Julie Lythcott–Haims fue decana de Stanford College. No le gustó lo que vio en muchos de sus estudiantes: miedos y frustraciones. Ha publicado un libro en el que responsabiliza más a los padres que a los hijos. Y, como educadora, propone soluciones. Por Javier Aranguren – 10 enero, 2019
Julie Lythcott–Haims fue decana de Stanford College por un periodo de diez años. No le gustó lo que vio en muchos de sus estudiantes: si en los 60 los universitarios se caracterizaban por su rebeldía e idealismo, ahora parecía que lo que les marcaba eran sus miedos y sus frustraciones. Las fobias se generan, normalmente, por causas culturales. Lythcott–Haims pone más en la balanza de responsabilidad en los padres que en los hijos. Y, como educadora, también propone algunas soluciones.
How to Raise an Adult es un libro ambicioso[1]. Se publicó por primera vez en 2015. La autora parte del convencimiento de que estamos haciendo algo mal en educación. Por un lado, las universidades (los colleges) han alcanzado el absurdo en sus precios y en sus políticas de reclutamiento. Un efecto perverso de esto es la necesidad que experimentan los padres de proteger a sus hijos y de proveerles con todas las actividades que se les van a exigir en su carrera hacia el college (idiomas, nivel elevado de ciertas asignaturas, deportes, voluntariado…).
Overparenting, es decir, ser ‘exageradamente padres’, es una actitud que impide que los hijos consigan muchas habilidades necesarias para la vida: la sobreprotección limita su experiencia de elegir, de equivocarse, de fracasar, de resistir ante el fracaso.
Cada vez que un padre o madre le lleva a su hijo la bolsa de deporte o la comida olvidada hasta el colegio, pierden una oportunidad valiosa de educar en la propia responsabilidad y en las consecuencias que a veces conllevan las omisiones (una falta en deporte, una jornada de ayuno). Ese revoloteo y supervisión constante de los ‘padres helicóptero’ provoca estrés en los hijos, les ata a los libros, les aleja del juego libre en la calle (un lugar demasiado peligroso para pisarlo sin supervisión), les ahoga por el exceso de actividades extra–curriculares que no se desean en sí mismas sino para lograr puntos de cara a las admisiones en las grandes universidades.
Como se ve, lo que trata Lythcott–Haims no es algo nuevo. Más bien parece una constante en buena parte de la literatura crítica (en el sentido de ‘que analiza’) sobre la educación en EEUU. El hecho de que la obra haya sido escrita por quien estaba a la cabeza de una de las principales instituciones de Educación Superior en USA (Stanford College), la hace especialmente significativa: no la ha redactado una persona movida por su resentimiento, sino que la autora ha visto cómo su vocación de educadora fracasaba ante ese alumnado demasiado inseguro como para pensar más allá de las calificaciones, aunque eso les supusiera perder los elementos esenciales de una auténtica experiencia universitaria (el intercambio de ideas, la apertura de horizontes mentales, el enriquecimiento biográfico, la independencia ‘fuera del nido’ familiar, etc.).
Cuando la autora se plantea si hay otro modo de hacer las cosas, se agolpan las sugerencias: habría que permitirles llevar una vida menos estructurada, habría que proveerles con habilidades para la vida, prepararles para el trabajo duro, que se hicieran por sí mismos el mapa de su camino vital, escucharles, sugerirles la posibilidad de ir a colleges diferentes de los considerados mejores (porque probablemente vivirán mejor y los aprovecharán más)…, pero sobre todo considera que habría que enseñarles a pensar.
Enseñar a pensar
Todos los padres se preguntan cómo serán sus hijos cuando crezcan. A menudo proyectan en ellos sus propias carencias, y desean que sus vástagos logren lo que ellos no han logrado. O, si han llegado ‘lejos’, esperan que sus hijos les emulen, y que no se produzca en ellos un retroceso en el nivel social ni –sobre todo– económico. A menudo esas ambiciones se disfrazan de buenos deseos: queremos que tengan una vida llena de significado, que sean competentes, comprometidos, productivos, y unos buenos colegas, esposos o padres.
