De hecho, no solo deben saber potenciar todas sus capacidades cognitivas, sino que han de contribuir a formar personalidades abiertas
La educación es un ámbito singular de la vida social en el que todas las autoridades con alguna responsabilidad idolatran la innovación, sea de la naturaleza que sea. Cuando no se trata de metodologías innovadoras o tecnologías y aplicaciones de última generación, se trata de la eliminación de las asignaturas o de la supresión de los exámenes, de la superación de cursos sin exigencias curriculares (sin aprobar, vamos), de dinámicas inclusivas e igualitarias y de tantas e innumerables cosas por el estilo que se celebran en los medios de comunicación, y de las que se ufanan tanto los políticos como los responsables educativos que parecen pensar que de ese modo justifican su labor.
Muchos de los que nos dedicamos a la enseñanza pero somos profanos en las teorías y metodologías de la educación y en sus inescrutables complejidades psicopedagógicas, contemplamos todas esas innovaciones con el asombro incrédulo de los nativos que veían llegar occidentales con los equipamientos más sofisticados para subir las mismas cumbres que ellos visitaban a diario vestidos de sus harapos.
A los profesores de nuestros hijos les exigimos hoy no solo una escrupulosa e inmaculada corrección política y una constante actualización en herramientas y soportes tecnológicos, sino las cualidades de una personalidad empática con destrezas motivacionales carismáticas que permitan arrumbar cualquier clase de autoritarismo adulto. De hecho, no solo deben saber potenciar todas sus capacidades cognitivas, sino que han de contribuir a formar personalidades abiertas, tolerantes, solidarias y emprendedoras. Y para lograrlo están autorizados a hacer cualquier cosa por peregrina que sea siempre que no implique el más mínimo ejercicio de autoridad.
Además, a diario escuchamos a alguna clase de experto que alerta sobre la sobrecarga de deberes o de actividades extraescolares, o sobre el estrés causado por los exámenes, o sobre la excesiva duración de las clases o de los trimestres, o el efecto punitivo y segregador de las calificaciones y los suspensos, o del inmovilismo de horarios según materias diferenciadas o de las lecciones en aulas cuadradas y sillas dispuestas en filas enfrentadas a una pizarra. Y todo ello, por supuesto, entre nuestras exigencias de que los centros educativos estén todos dotados de las mejores instalaciones y de los últimos recursos tecnológicos.
Así que las incalificables huelgas de deberes amparadas por asociaciones de padres, o las reprobaciones de profesores se prodigan entre unos padres que parecen concebir la educación de sus hijos como un derecho que han de hacer valer frente a sus maestros y profesores. Maestros que ahora, por ejemplo, no solo nos tienen que enseñar los exámenes de nuestros hijos y explicar las causas de los resultados obtenidos, como ya venían haciendo, sino que estarán obligados a facilitarnos una copia de dichos exámenes para que dispongamos de ellos en casa.
Al mismo tiempo esperamos de la educación que, además de la formación en las materias y contenidos específicos, contribuya a mejorar las dietas y hábitos infantiles y juveniles para combatir la obesidad y los demás trastornos alimentarios, que conciencie a los alumnos en el cambio climático y el cuidado medioambiental, en la igualdad, las normas del tráfico vial, la salud y precocidad sexual, el rechazo del racismo, de la homofobia, del dispendio energético, de la violencia de género, del maltrato animal, de la marginalización económica o cultural, de los hábitos adictivos y de cualquier otra clase de conductas incívicas, insanas o reprochables.
Tal vez debiéramos preguntarnos si son razonables tan ilimitadas exigencias y expectativas y, sobre todo, si no las exigimos del modo que las hacen imposibles, es decir, con prevención y desconfianza respecto de aquellos que las tendrían que cumplir, los profesores. Seguramente, sería más sensato que nos pusiéramos a su servicio, a sabiendas de que es tanto como ponernos al servicio de nuestros hijos, reforzando su autoridad y ascendiente mediante nuestra confianza, en vez de exigirles envalentonados que se pongan al servicio de nuestros derechos.
En latín el surco para la siembra que abrían los agricultores y que más tarde señaló los límites de la ciudad y del espacio público se llamaba «lira», así que torcerlo, cruzarlo o, más en general, cometer el desatino de ignorar los límites de lo posible y de lo deseable se decía «delirare», y de ahí el castellano delirar. Pues bien, es posible que en lo que a la educación se refiere seamos víctimas de un delirio colectivo que nos oculte no ya los límites de lo esperable, sino lo sustancial de la educación de nuestros hijos y de las cualidades de sus maestros.
El historiador e intelectual socialdemócrata Tony Judt, casi al final de la cruel enfermedad que paralizó progresivamente su cuerpo, recopiló los recuerdos más apreciados que habían pervivido a lo largo de su vida. Entre ellos, menciona a un tal Joe, profesor de alemán de su adolescencia, del que dice que sus clases se iniciaban con «un silencio expectante», por no decir temeroso, pues nadie esperaba de él «nada de elogios, nada que se pareciera a una cálida familiaridad, nada que suavizara su crítica». Se trataba, dice Judt, de alguien «políticamente incorrecto hasta extremos infames», inconcebible hoy. Pero que apenas entraba en el aula «se lanzaba sobre la pizarra y se nos entregaba en cuerpo y alma: 50 minutos de intensa, incesante e íntegra enseñanza de un idioma». A Joe, concluye Jutd, «le teníamos terror y, sin embargo, le adorábamos».
Semejante energúmeno sería hoy inconcebible pues habría sido reprobado por la asociación de padres, reconvenido por los servicios psicopedagógicos, expedientado por los inspectores, arrinconado por los directivos y desahuciado profesional y socialmente. Ciertamente, Joe carecía de muchas cualidades deseables, pero poseía la única pasión genuina que autoriza a alguien a ejercer esta profesión: una entregada solicitud por la materia de la que se ocupa y por enseñarla, sin dispensarse ni dispensar a nadie de todos los esfuerzos necesarios para dominarla hasta donde alcance el propio talento.
Ese obstinado afán, perfectamente compatible con el mal humor, es el surco profundo que hace buenos a los estudiantes, y que no hay derecho paterno alguno que lo pueda exigir, pues se entrega gratuita y libérrimamente, porque al profesor le da la gana de convertir en pasión su profesión, de manera que no se puede comprar ni vender ni administrar, sino solo admirar y agradecer. En cambio, nosotros, deliramos.