En “Sobre el viejo humanismo”, Javier García Gibert expone la huella que la tradición humanística ha dejado en la historia del pensamiento. Analizamos en el primero de una serie de tres artículos la aportación griega al acervo humanístico.
Por José Ramón Ayllón – 20 diciembre, 2018
El subtítulo de Sobre el viejo humanismo es “exposición y defensa de una tradición”. Estamos, pues, ante un relato y una defensa de la tradición humanística, un recorrido por los autores y los textos literarios y filosóficos más significativos, desde la antigüedad clásica hasta la actualidad.
Su autor, Javier García Gibert, profesor de literatura clásica española en la Universidad de Valencia, y estudioso de la tradición humanística, comienza con una definición necesaria: “Entendemos por humanismo la tradición de una vieja sabiduría, vertida por escrito, que tiene sus orígenes en la cultura greco-latina y en el posterior elemento catalizador cristiano y cuyo propósito no es otro que el ennoblecimiento armónico del ser humano en sus facetas ética y estética, existencial y espiritual”.
Se trata, por tanto, de “un caudal de saber y autoconocimiento que dignifica al ser humano y le permite gestionar de la mejor manera sus problemas y aspiraciones intemporales” . En ese sentido, la tradición humanística es un tesoro, “aunque la sociedad contemporánea, en su conjunto, parezca ignorarlo”.
De hecho, una de las intenciones del libro es recordar “la existencia del canon humanístico (…) y reflexionar sobre la contribución específica que sus más grandes hitos han ido aportando”.
La labor del buen profesor, del crítico, del filólogo, del historiador de la cultura, no es tanto producir como mostrar el camino del tesoro, sabiendo que se encuentra “sepultado bajo la lujuriante selva de Internet y las cenizas de la sobreinformación” como subraya el autor.
Todo empezó con Homero
El primer capítulo está dedicado a la semilla del humanismo griego, a la materia prima sobre la que trabajarán Roma y el cristianismo. Un recorrido por la obra de Homero, Píndaro, Sócrates, Platón, Aristóteles y Epicuro.
Como Ulises desea regresar a Ítaca, el humanista siempre quiere volver a Grecia, a descansar en el “hogar del arte y del conocimiento”, a nutrirse en “la insuperable grandeza dramática de Sófocles, ejemplarizante de Sócrates, especulativa de Platón o formalizadora de Aristóteles”.
Gibert explica que ellos logran “la culminación (…) de un proceso cultural que ha constituido la referencia insoslayable y la máxima fuente de inspiración en materia ética, estética, filosófica y teológica para el hombre occidental durante más de veinte siglos”.
Todo empezó en Homero (siglo VIII a.C) con su visión inaugural del hombre y del mundo. Podemos pensar que a través de sus versos, el padre de la cultura griega retrata al hombre de carne y hueso, al tiempo que esboza “los presupuestos básicos que desarrollaría más tarde la concepción humanista del ser humano: su ilimitada libertad moral y la imperiosa necesidad racional de autolimitarla”.
En la Ilíada, el ascenso de lo real, de lo cotidiano, de lo privado, está ya a punto de alumbrarse. Y en la Odisea, el periplo de Ulises no es sólo la ansiada vuelta al hogar, sino también “un retorno al hombre” explica el autor, en el que Homero abandona en buena medida las categorías épicas para “plantear el trayecto y las contingencias de la vida humana”.
Píndaro, la virtud camino para alcanzar el prestigio
El siguiente jalón lo encontramos en Píndaro (518 – 438 a.C) antecedente remoto de los discursos renacentistas sobre la dignidad humana, cantor de los héroes de los juegos atléticos, en quienes confluyen el favor de los dioses, el esfuerzo personal y un talento innato. Su exaltación de las gestas deportivas no olvida las alertas contra el orgullo y la desmesura: “Y si un hombre es rico, supera en hermosura a los demás y ha vencido en los Juegos, recuerde que los miembros que viste son mortales, y que será la tierra, al fin de todo, su postrer vestimenta”. El poeta aspiró a una vida sencilla y virtuosa:
Si unos desean oro, campos inmensos,
yo prefiero dejar a mis hijos una reputación irreprochable.
Y que la tierra cubra mis despojos,
tras ganarme el favor de mis amigos,
pregonando lo que es digno de encomio.
La virtud será el camino para alcanzar prestigio, reputación y acaso gloria, pero solo un espíritu religioso –“y esto es un punto fundamental”- es capaz de sostener una conducta virtuosa. En los dioses inmortales pone Píndaro “la fuente y el espejo de nuestra nobleza”, y en ese horizonte trascendente encontrará su fuerza y su grandeza el conjunto de la cultura clásica.
La tragedia, aprender sufriendo
Del héroe aclamado al héroe caído, para estudiarlo en su desgracia, tal como hace la tragedia griega. Un golpe inesperado de la Fortuna le hace pasar de una situación feliz a otra desdichada. La constatación clarividente de esa doble posibilidad, de la dignidad siempre amenazada, de esa grandeza y miseria, hace de la tragedia griega un género universal e imperecedero, que siempre nos brinda la impagable lección del “aprender sufriendo” como explica el autor.
La catarsis o efecto purificador que produce en nuestro ánimo, “puede cifrarse en ese ennoblecimiento en la fatalidad, esa suerte de humus triunfal que nace en la descomposición del sufrimiento, esa convicción, en definitiva, de la grandeza del alma humana forjada en el yunque mismo de la desgracia, cuya fatalidad parece alumbrar el sublime cumplimiento de algo más justo, más poderoso que aquella triste contingencia”.
Y Gibert lo sitúa en un contexto universal: “Mediante la tragedia, la cultura griega contribuye a esa profunda y radical reflexión sobre el sufrimiento humano que en el arco asombroso de una centuria llevó a cabo el pensamiento universal: el Libro de Job, desde la tradición judía, y la enseñanza de Buda, desde el pensamiento oriental, serán las otras dos cimas de esta inaudita investigación”. Es indiscutible el valor que tuvo la tragedia como escuela moral en la polis y como configuradora del pensamiento ético
Las tres culturas mencionadas aspiran a la aceptación del sufrimiento, a una reconciliación con la desgracia que haga posible la virtud, “esa especial grandeza de ánimo ante el infortunio”. En el caso de Grecia, “es indiscutible el valor que tuvo la tragedia como escuela moral en la polis y como configuradora del pensamiento ético”.
Sócrates: sólo sé que no sé nada
Si la primera sabiduría griega es literaria, la segunda será filosófica. “La expresa y voluntaria reflexión sobre el hombre, y su consideración como tema y eje del pensamiento, es el presupuesto fundamental del edificio humanista” explica el autor.
La piedra angular de ese edificio será Sócrates (470 – 399 a. C) “Comparte con los sofistas (…) el carácter vital, comunicativo y didáctico de la sabiduría, pero rehúye la condición instrumental y relativista que del saber tenía la sofística y también su componente demagógico”. Sócrates nos enseña lo que es filosofía, pero también lo que no es: “los caminos errados, los deseos inconvenientes, las urgencias inoportunas”.
En su búsqueda de la verdad, dejó el estudio científico y empírico de la naturaleza por la antropología filosófica. Fue el primero en advertir que “no es la Naturaleza, sino la naturaleza humana lo primero que hay que conocer y dominar”. “Solo sé que no sé nada”, dice. Y esa declaración le libra del vano orgullo intelectual, de los prejuicios, del apresuramiento en las conclusiones, del tópico falso…
Platón y las bases metafísicas del humanismo
“Si Sócrates fija para siempre el foco de interés del pensamiento humanístico –el hombre-, Platón le proporciona sus imprescindibles bases metafísicas” afirma Gibert. En sus célebres Diálogos, el filósofo, nacido hacia 427 y muerto en 347 a. C, afirma que la mirada trascendente es la mirada natural del ser humano, y propone a los lectores un viaje intelectual –al mismo tiempo que religioso y emocional- desde “esta oscura orilla” hasta el mundo perfecto de las Ideas.
Pensemos, por ejemplo, en su recreación en las últimas páginas de la República del mito escatológico de Er, el personaje que muere en una batalla y al que resucitan los dioses, y que luego cuenta a los vivos el destino de las almas después de la muerte. Estamos, por tanto, ante “un extraordinario genio intuitivo y psicológico, capaz de iluminar los aspectos más variados del alma y de la realidad estrictamente humana”. ¿No es el mito de la caverna una representación del imperio de unas pantallas que sólo son sombras de la realidad auténtica?
Pensemos ahora en la caverna, el mito nuclear de su filosofía. “¿No es acaso como se ha advertido tantas veces, una perfecta representación de nuestro mundo mediático, una insuperable imagen de la esclavitud moderna de nuestras vidas, sometidas en el fondo de la cueva doméstica o laboral al engañoso imperio de unas pantallas que solo son sombras o simulacros de la realidad auténtica?” se pregunta el autor.
Se ha dicho que toda la historia de la filosofía no es más que un conjunto de notas a pie de página de las obras de Platón. En este sentido, el “contumaz sentimiento antiplatónico de la modernidad” lo dice todo sobre nuestra época. La aversión contemporánea del idealismo metafísico platónico -señala el autor- parece fundarse en “esa visión inmanentista, pegada a las cosas, a los seres y a los hechos de la sociedad actual”.
Platón, por supuesto, puede ser discutido, pero el mundo sería mucho más pobre y más oscuro sin su herencia. “Ésa es la certeza de los humanistas. Y ésa es la causa de su reverencia infinita”. Cicerón prefería equivocarse con Platón a conocer la verdad con sus oponentes. Veinte siglos más tarde, Hannah Arendt suscribía la provocación ciceroniana: “aunque todos los críticos de Platón estén en lo cierto, él puede ser mejor compañía que sus críticos” como recoge Javier García Gibert.
Por eso, el grado de empatía con Platón es criterio seguro de humanismo y por eso, es lógico que “el pensamiento crudamente empírico y materialista no encuentre en Platón a su hombre”. Ya señaló C. S. Lewis, “el cielo no ofrece nada que pueda desear un alma mercenaria”, como apunta Gibert.
Aristóteles, análisis de la conducta humana
La influencia intelectual de Platón solo es comparable a la de Aristóteles (384 – 322 a.C), su genial discípulo. En la Escuela de Atenas, Rafael le representa señalando el plano inmanente y horizontal del mundo, mientras su maestro apunta al eje trascendente y vertical del cielo. La tradición humanística le debe, de entrada, haber sido, sin discusión, “el padre de la crítica literaria”.
Si Platón denuncia la capacidad manipuladora y degradante de la literatura, Aristóteles reivindica su efecto benéfico y purificador, a través de la catarsis.
Y su teoría de la mímesis se sobrepone a la desvalorización que del arte llevó a cabo Platón, que lo consideraba un mera y engañosa copia de otra copia: la de la realidad, que es sólo un reflejo del mundo de las Ideas.
Su Ética a Nicómaco traza un completo análisis de la conducta humana y las virtudes fundamentales. Así brinda un programa de acción con validez intemporal, que será adoptado por estoicos y epicúreos, por griegos, romanos y cristianos, por medievales y modernos.
Con esta obra, el filósofo diseña para el hombre medio una ética “también del término medio”, descriptiva, realista, que atiende a la fragilidad y a las limitaciones del ser humano. En este contexto, Gibert explica que la prudencia (phronesis) se convierte en la sabiduría máxima, la forma intelectual de la virtud que debe llevar al bien y la felicidad de la vida práctica.
La noción aristotélica de prudencia dejará una duradera huella en el desarrollo de la formación ética y existencial del humanismo y también en la definitiva responsabilidad que se le atribuye al ser humano, en relación con sus actos virtuosos o viciosos, como se subraya en el capítulo II del libro segundo de la Ética a Nicómaco.
Una ética para tiempos duros
Llevado por las conquistas de Alejandro Magno, el pensamiento estoico y epicúreo dominará el mundo greco-latino desde Macedonia hasta Siria y Egipto, durante el largo período que se extiende entre la muerte de Aristóteles y el inicio de la Edad Media.Se ha dicho que son doctrinas para tiempos duros, morales de aguante para soportar primero la decadencia griega, después la romana
Si Homero y los dramaturgos trágicos habían desplegado un mapa de pasiones que llevaban al desastre, la doctrina de Epicuro (341 – 270 a.C.) promueve la búsqueda del “recto placer” que, a través de la ataraxia (o ausencia de turbación), lleva a una vida virtuosa similar a los estoicos. Y éstos advierten que el secreto de la vida feliz consiste en librarse de todo aquello que no depende de uno mismo. Para ello conviene acallar las pasiones, contentarse con lo puesto y practicar cuatro remedios: No temer a los dioses, no temer a la muerte, entender que el placer está al alcance de todos, y saber que el dolor es siempre pasajero.
Se ha dicho que son doctrinas para tiempos duros, morales de aguante para soportar primero la decadencia griega, después la romana. Explica Gibert que estoicos y epicúreos sistematizaron las líneas maestras de la filosofía práctica a partir de una “drástica e inteligente reducción del complejo mundo pasional a los binomios conceptuales de placer/dolor y esperanza/temor”.
Observa el autor que la moral estoica, fundamentada en la práctica de la autoexigencia, se opone de lleno a las “éticas blandas” de la actualidad, éticas dialógicas y de mínimos, construidas por el consenso y la negociación, que convierten a la virtus en una cuestión política o democrática y la someten a las contingencias e impresionabilidad del mundo”.
Éstas existen y condicionan, pero no es en el mundo sino en el alma propia donde “está la fuente y el rasero de la virtud”. Dicha lección la aprendió el humanismo de la visión estoica, y también “la importancia de la autonomía, la autoconciencia y el autocontrol como caminos ciertos e inobjetables de la sabiduría”.