La prensa y el abuso de los sacerdotes

por | 1 de marzo de 2019

IGNACIO ARÉCHAGA

6.FEB.2019

Para ofrecer una buena información no solo hace falta que los hechos transmitidos sean ciertos, sino también enmarcarlos en el contexto adecuado. En el caso de los abusos a menores en la Iglesia católica, tras décadas de silencio ha habido una explosión de noticias desde 2002. Cabe preguntarse si con esta información la opinión pública ha llegado a conclusiones ajustadas a la realidad. La reunión del 21 al 24 de febrero del Papa Francisco con los presidentes de las conferencias episcopales para tratar este tema puede ser la ocasión para revisarlo.

Los abusos perpetrados por sacerdotes han provocado lógicamente condena y rechazo. Y no solo por el delito en sí, sino porque de un sacerdote se espera una conducta digna conforme a lo que debe predicar. Por eso existe el riesgo de que cualquier intento de colocar los datos en su contexto se entienda como un modo de rebajar la gravedad. Pero la indignación por sí sola no aporta la información que necesita la opinión pública.

En el libro Factfulness, que se ha convertido en un best seller, el sueco Hans Rosling muestra cómo los prejuicios y un mal uso de los datos condicionan la visión de los problemas del mundo. Para evitarlo, da una serie de consejos, entre ellos el de poner las cosas en proporción: “Las grandes cifras siempre parecen grandes. Las cifras aisladas son engañosas por sí solas y deberían hacerte sospechar. Busca siempre comparaciones. Idealmente, divídelas por algo”.

¿Una minoría o el clero en general?

En el caso de los abusos a menores por parte de clérigos, en los titulares periodísticos abundan las cifras redondas, pero a menudo se olvida la proporción. ¿Son muchos o pocos respecto al total del clero en ese país y en esos años?

Por tomar un caso reciente, el pasado agosto acaparó la atención mediática el informe del Gran Jurado de Pensilvania, sobre los abusos en seis diócesis católicas del estado. Su investigación decía que durante 70 años se habían producido “acusaciones creíbles” contra 301 sacerdotes, de los que habrían sido víctimas al menos 1.000 menores identificados.

Una indignación plenamente justificada de la opinión pública con los abusos corre el riesgo de estigmatizar a todos los sacerdotes por culpa de una minoría

Esta conclusión de la fiscalía habría sido más útil si hubiera dicho qué proporción de sacerdotes habían sido acusados respecto al total de sacerdotes en activo en esas diócesis durante esos 70 años. Pero a pesar de ser un texto de 1.400 páginas, el informe no aportaba ese dato.

A nivel nacional, la investigación más sistemática en EE.UU. fue la que hizo en 2004 el John Jay College of Criminal Justice (University of New York), que la realizó de modo independiente con datos aportados por las diócesis, referidos al periodo 1950-2002. En esos 52 años, los denunciados por abusos sexuales suponían entre el 4% y el 4,3% del total de sacerdotes activos en esos años.

Otra amplia investigación sobre el problema de abusos a menores en todo tipo de instituciones fue la que realizó en Australia una Comisión Real en 2017. Según este informe, en el periodo 1950-2010 los sacerdotes católicos acusados fueron el 2,9% de los activos en los años 50, el 4,5% en los 60, el 4% en los 70, para caer al 0,2% en los 2000.

Lo que está claro es que impresiona mucho más un titular de “1.000 clérigos cometieron abusos contra menores” que “Un 4,4% del clero fue acusado de abusos en 52 años”.

“La punta del iceberg”

Incluso dentro de los culpables de abusos a menores habría que distinguir entre los ocasionales y los depredadores sexuales. En el informe del John Jay College en EE.UU. se dice que la mayoría (56%) fueron acusados por una víctima cada uno, mientras que una parte muy pequeña (149 sacerdotes, el 3% de los implicados) acumula más de un cuarto de las denuncias (27%). La política de “tolerancia cero”, que aparta del ministerio para siempre al primer caso de abuso, puede ser una medida enérgica para cortar por lo sano; pero, en este como en cualquier otro delito, no es lo mismo ser culpable de un acto aislado que un delincuente habitual.

Las cifras absolutas alarman más si se acompañan con la coletilla de que “eso es solo la punta del iceberg”. Esta advertencia puede tener su parte de verdad, pues no todas las víctimas están interesadas en denunciar o tardan años en hacerlo. Pero también puede ser engañosa, pues ahora hay un gran interés en escuchar a las víctimas, investigar e indemnizar, aunque sean casos de hace décadas. Así que a lo mejor lo que aún queda debajo de la superficie es ya menos de lo que ha emergido. Por otra parte, la teoría de la “punta del iceberg” se puede aplicar a estos delitos como a tantos otros, ya sea el fraude fiscal, el acoso sexual en el trabajo o la corrupción urbanística, sin que esto implique una sospecha hacia todo un colectivo.

Impresiones erróneas

En Irlanda, según un sondeo realizado por The Iona Institute en 2011, el 70% de los irlandeses pensaba que el número de sacerdotes culpables de abusos a menores era un porcentaje muy superior al real, que según los informes más fiables estaba en torno al 4%. El 42% de los encuestados pensaba que era más de uno de cada 5 sacerdotes y un 18% lo atribuían a más de la mitad del clero.

Cuando después de tanta información el público llega a conclusiones tan alejadas de la realidad sobre la extensión de un fenómeno, algo falla en la cobertura mediática.

En cualquier caso, llama la atención que mientras en los atentados yihadistas se insiste en que no se puede identificar a los musulmanes con los terroristas, en el tema de los abusos hay pocos distingos entre los abusadores y el clero en general.

Entre acusaciones y condenas

La compasión que suscitan las víctimas y el hecho de que muchas veces fueran ignoradas puede hacer ahora que la opinión pública dé por buena cualquier acusación que se haga. Pero, como en cualquier otro delito, también aquí hay que distinguir entre acusaciones y condenas judiciales.

Según un informe sobre abusos cometidos por clérigos católicos en Alemania de 1946 a 2014, de los casos llegados a los tribunales civiles, el 31% acabaron en condena, el 21% en absolución y los demás habían prescrito. En los datos recopilados en el informe del Jay College en EE.UU., cerca de 2.000 denuncias (en torno al 15% del total) habían sido retiradas o se demostraron falsas.

Cuando se recopilan datos, suelen ser de acusaciones, pero eso no quiere decir que todas estén comprobadas. Por ejemplo, cuando se presentó a la opinión pública el informe de Pensilvania, pocos advirtieron que el Gran Jurado es una institución dirigida por el fiscal, que opera a puerta cerrada y sin escuchar a la defensa, y cuya función no es determinar la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino ver si hay suficientes motivos para iniciar un proceso. El informe recopila “acusaciones creíbles” contra 301 clérigos, pero por entonces solo había dado lugar a dos procesamientos. La mayoría de los delitos habían prescrito y muchos de los acusados habían muerto. Así que en muchos casos no es posible saber si habrían sido condenados o absueltos.

También ha habido casos de sacerdotes u obispos acusados ante los tribunales y que han sido absueltos. Dentro de los típicos bandazos de la opinión pública, la pasividad de antes se ha transformado en una presunción de culpabilidad, lo cual ha llevado a veces a hundir la reputación de personas inocentes, también en casos del ámbito civil.

El contexto temporal

Las revelaciones sobre los abusos empezaron a salir a la luz pública a principios de este siglo, pero en muchos casos se remontan a décadas atrás. Por eso es importante no perder de vista el contexto temporal.

Los informes publicados abarcan largos periodos de cincuenta, sesenta o setenta años. Al sumar los casos de muchos años, la impresión causada es mayor, en este como en cualquier otro fenómeno. Si tomamos el caso del informe de Pensilvania, no es lo mismo hablar de 300 sacerdotes abusadores y de 1.000 víctimas en 70 años, que de una media de algo más de 4 acusados y 14 víctimas por año.

Pero tampoco la media es clarificadora, ya que la incidencia no es la misma a lo largo del periodo. Si se cita una cifra aislada y no se dice cómo se distribuye a lo largo de los años no es posible saber si el fenómeno es antiguo o actual, si va a más o remite.

