21 octubre, 2021 Publicado en Expansión por Fernando del Pino Calvo-Sotelo
España languidece arrastrada por su falta de autoestima y sus perpetuas y estériles pugnas consigo misma. Detraída de su sustento vital, la nación se debilita poco a poco, y los mimbres que la mantienen unida se deshilachan. La nación se amalgama a través de una lengua, de unas costumbres y de una religión o unos valores comunes, y también a través de una historia compartida y de unos logros de los que sentirse genuinamente orgullosa. De ahí que los enemigos de España, internos y externos, procuren destruir la lengua, las costumbres y la religión tradicionalmente compartidas y renieguen de nuestra historia. Todas las naciones fuertes del mundo se nutren de modo indispensable de éxitos históricos de los que enorgullecerse, y tanta importancia dan a esto que frecuentemente los embellecen con mitos que sólo rozan la realidad de forma tangencial. España es el caso antitético, pues a pesar de tener un pasado brillante y en algún caso único en la Historia de la Humanidad, asume como propio el relato falso y negativista de sus enemigos que le hacen creer que su historia es vergonzante.
Nuestro país, por ejemplo, podría sentirse genuinamente orgulloso de haber sido la cuna del sistema parlamentario con las Cortes de León de 1188, que, aun efímeras, reunieron a representantes elegidos de pueblos y ciudades con el rey, la Iglesia y la nobleza, y protegieron derechos individuales frente al abuso arbitrario de los poderosos. Ésta es la referencia al parlamentarismo documentada más antigua que se conoce, tres décadas antes que la Magna Carta inglesa. España también podría enorgullecerse de haber expulsado al invasor musulmán tras la dura y larga Reconquista, pero la corrección política impide celebrar el fin de lo que tilda de “convivencia de las tres culturas”, como si la relación entre presidiario y carcelero pudiera definirse como “convivencia”. En efecto, la Reconquista terminó con el insufrible apartheid sufrido por la mayoría cristiana a manos de la minoría musulmana en el poder. Pero si no celebramos la victoria en Lepanto, que en 1571 frenó la ambición turca en el Mediterráneo y cuyo 450 aniversario pasó, cómo no, desapercibido hace pocos días, ¿cómo vamos a celebrar la victoria, contra todo pronóstico, en las Navas de Tolosa en 1212?
No obstante, el más relevante legado español es la increíble gesta del descubrimiento, conquista, civilización y evangelización de América, calificada por Charles Lummis como “la más grande, larga y maravillosa serie de grandes proezas que registra la Historia”. Con razón nuestra fiesta Nacional se celebra el 12 de octubre, en cuya memorable madrugada, en 1492, el grito de ¡Tierra!, lanzado desde la cofa por Rodrigo de Triana, cambiaría la historia del mundo para siempre. Es difícil exagerar el valor y la determinación de la expedición de Colón tomando rumbo oeste hacia lo desconocido. Esas mismas virtudes aplican a Hernán Cortés, que, con apenas 400 hombres, una docena larga de caballos y seis pequeños cañones, lideró la revuelta de los otros pueblos indígenas subyugados por la tiranía azteca y conquistó su vasto imperio. A estos nombres podrían añadirse los de Pizarro, Valdivia, Cabeza de Vaca y tantos otros, e incluir a otros insignes exploradores como Juan Sebastián Elcano, que completó la primera circunnavegación del globo bajo bandera española y cuyo 500 aniversario pasó vergonzosamente sin pena ni gloria en el país que lo protagonizó.
Aquí topamos con el esperpento del nuevo indigenismo, que insulta a España sin que ésta se defienda porque no cree en sí misma. La realidad es que España llevó a América una civilización infinitamente más avanzada que la que encontró. Aun teniendo conocimientos de irrigación y urbanismo, la sociedad que encontraron los españoles estaba en muchos aspectos en la Edad de Piedra, pues desconocía el hierro, el cobre, el bronce, la rueda o el arado (¡en el s. XVI!). El interesante calendario maya no puede hacernos olvidar que los egipcios habían desarrollado un calendario solar de 365 días quizá 3.000 años antes. Las pirámides y templos aztecas y mayas, que en muchos casos no pasan de ser grandes mastabas que desconocían el arco, palidecen comparadas con las Pirámides de Egipto, construidas 4.000 años antes, con el Partenón, construido 1.500 años antes, o el Coliseo romano, construido 1.000 años antes, con las preciosas catedrales románicas y góticas, levantadas siglos antes de que desembarcaran los conquistadores, con el casi coetáneo Duomo de Florencia y su cúpula de Brunelleschi, o la grandiosa Basílica de San Pedro en Roma. ¿Y cómo comparar el prehistórico arte precolombino con las esculturas griegas o romanas de milenios antes, o la perfección de las pinturas y esculturas coetáneas de Miguel Ángel, Bellini, Tiziano o Rafael? Frente al colonialismo netamente depredador de otras potencias europeas y de los EEUU, España se preocupó genuinamente del avance de los pueblos de América. Llevó la cultura (la primera Universidad de Méjico se fundó en 1553, mientras que la primera Universidad británica en India data de 1847) y la maravillosa religión cristiana, que acabó con el paganismo, el canibalismo y los sacrificios humanos. También creó una legislación enormemente avanzada para la época, como atestigua la constante preocupación de Isabel la Católica por los derechos de los indios o los debates entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda en la Junta de Valladolid, un hito sin parangón en su época. Asimismo, fomentó el mestizaje, que fusionó nuestros pueblos hasta hacerlos hermanos, fenómeno que no se dio por racismo en otras potencias europeas (el matrimonio interracial no fue legalizado en EEUU hasta 1967, cuatro siglos más tarde). Naturalmente, la Conquista se produjo por la fuerza de las armas y no con flores y cantos hippies, y se produjeron excesos e injusticias, de las que no se salva nunca la Historia de la Humanidad. Pero el saldo es, en su conjunto, absolutamente extraordinario. Los españoles se encontraron una civilización fragmentada por perpetuas guerras, pobre, primitiva y oprimida por la superstición y la tiranía, y cuando cayó el Imperio, dejaron un continente unido por una lengua, una cultura y una religión comunes, libre, civilizado y próspero. América era España, y sus habitantes, ciudadanos españoles. Así, la Constitución de Cádiz definía la Nación como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, puesto que no teníamos colonias, sino provincias y territorios de ultramar.
Por último, España (y no sólo Madrid) también podría celebrar la victoria en la Guerra de la Independencia, en la que el pueblo español, con ayuda británica, largó con viento fresco a las tropas francesas invasoras no sin que antes dejaran éstas un reguero de muerte y ciega destrucción de nuestro patrimonio histórico por toda la Península. Aún hoy, es difícil recorrer Castilla sin encontrarse una iglesia o un monasterio que no fuera vandalizado o quemado por los bárbaros defensores de la Ilustración. Se ha hecho justamente famosa la exitosa guerra de guerrillas que desangró a las tropas napoleónicas, pero es igualmente reseñable que la primera derrota sufrida por La Grande Armée de Napoleón en toda Europa fue frente al ejército regular español en la Batalla de Bailén. Sin embargo, ¿cómo va a celebrar un país acomplejado la victoria sobre los que considera sempiternos abanderados de la luz y el progreso?
El orgullo con el que la sociedad española recordaba estas gestas brilla hoy por su ausencia, omisión cuya relevancia pasa inadvertida pero que marchita lentamente el sentimiento de pertenencia imprescindible para la supervivencia de la nación. Los enemigos de España se congratulan, porque no encuentran oposición. Es hora de que la haya.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo