagedorn (cfr. Herder Korrespondenz 5/2021, 27), en «reservar ciertos géneros de bienes a la potestad pública» (así citan esos autores fuera de contexto el n.º 114). No en vano eso significaría que la propiedad privada desempeñaría una función social justo en la medida en que pudiese ser socializada, es decir, expropiada, y puesta en manos del sector público. Antes bien, para Pío XI la propiedad privada tiene una función social precisamente en cuanto propiedad privada, y esa función no es otra que la de servir de «medio para garantizar de forma ordenada la consecución de ese fin [de la destinación de los bienes creados a toda la familia humana]» (así se expresaba Nell-Breuning en 1932 en sus «Explicaciones» de la encíclica, n.º 52).

Aquí ya no encontramos un pensamiento con arreglo a las categorías de economía de suma cero y de reparto, sino basado en las de creación de valor mediante el trabajo generador de propiedad. De ese trabajo forma parte principal –según subrayará Juan Pablo II– el del empresario. En efecto: su trabajo es por su naturaleza propia «social» y está al servicio del bien común. Para un trabajo que cree valor de modo sostenible en utilidad de todos la propiedad privada es central. Así, también en la Mater et magistra (n.º 19) de Juan XXIII se dice que «el derecho de poseer privadamente bienes […] lleva naturalmente intrínseca una función social». La propiedad no cumple su función social solo si se limita –mediante la tributación o la regulación– o se emplea en un sentido caritativo, sino que, cuando se utiliza con espíritu emprendedor o se invierte productivamente, tal función pertenece a su esencia intrínseca.

Estas consideraciones quedan sorprendentemente sin mención en la constitución pastoral Gaudium et spes del concilio Vaticano II. Tampoco son tema de la encíclica Populorum progressio de Pablo VI (1967), sino que allí, más bien, la propiedad privada, el ánimo de lucro capitalista y la competencia característica de la economía de mercado se presentan como peligro para el bien común y se propugna una redistribución global. En esos documentos, por tanto, se cedió –de forma pasajera– a la tentación de colocar, en sintonía con la mentalidad de la Antigüedad de la suma cero y de la limosna, la redistribución de la riqueza en el lugar de la creación de valor generadora de bienestar.

Eso vuelve a cambiar con Juan Pablo II. Ya en su primera encíclica social, la Laborem exercens (1981), está en el centro el tema del «trabajo». Mediante el trabajo, enseña el papa polaco, se realiza la participación universal en los bienes de este mundo. En el n.º 42 de la Sollicitudo rei socialis (1987) se habla unos años después de la «hipoteca social» que al decir de Juan Pablo II «grava» la propiedad. El concepto de hipoteca social se entiende frecuentemente como limitación del derecho a la propiedad privada. Pero el texto dice –según se podía leer ya en la Mater et magistra– que esa «hipoteca social» es una «cualidad intrínseca» de la propiedad que descansa «sobre el principio del destino universal de los bienes». La propiedad privada es social precisamente porque sirve como medio para que se beneficien de los bienes de este mundo todos los hombres.

Según explicó Juan Pablo II el 17 de diciembre de 1987 con ocasión de una visita ad limina de obispos polacos, mediante la propiedad privada de los medios de producción, que expresa el dominio del hombre sobre la creación visible, «se libera correctamente la iniciativa económica, que está al servicio no solo del individuo, sino también de la sociedad», lo cual, no obstante, también exige una función ordenadora del Estado en lo que respecta a la propiedad (según ya había subrayado Pío XI en la Quadragesimo anno). La Sollicitudo rei socialis extrae de ello la conclusión de que también los pobres deben adquirir propiedad mediante el trabajo y el espíritu emprendedor y de que pueden llegar a actuar de forma emprendedora mediante la protección de sus derechos de propiedad. Por ello, el «derecho de iniciativa económica» es, se nos dice allí, un derecho fundamental de los pobres.