La oleada de acusaciones, que hizo saltar y alimentó el escándalo a partir de 2002, se refiere en su mayoría a casos antiguos, porque las víctimas callaron o no fueron escuchadas durante años. En EE.UU., la década de los 70 es la del mayor número de casos. En Alemania, la incidencia es mayor en los quinquenios 1956-1960 y 1966-1970. Los picos varían según los países, pero sí se aprecia claramente que la incidencia ha bajado en las últimas décadas, gracias a la prevención en la Iglesia y a la mayor atención de la opinión publica. En el caso de Pensilvania, la mayor parte del informe se refiere a abusos cometidos en el siglo pasado, no habiendo encontrado apenas casos después de 2002.

Pero como a menudo las informaciones se refieren a nuevas investigaciones ahora publicadas, se da la impresión de que “la Iglesia se ve envuelta en una nueva oleada de abusos”, cuando en realidad son nuevos datos sobre casos del pasado.

La reacción de los obispos

Al explicar los fallos en el modo de reaccionar ante una situación de crisis es fácil juzgar la gestión de ayer con los criterios y los conocimientos de hoy. Está claro que la situación fue en general muy mal gestionada por los obispos. Se pensó más en preservar el buen nombre de la institución que en escuchar y atender a las víctimas; se creyó que con psicoterapia y cambios de destino se podía recuperar a los curas culpables; hubo ocultamiento y disimulo; se optó por intentar arreglar las cosas con medidas internas sin informar a las autoridades civiles. El resultado fue deplorable y hoy es motivo de vergüenza.

Pero, ¿hasta qué punto conocían los obispos la magnitud del problema? Junto a las víctimas que informaron a los obispos o recurrieron a la policía, también hubo muchas que no denunciaron en su día y solo han hablado al cabo de los años. Así que la extensión del fenómeno que sabemos hoy día no es la misma que entonces conocían los obispos.

Incluso la consideración de la pedofilia no era la misma entonces y ahora. En el fragor de la revolución sexual de los años 70, las relaciones entre adultos y menores eran un campo más en el que había que romper los tabúes sexuales. No eran solo ideas de un grupo de exaltados. En Alemania, a mitad de los años 80, los Verdes tenían un grupo de trabajo de “Gais, Pedófilos y Transexuales”, que hacían una labor de lobby ante el Parlamento Federal para abolir el precepto del Código Penal que prohibía las relaciones sexuales con menores. En Francia, en 1977, una buena parte de la intelectualidad de izquierdas más conspicua –desde Sartre y Simone de Beauvoir a Roland Barthes– pidió en un documento la absolución de tres hombres perseguidos por haber mantenido relaciones sexuales con niños y niñas de 13 y 14 años. En Holanda estaba activo un movimiento pedófilo, que en 1979 dirigió una petición al Parlamento para que se autorizasen las relaciones sexuales entre adultos y menores.

El clima solo cambió en los años 90, a raíz de testimonios de víctimas de abusos, y la pedofilia pasó a ser vista como una patología criminal.

Por su parte, la Iglesia católica siguió condenando moralmente estas relaciones. Lo que entonces se reprochaba a la Iglesia era su “mojigatería sexual”, aunque, como luego se vio, en su seno había gente que tenía sus propias ideas al respecto.

La respuesta a partir del escándalo

A la hora de valorar la reacción de los obispos también hay que distinguir periodos y personajes. No se puede meter todo en un solo bloque, desde 1950 hasta hoy, como si la respuesta de los obispos hubiera sido siempre la misma y en todas partes igual.

La prensa cumplió su papel al contribuir a sacar a la luz los abusos silenciados durante décadas. Pero una información periodística solvente también debe poner de relieve que desde 2002 las autoridades de la Iglesia han cambiado su actitud y su política. La jerarquía ha reconocido su responsabilidad y ha pedido perdón a las víctimas; se han publicado datos de sacerdotes acusados; se han adoptado medidas de “tolerancia cero” que han reducido drásticamente los casos de abusos; se ha expulsado del sacerdocio a depredadores sexuales; en la Santa Sede y en las diócesis se han creado organismos especializados en la prevención; se ha mejorado la selección de candidatos al sacerdocio y su formación para el trabajo con menores. Ahora el Papa Francisco se va a reunir con los presidentes de las conferencias episcopales para revisar lo que se está haciendo y cómo mejorarlo.

Siempre se puede decir que la Iglesia debe hacer más. Pero cabe preguntarse si hay otras instituciones que en los últimos tiempos hayan hecho tantos esfuerzos en este campo, y qué podría aprender de ellas.