Pero para lograr esos deseos es importante no olvidar una condición de posibilidad que, en la práctica, a menudo pasa por completo inadvertida: necesitarán saber cómo pensar, cómo tener una ‘palabra propia en la historia’ (Levinas). Por ‘pensar’ no entiende Lythcott–Hayms una actividad necesariamente teórica, sino «ser capaces de tomar un asunto en sus manos y examinarlo, o captar un concepto con sus cerebros y razonar con él y, después de examinarlo y razonar, decidir qué acercamiento tomar para resolver la solución de un problema o, si es un concepto, si y hasta qué punto y por qué lo apoyan o están en desacuerdo». Es decir, para ‘preparar a un adulto’ se precisa dotar a cada persona de una capacidad que habitualmente recibe el nombre de pensamiento crítico. Esa capacidad señala el deseo de que no sean robots, de que no se limiten a contestar de memoria con lugares comunes y que tengan iniciativa o que sepan decir ‘Yo no’ ante determinadas sugerencias que les pueden proponer en sus puestos de trabajo o en su nivel social.
Sin embargo, ¿les preparamos realmente para eso? «Hoy en día demasiadas escuelas simplemente piden que se aprendan las cosas de memoria y que las regurgiten, y en nuestros hogares nos centramos demasiado sobre–dirigiendo, sobre–protegiendo y llevándoles de la mano. Terminamos excediéndonos en nuestro afán de pensar por ellos».
¿No lo vemos también en el modo de enseñar y de exigir en las universidades o en las oposiciones? ¿Cuántos de los alumnos han tenido alguna vez que defender (argumentar) una idea? ¿En qué medida es eso posible si cada vez se debate menos y se aceptan acríticamente los criterios ‘correctos’, aunque solo sea porque el profesor no tiene ni tiempo ni energías de meterse en líos o enfrentarse a quejas?
Pensar en el trabajo
Sin embargo, ¿no es precisamente pensar la actividad más demandada en los trabajos que en principio resultan adecuados para un graduado o para quien posee un título de máster? ¿No es precisamente tomar decisiones, tener iniciativas, lo que debería motivarle en su carrera y lo que le hace importante para su empresa? Así lo sostiene Daniel Pink en su libro de 2009, Drive: The Surprising Truth About What Motivates Us[2]. Según Pink, el 70% del empleo de calidad en EEUU es para trabajos que implican tareas ‘heurísticas’, es decir, no mecánicas, en las que hay que tomar decisiones nuevas por las que cabe ganar o peder, acertar o equivocarse.
Pero eso no puede hacerse sin pensamiento crítico. Y este no lo asegura de por sí una tasa elevada de escolarización. El informe PISA, que se elabora pidiendo «a los alumnos tomar cualquier conocimiento que tuvieran en sus cerebros y aplicarlo a situaciones de la vida real y a escenarios que exigían pensamiento crítico y una comunicación efectiva (del tipo si un gráfico explica lo que pretende explicar, o si un póster de una campaña de salud pública es efectivo a la hora de convencer al lector de recibir un pinchazo contra la gripe)» no triunfa en países como Estados Unidos o España. Sus notas no se relacionan con niveles socioeconómicos, ni con la raza o el presupuesto de los colegios. Su éxito depende de lo que se haga en la escuela. Solo si se promueve el aprendizaje y el dominio (la comprensión de lo aprendido, que se muestra al aplicarlo a situaciones concretas) las notas de PISA son elevadas. Pero estos dos factores (aprendizaje y dominio) son, precisamente, los que se identifican con la capacidad de tener un pensamiento crítico propio. En otros términos: tienen que ver con si el alumno es capaz, o no, de pensar por sí mismo.
Hoy, la vida académica de muchos estudiantes, tanto en la escuela como en la primera etapa de la universidad, se parece a la de ovejas que tienen que pasar a través de diversos aros (la metáfora es de Deresiewicz[3]):
los alumnos buscan galardones, logros y certificados de sus logros. Pero no aprenden a abrir sus mentes: son capaces de responder a un test de múltiples respuestas, pero no de comparar el sentido de dos textos o de dar argumentos –aparte de los de autoridad– para decidir qué decisión es la moralmente correcta en una situación ambigua. Se les ha enseñado a hacer exámenes (teach to the text), pero no son nada creativos.
