Lo llaman «el intelectual más odiado por la izquierda», pero es mucho más que eso. Este psicólogo clínico canadiense se ha convertido en una figura de culto entre los ‘millennials’, sobre todo masculinos. Su reciente libro, ‘Doce reglas para la vida’, es un tratado de la responsabilidad frente a la cultura del victimismo. Y Jordan B. Peterson arrasa en ventas.
Dalí dijo que «los crustáceos son duros por fuera y blandos por dentro; o sea, lo contrario de los hombres». Usted también compara a los hombres con las langostas.
La izquierda posmoderna y sus guerreras feministas han logrado imponer la idea de que la jerarquía es una construcción social del malvado y corrupto patriarcado occidental. Sepultan la biología bajo su ideología. Niegan la naturaleza para culpar al varón. Es absurdo. Sus ideas no tienen base fáctica alguna. La Biología evolutiva y la Neurociencia demuestran que las jerarquías son increíblemente antiguas. Más que los árboles.
Tanto como las langostas.
Para una langosta, un dinosaurio es un nuevo rico que llegó y, puf, desapareció. Ya hace 350 millones de años las langostas vivían en jerarquías. Su sistema nervioso hace que aspiren a un estatus elevado. Los machos tratan de controlar el territorio y las hembras de seducir a los machos más fuertes y exitosos. Es una estrategia inteligente, que utilizan las hembras de distintas especies, incluida la humana.
Somos blandas por fuera y duras por dentro…
¿Son machistas las langostas? Existe un hilo de continuidad entre las estructuras sociales de los animales y los humanos. Nuestro cerebro tiene un mecanismo que opera a base de serotonina: cuanto más elevada nuestra posición en el grupo, emociones más positivas. Las langostas tienen el mismo mecanismo. Pruebe a darle un Prozac a una langosta deprimida por una derrota: se pondrá como Clint Eastwood y volverá a la pelea.
¿De dónde viene la idea de la jerarquía como pura construcción social?
En parte, del pensamiento de la Ilustración. A muchos intelectuales y filósofos les cuesta asumir las lecciones de la Biología evolutiva: descubrir lo mucho que tenemos en común con los animales, que no todo es cultura o razón… Les escandaliza profundamente. Y se entiende. La revelación de que un antidepresivo funciona a lo largo de la cadena evolutiva sacude nuestra visión del hombre.
Usted señala sobre todo a la izquierda.
La izquierda en general considera que las jerarquías son malas. Es normal: las jerarquías producen ganadores y perdedores. Y ser un perdedor o convivir con perdedores -gente que lucha pero malvive- es existencialmente doloroso. Además está demostrado que el exceso de desigualdad genera sociedades inestables. La izquierda tiene derecho a preocuparse. A lo que no tiene derecho -porque es científicamente falso- es a culpar de la desigualdad al capitalismo, a Occidente o al presunto patriarcado. Ocurre también con la riqueza. Dicen: es injusto que la riqueza se distribuya de forma desproporcionada y que pocas personas acumulen la mayor parte.
Lo cual es verdad.
Pero no es culpa de nadie. Es un fenómeno enraizado en la naturaleza: los que más tienen, más acumulan. Se ve en el tamaño de las ciudades. En las masas de estrellas. En la altura de árboles. Ahora hay unos señores que se hacen llamar «econofísicos». Estudian la Economía a partir de las leyes de la Física. Y han descubierto cosas fascinantes: las mismas leyes que rigen la distribución del gas en el vacío rigen la distribución del dinero en la economía. El problema de la desigualdad no tiene una explicación simple. Las cosas son complejas. Y la izquierda debe asumir esa complejidad y, a partir de ahí, iniciar una profunda renovación intelectual. La izquierda de hoy es tan previsible. Está tan obsesionada con la identidad, la raza, el género, la victimización… Lleva más de 30 años de retraso intelectual…
Desde que Derrida dijo: la verdad no existe, todo es interpretación.
La constatación del fracaso del comunismo, de su criminalidad estructural, fue un shock para la izquierda.
Archipiélago Gulag es su libro de cabecera.
Sí, después de Solzhenitsyn ni los más dogmáticos, ¡ni los intelectuales franceses!, pudieron seguir justificando el comunismo. ¿Qué hicieron entonces Derrida y los posmodernos? Una maniobra tramposa y brillante. Sustituyeron el foco del debate: de la lucha de clases a la lucha de identidades.
En la que seguimos enredados.
La premisa de los posmodernos era correcta: el mundo está sujeto a un número infinito de interpretaciones. Pero variedad no denota viabilidad. Lo corroboran a diario la Psicología del desarrollo, la Biología evolutiva, la teoría del juego, el estudio comparado de humanos y animales… hay infinitas interpretaciones potenciales, pero muy pocas interpretaciones viables.
Un ejemplo.
Vaya al Smithsonian Museum en Washington. Verá expuestos cientos de esqueletos de mamíferos. Son todos increíblemente parecidos. Las extremidades varían de longitud, pero el plan básico del cuerpo no ha variado. Lleva así decenas de millones de años porque no hay tantas configuraciones que funcionen. Y cuando una funciona, se conserva. Lo mismo ocurre con la jerarquía: es la solución evolutiva al problema de que muchos elementos del mismo tipo de una cosa convivan en un mismo lugar. Y hasta ahora no hemos dado con una alternativa. Si los posmodernos tuvieran razón, habría cientos de formas distintas de organizarse socialmente. Y no las hay.
¿Y qué sentido tiene negar la naturaleza?
Los posmodernos son tercamente ideológicos: fijan un axioma, que puede ser válido, y luego lo aplican indiscriminadamente hasta invalidarlo. Foucault, por ejemplo: todo lo explica en función del poder. No acepta la multicausalidad. El sexo, el hambre, el calor, estatus, el juego, la exploración, la esperanza, el dolor… También influyen.
Pero insisto: ¿por qué negar la biología?
Por política. En el fondo, la obsesión de los posmodernos con el poder y las relaciones de dominio refleja sus ansias de poder y su afán de dominio. Niegan la biología porque la biología desmiente su idea de que las personas son de plastilina. Y ellos las quieren de plastilina para poder moldearlas. La existencia de la naturaleza imposibilita la ingeniería social.
Se intentó en el Siglo XX.
Auschwitz. El Gulag. No podemos percibir el mundo sin una jerarquía ética. Lo demuestran la Psicología y la Biología, y lo saben hasta los ateos. Necesitamos un orden. Sin orden se impone el vacío ético y moral. El relativismo absoluto. El caos.
Hablemos del caos. Sus vídeos y conferencias arrasan entre adolescentes y millenials, sobre todo varones. ¿Por qué?
Hay una crisis de la masculinidad. La «tóxica masculinidad», dicen las feministas. Los chicos reciben de la sociedad moderna un mensaje devastador y paralizante. Primero, se les recrimina su agresividad, cuando es innata y esencial a su deseo de competir, de ganar, de ser activamente virtuosos. Luego se les dice que la sociedad es una tiranía falocéntrica corrupta de la que ellos, por supuesto, son culpables de origen por el mero hecho de ser hombres. Y finalmente se les advierte: «No se os ocurra intentar prosperar o avanzar, porque entonces además de culpables seréis cómplices activos de la tiranía feminicida». El resultado es que muchos varones, sobre todo jóvenes, tienen la moral por los suelos. Están empantanados, perdidos. No tienen rumbo ni objetivos.
Usted insiste en la diferencia entre poder y competencia.
Es esencial. Lo peor que han hecho los posmodernos es propagar la confusión entre poder y competencia, aptitud, habilidad. Las jerarquías no son de dominación sino de competencia. Lea la luminosa obra de Frans de Waal. Los chimpancés tiránicos acaban muy mal: destrozados a pedazos. Los chimpancés más exitosos -también sexualmente- son los que interactúan mejor. Los que hacen amigos y tratan bien a las hembras. La competencia es más eficaz que el poder puro y duro.
El periodista Andrew Sullivan asegura que las relaciones gays son tan «agresivas» como las relaciones heterosexuales. Niega que exista una voluntad de dominio específica del hombre sobre la mujer y advierte contra la idea de guerra de sexos por falsa y peligrosa.
Sólo los hombres débiles intentan dominar a las mujeres. Otra lectura imprescindible: Machos demoníacos, de Richard Wrangham. Hay tres géneros de orangutanes: las hembras; los machos dominantes, que cautivan a todas las hembras; y los machos débiles, que morfológicamente parecen adolescentes y que, como no logran aparearse, recurren a la violación. ¡Violan! La lección es evidente: sólo los perdedores recurren al poder para obtener más sexo del que, necesitándolo, pueden alcanzar.
¿Y qué pasa con los perdedores que aun así fracasan en sus propósitos?
Para eso existe la monogamia, que está enraizada en la biología y reafirmada culturalmente. Para evitar que los hombres rechazados acaben desarrollando conductas antisociales. En las relaciones humanas también funciona el patrón de distribución de Pareto: pocos hombres acaparan buena parte de las oportunidades sexuales. Esto es malo para los chicos que no ligan, claro. Pero tampoco es bueno para las chicas. Se ve en los campus universitarios americanos más progres, donde en los últimos años se ha producido una caída notable en el número de estudiantes varones precisamente por la presión ideológica. Las probabilidades que tiene una chica de trabar algo parecido a una relación estable son ínfimas. Alguno pensará: «¡Qué suerte para los chicos, el sueño de todo adolescente!» Falso. Porque las relaciones de pareja se convierten en una secuencia infinita de ligues de una noche sin continuidad ni perspectiva ni utilidad en el medio o largo plazo. Es un juego degenerativo, que devalúa a los participantes de ambos lados.
Usted denuncia el «intento de feminizar a los hombres».
Hemos pasado de intentar convertir a las mujeres en hombres a intentar convertir a los hombres en mujeres. Y eso no conviene a ninguno de los dos sexos. Tampoco a las mujeres. Las mujeres tienen tanto interés como los hombres en acabar con la crisis de la masculinidad.
Explíquelo.
Una mujer sensata no quiere un párvulo como pareja. Quiere un hombre. Y si es lista y competente, quiere un hombre incluso más listo y más competente que ella.
Veo ya a las feministas radicales rasgándose las túnicas.
Las feministas radicales se equivocan ¡radicalmente! No distinguen entre un hombre competente y un déspota. Su pánico cerval a cualquier exhibición de habilidad masculina es revelador de una pésima experiencia personal. Dicen: «¡Arranquemos a los hombres sus garras y sus colmillos! ¡Socialicémoslos! ¡Hagámoslos blandos, flácidos y femeninos, porque así no podrán hacernos más daño!» Es una manera patológica de contemplar el mundo y las relaciones humanas. Y es también un grave error estratégico. Porque cuando anulas a un hombre, aumentas su amargura y su resentimiento. Lo conviertes en un ser inepto, atormentado, carente de sentido. Y las vidas sin sentido son desdichadas. Y el hombre anulado se enfada. Y entonces sí se vuelve agresivo. El despotismo de los débiles es mucho más peligroso que el despotismo de los fuertes.
Usted vincula la crisis de la masculinidad con el auge de la extrema derecha.
Cuando las únicas virtudes sociales son lo fofo e inofensivo, la dureza y la dominación se vuelven fascinantes. Mire el fenómeno de Cincuenta sombras de Grey. Seis meses estuve riéndome cuando se publicó. Pensé: ¡Qué apropiado! La cultura entera arde en exigencias de que el hombre envaine las armas y el libro más vendido de la historia es una fantasía sadomasoquista. Es extraordinario. Freud estaría a la vez horrorizado y exultante.
¿Y las consecuencias políticas?
Son evidentes. No sé si se enteró del escándalo que provocó mi oposición a la ley C-16.
Sí.
La ley impone el uso de pronombres neutros para transexuales. En lugar de él, ella o ellos, palabras como ze, hir o zir. Yo dije, y repito, que no voy a usar esos términos. Primero, porque la imposición de palabras por ley es inaceptable y no tiene precedentes. Y, segundo, porque son neologismos creados por los neomarxistas para controlar el terreno semántico. Y no hay que ceder nunca el terreno semántico porque si lo haces, has perdido. Ahora, imagine que ya hubiésemos cedido. Que hubiésemos aceptado que una persona se define por su identidad colectiva, por cualquiera de sus fragmentos: género, raza, etnia, el que sea. ¿Qué pasaría? La narrativa opresor-oprimido se habría impuesto. Y los radicales de derechas dirían: «Vale, vamos a jugar el juego de la izquierda. Eso sí, nosotros no vamos a ser los culpables perdedores. Nosotros vamos a ser híperagresivos y vamos a ganar». Y entonces sí entraríamos en una lucha identitaria. En una guerra de sexos. En la polarización total.
Está ocurriendo.
La izquierda cree que puede ganar arrojando toneladas de culpa sobre los presuntos opresores. Quizá lo consiga, pero yo no apostaría mi dinero.
Hablemos ahora de las mujeres. Me da la impresión de que existe una brecha entre el discurso de las élites feministas -actrices, políticas ¡y políticos!- y las mujeres de verdad.
Claro que hay una brecha. Abismal.
¿Qué quieren de verdad las mujeres de verdad?
Lo mismo que querrían los hombres si los hombres fuesen los que paren: desplegar todo su potencial y competencia, pero también tener bebés.
¿En qué proporción?
A los 19 años, las mujeres anteponen su carrera a la familia. A los 28, ya no tanto. Es una realidad de la que nadie habla. Salvo algunas mujeres de 37 a 40 años que han desaprovechado la ventana de oportunidad reproductiva y se sienten infelices.
Bastaría con que los hombres ayudasen más con los niños.
Los hombres están peor configurados que las mujeres para el cuidado de niños de menos de dos años. Esto es así. Podemos aleccionarlos. Pero, ojo: también hay mujeres -inteligentes, fuertes, formadas- que libremente deciden ser ellas las que cuidan de los niños. Lo hacen porque quieren, no porque nadie se lo imponga. Y esa decisión les lleva a tomar otra, previa. Cada hijo exige unos tres años de intensa dedicación. Es mucho tiempo. Y para una madre, causa objetiva de vulnerabilidad. ¿Qué hacen entonces las mujeres? Practican la hipergamia: buscan pareja en el mismo o superior nivel competencial que ellas. Hablemos claro: de igual o más capacidad socioeconómica que ellas. Esto ocurre en todas las culturas. Es una de las revelaciones más notables de la Biología y la Psicología evolutivas. Y en el caso de las mujeres hípercompetentes, es un problema. Cuanto más alto el coeficiente intelectual de una mujer, más baja la probabilidad de que encuentre una pareja estable.
Los hombres no se atreven…
… Ni a invitarlas a salir. He trabajado durante décadas con abogadas altamente cualificadas. Me contrataban para mejorar su productividad laboral y sus relaciones afectivas. Sus vidas. Lo tenían durísimo para encontrar pareja. Fíjese en este dato del Pew Research Centre. En los últimos 15 años, el interés de las mujeres por el matrimonio ha subido muchísimo. En cambio el de los hombres se ha desplomado. Una pésima combinación.
Quiero preguntarle por la brecha salarial entre hombres y mujeres.
Para empezar, es menor de lo que dicen. Los que hacen las estadísticas suelen confundir la media y la mediana. Y la media se desfigura por la existencia de un segmento ínfimo de billonarios, que en su mayoría son hombres.
Bien. Pero existe.
Sí. Lo que no existe es lo que llaman la brecha salarial «de género». Es decir, una brecha fruto de un prejuicio machista. Para que el argumento feminista funcione habría que asumir que el empresariado mundial es masoquista, tonto, suicida: «¡Ajá! Les pagamos menos y también las contratamos menos». Es absurdo. La realidad es que la diferencia salarial tiene unas 20 causas, de las que apenas una sería atribuible al prejuicio.
¿Cuáles son esas causas?
La edad es una. La personalidad es otra, muy importante. Y la más importante son los intereses. Un dato contracorriente: las mujeres solteras de menos de 30 años cobran más que los hombres en esa misma franja de edad. La personalidad: las personas agradables cobran menos que las personas desagradables. Les cuesta más pedir un aumento de sueldo. Triste pero cierto. Y resulta que, de media, las mujeres son más agradables que los hombres. Dato científico, eh. Esto produce un ligero sesgo a favor de los hombres, que no es fruto de ningún prejuicio machista; si acaso es una injusticia con las personas amables del sexo que sean. Finalmente, los intereses: a los hombres les interesan más las cosas y a las mujeres, las personas. Y las profesiones relacionadas con las cosas están mejor pagadas que las profesiones relacionadas con las personas. Ingeniero y enfermera. Banquero y maestra.
Las mujeres holandesas son las que más trabajan a tiempo parcial. Y eso a pesar de una intensa política de incentivos para que lo hagan a tiempo completo. Parece que les gusta.
Es su elección. Incluso para mujeres que no tienen hijos ni quieren tenerlos. Pero nadie lo dice. Unos por ideología. Otros por miedo.
¿Miedo? Se refiere a los sectores liberales y conservadores.
Claro. No se atreven a decir nada que contravenga el relato feminista por pánico a ser linchados por la turba.
En España, el presidente del Gobierno se opuso a la intervención en las empresas para imponer la igualdad salarial. Lo llamaron machista y se retractó.