La Iglesia y los otros

Al ser la Iglesia católica la institución que hoy por hoy ha publicado más datos sobre este problema en su seno, la que conserva más registros, la que dispone de un patrimonio para hacer frente a demandas judiciales, aparece como la más afectada. Pero cuando el foco se amplía a otros sectores se ve que los abusos a menores se dan también en otras instituciones, religiosas y civiles.

La Comisión Real australiana, que escuchó los testimonios de más de 8.000 víctimas y revisó la experiencia de más de 4.000 instituciones, encontró que en el periodo 1950-2010 el 58% de los casos de abusos se dieron en instituciones religiosas (de distintas confesiones), el 32,5% en instituciones estatales y el 10,5% en instituciones privadas no religiosas. Del total de abusos, en torno al 35% se cometieron en instituciones católicas y el resto en otras instituciones, religiosas o no. En cuanto a los perpetradores de los abusos, sus ocupaciones más comunes eran ministros religiosos de alguna confesión (31,8%), maestros (20,4%), trabajadores en residencias (13,5%) y familias de acogida (11,3%).

Pero como las investigaciones periodísticas y judiciales sobre los abusos a menores se han centrado en la Iglesia católica, el público puede tender a pensar que se trata de un problema específico de la Iglesia. En cualquier caso, ¿es más o menos grave que en otros ámbitos? No lo sabemos, porque no se han hecho apenas investigaciones comparativas.

Lo que sí sabemos es que ante casos de abusos –a menores o a adultos–, la reacción de los responsables de las instituciones afectadas no ha sido muy diferente de la de los obispos. En la gran mayoría de los casos se ha procurado buscar un arreglo interno que preservara la reputación de la institución, compensara a la víctima y, en ocasiones, ni tan siquiera se despidió al responsable. Así ha ocurrido en los casos de cascos azules de la ONU que abusaron de niñas, en los de cooperantes de ONG que hicieron lo mismo en países pobres, en acusaciones de violaciones en universidades y en el ejército, en equipos deportivos como el de gimnasia infantil de EE.UU., en el caso de estrellas televisivas como Jimmy Savile en la BBC, en los Boy Scouts… En estos ámbitos y también en otras Iglesias, la reacción habitual no era ir corriendo a denunciar el caso a la policía y a informar a la opinión pública.

Incluso, en no pocas grandes empresas de EE.UU., los empleados están obligados por contrato a solucionar internamente los casos de abuso y acoso sexual, sin recurrir a los tribunales. Microsoft puso fin a esta política en diciembre de 2017, y entonces se dijo que 60 millones de trabajadores estadounidenses estaban sometidos a estas cláusulas.

Clichés y silencios

Un aspecto que la prensa no ha solido destacar es que en los abusos perpetrados por clérigos, la gran mayoría son contra chicos. También en el citado informe del John Jay College se dice que los abusos fueron en su mayor parte contra varones (81%). El informe del Gran Jurado de Pensilvania confirma que “la mayor parte de las víctimas eran chicos, aunque también había chicas”. En cambio, en el conjunto de EE.UU. la tasa estimada de abusos sexuales contra menores es mayor entre las chicas (14,5%) que entre los chicos (7,2%).

Aun así, no ha habido mucho interés en relacionar los abusos y la homosexualidad. Esto no quiere decir que la atracción hacia personas del mismo sexo lleve de por sí a comportamientos abusivos, pero los datos indican que una gran mayoría de los abusos de menores en la Iglesia han sido de naturaleza homosexual.

En cambio, en la información periodística ha habido una tendencia a enmarcar los abusos dentro de los efectos contraproducentes del celibato sacerdotal. Pero esto contrasta con el hecho de que en el conjunto de la sociedad la mayor parte de los abusadores no tienen ningún compromiso de celibato y entre los sacerdotes los culpables de abusos han sido una minoría. Según Philip Jenkins, autor del libro Pedophiles and Priests (1996), “mis investigaciones de estos casos durante los últimos veinte años indican que no hay ninguna prueba de que los sacerdotes católicos u otros clérigos célibes estén más inclinados a incurrir en mala conducta o abusos que los clérigos de cualquier otra Iglesia, o que los laicos”.

Sin duda, en la Iglesia católica y en la sociedad hay todavía margen para mejorar la protección de los niños. Pero también es mejorable el esfuerzo informativo para situar los hechos en un contexto adecuado.