Un ejemplo: en España se enseña Historia de la filosofía en el último curso de bachillerato. El problema más serio de la asignatura (además de la variable calidad del docente) es establecer los ‘criterios de evaluación’. Como el examen de Selectividad consiste en un ‘comentario de texto’, y eso es ‘demasiado subjetivo’, se han establecido una serie de supuestos tácitos: el profesor debe limitarse a preparar una respuesta estándar que todos los alumnos compartan (eso lo exigen los alumnos y lo sugieren desde el comité de examinadores), y el corrector pondrá notas dentro de un estrecho arco que va desde el 5 hasta el 7. Así se asegura que no hay quejas contra correctores ni profesores, y los alumnos se encuentran tranquilos a la hora de preparar el examen. Solo tiene un pequeño problema (además del aburrimiento infinito): con esa metodología se mata el único sentido que podría tener una asignatura de Humanidades: enseñar a los alumnos a pensar, en este caso pensando con los grandes.
¿Se piensa en la escuela?
Denis Pope escribió Doing School’: How We Are Creating a Generation of Stressed Out, Materialistic, and Miseducated Students[4]. En él explica el fracaso de una escuela pensada para ‘enseñar a hacer exámenes’ y dispuesta a ‘no dejar a nadie atrás’, como si los estudiantes fueran marines. No se les saca del curriculo oficial, hay que cubrir el programa (aunque este sea absurdamente amplio) pues podría caer cualquier cosa en el examen estatal y esa es la única nota que vale a la hora de juzgar la supuesta ‘excelencia’ del centro educativo y del profesor: no interesa que los alumnos sepan, sino que sepan redactar respuestas estándar, hacer ‘modelos de examen’ (como esas academias de inglés en las que se dedican horas al Examen de Cambridge y a cómo se escribe una formal letter, por si cayera ese ejercicio en la parte de redacción del Advanced; en cambio, nadie –ni padres, ni profesores, ni alumnos– se pregunta si esos jóvenes tienen algo sobre lo que escribir, una idea que expresar, un contenido que les apasione defender).
«La investigación de Pope enseña que los niños ‘hacen colegio’ (do school) pero no logran aprender, que experimentan un estrés impresionante (no un estrés bueno, sino psicológicamente dañino) por culpa de este enfoque, y que adquieren una estructura mental de ‘cueste lo que cueste’ para conseguir la nota adecuada o simplemente para lograr terminar toda su tarea para casa, tarea que incluye, como descubrió Pope, el uso de trampas a unos niveles epidémicos». Tareas para casa que raramente se comprueba si tienen eficacia para el aprendizaje[5], y que acaban invitando a ‘tomar atajos’ (cuando los padres ayudan, ‘estudian por sus hijos y no con sus hijos’, o los alumnos acuden a ‘páginas de apoyo’ y ‘rincones del vago’ en Internet)[6]. La trampa acaba siendo una necesidad producida por el hartazgo y el aburrimiento (niños que aprenden de memoria cosas que no entienden y que no saben aplicar a situaciones de la vida, rodeados por ‘madres petirrojo’ que degluten por ellos la materia para examen para que el niño la pueda repetir y pasar el trago).
Debilitando el pensamiento
Lythcott–Haims señala varios ejemplos de cómo los padres pueden limitar la capacidad de pensamiento crítico de sus hijos. «Lo hacemos si:
Somos sus parachoques y barreras (…).
(…) Resolvemos sus problemas y damos forma a sus sueños.
Les llevamos de la mano. Les defendemos ante profesores y entrenadores, somos los conserjes de la logística de sus vidas. Ponemos en entredicho las decisiones de figuras con autoridad».
Esto, que parecería referirse sobre todo a pequeños alumnos de Primaria, lamentablemente pasa también en la Enseñanza Media, y no es raro que pueda ocurrir en la Enseñanza Superior. Padres que acuden al campus para matricular a sus hijos, que deciden con/por ellos las materias optativas que les convienen e interesan, que les indican la carrera que deben estudiar ‘porque es la que tiene salidas’, que les acompañan a la entrevista de trabajo o les eligen donde hacer las prácticas, etc.