Lo explicó hace años Thomas Sowell: «Si le das al Gobierno el suficiente poder como para imponer la igualdad efectiva de resultados le habrás dado el suficiente poder como para convertirse en una tiranía».
¿Pero podría hacerse?
Habría que crear una estructura burocrática monstruosa. El libre mercado existe precisamente porque es imposible llevar a la práctica la fórmula «a igual trabajo, igual salario». ¿Quién y cómo determina que dos trabajos son idénticos? Ya se intentó bajo la Unión Soviética. Y así acabó.
¿Por qué hay tan pocas mujeres al frente de grandes empresas?
Tengo un amigo que dirigía una de las principales empresas tecnológicas de Canadá. No cogió vacaciones en 20 años. Ni un sólo día. Y no eran jornadas de ocho horas, la mitad en el yate. Eran de 18 horas. Todo el día en un avión. Ya, en primera clase. Pero lejos de casa. De su familia. En hoteles anónimos. Nada de juerga y tequila. Para vivir así hay que estar configurado de una manera muy particular. Hay gente así, claro. Y la mayoría son hombres. ¿Son mejores? No. Son distintos. Incluso podríamos decir que sus prioridades son peores que las de las mujeres que optan por una vida más equilibrada, trabajando media jornada y cuidando de sus hijos. En todo caso, es su elección. ¿Usted qué haría?
Humm…
Ya.
Bajas de paternidad: hay oferta pero no hay demanda. ¿Por qué?
Cuando tienes un negocio del que depende tu familia no te coges cuatro meses de baja. Lo mismo pasa en las profesiones muy competitivas. Los despachos de abogados, por ejemplo. La mayoría de los socios son hombres. ¿Machismo? No. Hacen lo posible por fichar y mantener a los mejores. Del sexo que sea. El problema es que, a partir de cierta edad, las mujeres se marchan o reducen su nivel de compromiso. De nuevo, es una elección legítima. ¿Vamos a criticarlas por ello? ¿Vamos a llamarlas falocéntricas?
Susan Pinker cuenta que en la Unión Soviética muchas mujeres estudiaban carreras relacionadas con las Ciencias y en cuanto llegó la democracia, y pudieron escoger libremente, se produjo un trasvase hacia las Humanidades.
Y fíjese en la última gran sorpresa.
¿Cuál?
Los países escandinavos han hecho lo imposible por imponer una igualdad formal entre hombres y mujeres. De la cuna hasta la tumba, han eliminado todos los elementos culturales que pudieran condicionar o acentuar las diferencias de género. Hasta los juguetes son neutros. ¿Y qué ha pasado? Exactamente lo contrario de lo previsto: ¡las diferencias de personalidad entre hombres y mujeres se han acentuado! Es un descubrimiento científico impresionante: si erradicas las diferencias culturales, maximizas las diferencias biológicas.
¿Es todo hombre un agresor sexual en potencia?
¡Tanto como la mujer una manipuladora caza-ricos en potencia! En todo individuo existe una capacidad muy elevada de hacer el mal. La pregunta es: ¿por qué se difunden estas ideas sobre los hombres?
¿Por qué?
El 95% de los delitos son cometidos por el 5% de la población. La mayoría de esos criminales actúa una o dos veces. Pero existe un pequeño segmento que actúa de forma serial. Depredadores sexuales. Pederastas. Psicópatas que dejan un reguero de víctimas. A partir de ahí, cualquiera puede convertir a todos los hombres en depredadores al manipular la definición de «violencia sexual». Porque no hay un hombre en el planeta que no haya hecho alguna vez un avance sexual no correspondido. En parte por torpeza o falta de sofisticación. En parte porque no sabía cuál iba a ser la respuesta.
Hoy eso basta para forzar la dimisión de un ministro o liquidar la carrera de un actor.
La izquierda posmoderna exige a la vez expresión sexual ilimitada, de cualquier gusto o color -ahí está el Orgullo Gay- y seguridad sexual absoluta. A ver cómo cuadran ese círculo. Su última ocurrencia es una maravilla: el consentimiento afirmativo. Cada paso y etapa de un encuentro amoroso o sexual debe quedar debidamente registrado para evitar equívocos. ¡Es tan orwelliano! Sólo un pobre ingenuo de 13 años puede considerar que esto es no ya positivo, sino viable. A veces da la impresión de que nuestra cultura ha sido tomada por gente con graves trastornos de personalidad. Lo digo seriamente. Clínicamente.