La Centesimus annus (1991), finalmente, precisará más esa doctrina. En el capítulo de la tercera encíclica social de Juan Pablo II titulado «La propiedad privada y el destino universal de los bienes» vuelve a aparecer la teoría lockeana del origen de la propiedad en el trabajo. El trabajo se entiende como factor de producción y, por tanto, la atención se centra en la productividad y en la creación de valor, en lugar de en el reparto (n.º 31). La «propiedad de la técnica y del saber» –el capital humano– aparece como la forma esencial de la propiedad. Con ello «se hace cada vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y creativo», así como también «el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor» (n.º 32). Se considera, con toda lógica, que el recurso más importante para el hombre es el hombre mismo, y no cualesquiera bienes de los ricos que hubiese que repartir. De ahí que el camino a un mundo justo pase por la formación, el «capital humano» –hoy quizá la forma más importante de propiedad, y también la más democrática– y la protección jurídica de todos los tipos de propiedad, de modo que nadie quede excluido de la posibilidad de llegar mediante su propio trabajo a la participación en el bienestar que le corresponda.

También esto se hallaba incluido ya en la exigencia de León XIII de que la «autoridad del Estado» debe «asegurar las posesiones privadas con el imperio y la fuerza de las leyes» (Rerum novarum, n.º 30). Por esa razón el desarrollo de la doctrina de la Iglesia acerca de la propiedad debería, en buena lógica, prestar atención al tema de la protección jurídica de los títulos de propiedad precisamente en los países pobres. Sin embargo, la evolución de la doctrina social de la Iglesia parece ir actualmente más bien en la dirección opuesta, de modo que corre peligro de servir de justificación para experimentos socialistas. Otros, a su vez, defienden aún la idea –rechazada explícitamente por Juan Pablo II ya en la Sollicitudo rei socialis, n.º 41– de la doctrina social de la Iglesia como «tercera vía» entre capitalismo y socialismo. Esa idea es un cheque en blanco para concepciones en último término utópicas, que por bienintencionadas que sean no pueden dejar de fracasar todas ellas al enfrentarse a las exigencias reales del progreso económico y social.

FUNDAMENTACIÓN DEL DERECHO A LA PROPIEDAD PRIVADA

Ni apelando a la tradición de la doctrina social de la Iglesia desde la Rerum novarum y a su desarrollo hasta la Centesimus annus, ni tampoco invocando la ética de la propiedad fundada en el Derecho natural escolástico se puede justificar una posición de relativización del derecho a la propiedad privada como derecho «meramente secundario» o «subordinado» que haya que limitar en interés del bien común o por razones sociales. La tradición nunca ha entendido que la relación entre el principio del destino universal de los bienes y el derecho a la propiedad privada sea la existente entre un derecho natural «primario» y uno «secundario», toda vez que el primero no formula en realidad derecho alguno, sino solo un principio fundamental del que recibe su fundamentación y justificación última el derecho a la propiedad privada.

Las tesis de algunos padres de la Iglesia surgidas en el contexto de la economía de suma cero de la Antigüedad romana según las cuales la riqueza es un robo a los pobres no tienen cabida en un mundo en el que el capitalismo, la economía de mercado y el espíritu emprendedor marcan la pauta en el marco de democracias caracterizadas por el respeto a la libertad y a los principios del Estado de Derecho. En este mundo la generación de riqueza no es un juego de suma cero, como en la Antigüedad cristiana y romana, sino un proceso del que todos sacan provecho. Un mundo de ese tipo tiene como condición previa la protección del derecho a la propiedad privada y posibilita justo por ello una economía del creciente bienestar masivo. También para los países pobres es ese el camino, según subrayó Juan Pablo II en su última encíclica social, que llevará a sus ciudadanos a conseguir una vida en dignidad y bienestar.

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Este artículo fue originalmente publicado en la revista Herder Korrespondenz 7/2021, páginas 45-49, con el título: «Warum Eigentum sozial ist: Das Recht auf Privateigentum ist kein “zweitrangiges” Naturrecht». En línea: https://www.herder.de/hk/hefte/