Es un empeño por meterse «dentro de la cabeza de nuestros hijos» y de vivir allí. «Suplantamos nuestro pensamiento por el suyo, con nuestra presencia constante, vigilante, determinada, bien en sus vidas o por medio del teléfono móvil. Y hacemos todo esto porque pensamos que eso es a lo que se parece el amor, y para asegurar que ellos ‘lo van a lograr’, es decir, que tendrán éxito profesional, que tendrán bien agarrada la copa del triunfo de la vida. Pero cuando ejercemos ese modo de ser padres la infancia deja de ser un campo de entrenamiento en el que nuestros niños aprenden a pensar por sí mismos; se limitan a ‘hacer’ las diversas tareas de la infancia encerrada en una lista». Sin embargo, vivir no se parece mucho a poner marcas en las casillas de una lista: tendrán que elegir un proyecto profesional y personal, tendrán que enfrentarse a crisis, tendrán incluso que romper los lazos (‘dejarás a tu padre y a tu madre’) para empezar una existencia propia. Pero si nunca se les ha dejado hacerlo antes, si carecen de entrenamiento y resistencia, es probable que el resentimiento hacia esos padres hiper–protectores (junto con el fracaso en sus primeros ‘vuelos en solitario’) sean características habituales en sus vidas tardíamente adultas.
Algunas iniciativas
Lythcott–Haiims propone algunas iniciativas. Como que los padres en casa tengan como empeño principal enseñar a pensar a sus hijos. Eso implica dejarles espacio para que tomen decisiones, solucionen las cosas por sí mismos y expliquen el por qué de lo que han decidido. Se trata de sustituir el comportamiento mecánico por la experiencia. Para eso es clave la presencia de la conversación.
No es una idea demasiado alejada de la iniciativa que tuvo en su día Sócrates. Los padres deben practicar la metodología de la pregunta (lo que los medievales denominaban ‘la dialéctica’), de modo que los hijos «descubran la solidez o el carácter falaz de sus razonamientos, pudiendo así aplicar su capacidad de comprensión a circunstancias muy diversas».
No es nada distinto a lo que se practica en prestigiosas escuelas de negocios que siguen el método del caso. Ante las situaciones ‘reales’ no basta con aplicar la memoria (pues el caso planteado no ha existido con anterioridad, y tendrá seguramente sus particularidades propias). No basta tampoco con enunciar siempre ‘la respuesta correcta’: lo práctico, en la medida en que supone la aplicación de reglas universales a situaciones concretas, tiene siempre una amplia zona de sombra. A veces se dice que los mejores casos son aquellos que no tienen solución, sino que exigen que el que actúa se comprometa con una de las múltiples posibilidades. Como se ve, siguiendo a Gracián, la propuesta de Lythcott–Haims no es otra que enseñar a aplicar ‘el arte de la prudencia’.
Sin embargo, lo que puede parecer tan fácil y claro, no es una práctica mayoritaria. Muchos alumnos siguen la tendencia a ir sobre seguro. De hecho, se considera con frecuencias que son asignaturas ‘serias’ las que se centran en contenidos ‘exactos’ y ‘empíricos’ (cálculo, álgebra, química orgánica, física), mientras que aquellas en las que se pide que el alumno defienda una opinión se consideran menos valiosas (como si no fuera precisamente el juego –la argumentación, lo retórico, la capacidad de convencer, el representar un rol, la empatía– lo más serio que hay). Hoy, que todo el mundo defiende la importancia de los soft–skills[7], nadie sabe cómo ni dónde enseñarlos o aprenderlos. Y así se pierde el arte de la conversación o la capacidad de interesarse, y en cambio los alumnos más brillantes quedan atrapados en la inseguridad que produce el perfeccionismo y la presencia de los imponderables en la vida real. El miedo a fallar o a rebelarse son dos de las consecuencias dramáticas de la falta de pensamiento crítico.
«Yo misma he visto y escuchado sobre esta mentalidad también en Stanford, donde los estudiantes tiene dificultades a la hora de enfrentarse con los problemas abiertos o con lo incierto, y quieren simplemente seguir con el modo en que han crecido, que consistía en ser muy dócil a la hora de entregar aquello que les habían pedido que hicieran. Una profesora de Stanford que enseña inglés a los de primero me contó lo que ahora es habitual en su materia cuando devuelve a un alumno un ensayo con indicaciones garabateadas tipo «di algo más; ¿cómo lo sabes?; ¿cuál es la razón aquí?; ¿y entonces qué? Los alumnos responden quejosos: ‘No sé lo que quiere. Limítese a indicarme lo que quiere que DIGA’».