¿Cómo definiría el #MeToo?
Actrices vestidas de riguroso negro… Eso sí, de forma sexualmente provocadora… Hollywood, quejándose de manipulación sexual… ¡Hollywood, que se erigió literalmente sobre la manipulación sexual! Parece una broma. Pero vamos a hablar en serio. Existe un fenómeno que he visto en mi consulta… A ver, esto podría causarme un problema… Algunas mujeres no saben decir que no. Son mujeres vulnerables o dañadas, que se exponen una y otra vez. Tienen relaciones anómalas, no sólo con los hombres. Una mujer está en casa. Llega el repartidor. Es amable y simpático. Y acaba teniendo con él una relación sexual que no supo cómo evitar y de la que al minuto se arrepiente gravemente. No es culpa suya. Ni del repartidor. Ni de nadie. Es un fenómeno más frecuente de lo que parece y en las universidades se agrava por el consumo de alcohol.
¿A veces decir que no es decir que sí?
¿Cómo?
Un no es casi siempre un no rotundo. Pero alguna vez puede ser un quizás. O incluso un sí. Depende de muchos factores.
Yo no me atrevería a decir eso.
Lo digo yo.
Si usted dijera eso en el típico campus progre americano sería denunciada ante un comité de discriminación, sometida a una investigación, linchada y despedida.
¿Y de que me acusarían exactamente? ¿De promover la violación?
Probablemente.
La verdad es compleja. Salvo que aceptemos que todas las mujeres, y todos los hombres por cierto, somos débiles, incapaces de expresar nuestra voluntad y sentimientos, o incluso de jugar con las palabras y los tiempos.
Creo que fue Mike Pence el que dijo que no se reuniría a solas con una mujer a puerta cerrada. La gente se escandalizó. A mí me han aconsejado lo mismo cientos de veces. Yo paso, porque me parece ofensivo, para mí y desde luego para las mujeres. Para eso, pongamos una cámara en cada despacho. O mejor aún: impongamos la obligación de que todo encuentro sexual sea grabado y colgado en YouTube, así nadie podrá tener la más mínima duda de que cada fase del acto se desarrolló de forma perfectamente cordial, civilizada y consentida.
¿Qué le pareció el manifiesto de las actrices francesas en respuesta al #MeToo?
No lo conozco.
Se lo enviaré. Distingue entre el acoso sexual y el derecho a importunar.
El derecho a importunar es elemental. Como el derecho a ofender. Se lo dije a la entrevistadora de Channel 4 con la que tuve una discusión, digamos, intensa.
Viral.
No hay derecho a pensar sin derecho a ofender. Porque nada de lo que yo pueda decir será universalmente aceptado y asumido. ¿Y quién decide qué es ofensivo? Tu interlocutor. ¿Y si hablas con mil personas? Como mínimo una de ellas se ofenderá. ¿Y entonces qué haces? Dejas de hablar. Te limitas a decir obviedades: «este suelo parecería ser de color gris». Con un agravante: cuando acaba el debate empieza la bronca.
¿Y qué papel juegan los medios?
Lo que necesitamos en los medios es pocas personas súperinteligentes dispuestas a decir la verdad. Lo que tenemos son hordas de columnistas de segunda poseídos por el miedo y la ideología. Y pronto dejarán de ser leídos y escuchados.
Su libro es un tratado de responsabilidad contra la cultura de la sobreprotección.
Otro legado de la progresía: una generación de mimados y quejicas, cero preparados para encarar la vida. Esos padres edípicos, que hacen un pacto con su niño: «No nos abandonarás jamás y a cambio nosotros haremos todo por ti». Puro egoísmo envuelto en mimos. El resultado es que los niños crecen sin madurar. No tienen sentido de la responsabilidad. Son victimistas. Se vuelven inútiles y acaban resentidos.
¿Y cómo se inculca el sentido de la responsabilidad?
Mi mensaje a los jóvenes es sencillo. Espabilad. Dejad de pudriros en casa. Dejad de quejaros y de culpar a los demás. Sed honrados, rectos y disciplinados. Haced algo útil. Asumid vuestra responsabilidad. Buscad sentido a la vida. Haced como las langostas: caminad erguidos con los hombros hacia atrás.
Lo que no dicen los políticos.
Lo que deberían decir. Porque al mundo le sobran niños. Lo que necesita son hombres adultos.