¿De verdad, para la vida, es tan importante la precisión o la exactitud? ¿No lo son más, mucho más, la reflexión y el proceso? ¿No debería todo buen estudiante ‘romper las reglas’, ‘think different’?
La capacidad de resolución de problemas (por la que se aprende desde a diseñar una solución habitacional en una oficina, hasta a tomar una decisión empresarial importante o a decidir el tratamiento de un determinado proceso de enfermedad, etc.) es la consecuencia del pensamiento crítico. Eso produce estrés, genera inseguridad…, pero a la vez permite el ejercicio de la propia libertad…, y la sana posibilidad de equivocarse. El binomio seguridad/libertad no solo se da en el ámbito político (en el que hay que decidir qué se prefiere: si un control férreo que evite todo imprevisto a cambio de no poder hacer nada, o una mayor indeterminación sabiendo que puede facilitar la frecuencia de conductas violentas o caóticas). El binomio seguridad/libertad existe también en el desarrollo biográfico (seguir la ‘novela’ prevista por los padres o improvisar la propia melodía con el riesgo de que no suene armónica) y en el proyecto profesional (atrapar la plaza fija hasta la muerte a cambio de lo mortecino y el sueldo previsible, o lanzarse al emprendimiento sin estar muy seguro de lo que pasará en el medio o largo plazo).
«También yo tenía mis opiniones sobre los distintos escritos que me presentaban mis alumnos, pero mi trabajo no consistía en proporcionales respuestas. Mi tarea era hacer a un estudiante buenas preguntas que le abrieran más a fondo hacia sí mismo. Yo trataría de sacar a flote los valores que fundamentaran sus ideas, la visión de sus propias fortalezas y áreas de desarrollo, y sus miedos y sueños (…). Le estaba enseñando a desarrollar una base racional para las elecciones que hiciera en último término, en vez de dejar que volviera de nuevo a aceptar el consejo proporcionado por una figura de autoridad (yo) o a conformarse con la base racional por la que ‘tendría’ que hacer esto o lo otro porque ‘todo el mundo lo hace’ o porque ‘es lo que se espera de mí’, que tan a menudo sale de la boca de los adultos jóvenes. Era una lección de humildad al mismo tiempo que muy excitante estar ante un ser humano en pleno despliegue, pensando por sí mismo, encontrando soluciones».
Julie Lythcott–Haims entiende la educación como un acompañamiento que proporciona hábitos de pensamiento. Su perspectiva debería invitarnos a replantear muchas rutinas.
[1] J. Lythcott–Haims, How to Raise an Adult. Break Free of the Overparenting Trap and Prepare Your Kid for Success, St. Martin’s Griffin, New York 2016. En este texto me referiré sobre todo a las páginas 176 a 182.
[2] D. Pink, Drive: the Surprising Truth About What Motivates Us, Riverhead Books, New York 2009.
[3] W. Deresiewicz, Excellent Sheep. The Miseducation of The American Elite & The Way to a Meaningful Life, Free Press, NY, 2015. Cf. J. Aranguren, «Líderes o escépticos», en Nueva Revista, https://www.nuevarevista.net/revista-sociedad/el-lider-el-mediocre-y-el-que-piensa/.
[4] D. Pope, Doing School’: How We Are Creating a Generation of Stressed Out, Materialistic, and Miseducated Students, Yale UP, New Haven, Conn., 2003.
[5] V. Strauss, «Homework: An Unnecessary Evil?… Surprising Findings from New Research», The Washington Post, November 26, 2012.
[6] Cf. J. Aranguren, «Fábricas de ensayos: tesis y artículos a medida», en Nueva revista, https://www.nuevarevista.net/revista-sociedad/51387/.
[7] Capacidad de comunicación, liderazgo, actitud positiva, responsabilidad, iniciativa, capacidad de trabajar en equipo y de resolver problemas, de tomar decisiones, de trabajar bajo presión, de ser flexible o de negociar una situación conflictiva, es decir, situaciones muy lejanas a la exactitud del cálculo de estructuras.