La Universidad es apasionante. Lo es a pesar de los adocenados y los envidiosos. De la burocracia y los recortes. De los trienios, los sexenios, las acreditaciones y toda su inseparable rehala de formularios y trámites, que hacen que parezca corto y hacedero el asfixiante proceso de Josef K. en la novela de Kafka.
Es apasionante porque lo es el pequeño paso adelante que da en su trabajo el investigador honesto, tras meses y años encerrado en bibliotecas y laboratorios. Y porque apasionante es el diario y, sin embargo, siempre nuevo y sublime encuentro de los alumnos con esos profesores, muchos, que transmiten ciencia y vida apenas armados de una humilde barra de tiza.
Es así, aunque nos puedan hacer dudar de ese ideal quienes promueven -o secundan- huelgas en manada o aquellos que sustituyen los debates por piquetes. Desde hace dos días, el pecado mortal y la herejía por excelencia son cuestionar los dogmas de la ideología de género. Pero la tendencia al rasgamiento hipócrita de vestiduras, antesala de la lapidación o la hoguera, siempre ha sido la misma. Hoy la etiqueta más temida es la de heteropatriarcal. Pero antes lo fueron las de degenerado, subversivo, enemigo del régimen, pequeñoburgués, libertino o hereje. ¿Y mañana?
Los intentos de prostituir, descafeinar y amordazar la labor universitaria no se dan únicamente en España. En los campus de prestigiosas (y carísimas) universidades de los Estados Unidos o Inglaterra últimamente proliferan las tentantivas de prohibir el estudio de pensadores que construyeron la civilización occidental porque sus ideas no se ajustan al canon ideológico -que no científico- del apenas balbuciente siglo XXI: ¡hablamos de Platón, Descartes, Nietzsche o Kant! Y en esos campus se reservan safe spaces para que en ellos los niños de papá (pues buena parte de sus alumnos lo son) puedan preservarse de todo contacto con ideas molestas para sus sensibilidades hipertrofiadas. Colores pastel, ositos de peluche y psicólogos de guardia, todo para no quebrar el delicado equilibrio anímico de la que ha sido con razón llamada la snowflake generation.
Pero igual que se dice que al Parlamento hay que llegar llorado de casa, al debate de ideas hay que llegar dispuesto a batirse y defenderse, no con palos ni bocinas, sino con las armas de la razón. Porque las ideas no merecen respeto: el respeto lo merecen las personas. Las ideas, las que sean, están para ser cribadas en el tamiz de la discusión, para ser sometidas -sin piedad- al reactivo del debate y confrontadas con otras ideas y paradigmas. Todo en un marco de rigor intelectual a la vez que delicada politesse, en un cuadrilátero del que los contendientes saldrán -si son rectos en su planteamiento- contusionados y agotados, pero contentos de haber avanzado, un poco más, en la búsqueda conjunta de la verdad, el bien y la belleza.
Hay que decirlo porque últimamente están proliferando los intentos de acallar a quienes procuran indagar honestamente en la solidez de los sacrosantos dogmas del género. Hace unos días fue el profesor Francisco José Contreras en Sevilla, un poco antes el Profesor Jokin de Irala en Cádiz. Pero la lista es mucho mayor, y todo hace pensar que seguirá creciendo. No hablo, por supuesto, de los que instrumentalizan la Universidad para convertirla en pedestal o caja de resonancia de ideologías y partidismos, sino de investigadores que buscan debatir sosegadamente sus posiciones. Se encuentran, sin embargo, con que se les calla a gritos, y seguidamente se pasa a pedir sus cabezas, como no hace tanto se pidió la de Unamuno en Salamanca.
¿A qué el miedo a debatir? ¿De dónde la descalificación a priori de tal o cual idea? ¿Desde cuándo queremos una Universidad castrada por dogmas y prejuicios? Queridos revolucionarios: revolveos lo primero contra vosotros mismos, rebelaos ante lo que creáis que es errado con las armas de la dialéctica, combatid el combate intelectual hasta la extenuación. Alegraos cuando vuestra posición prevalezca, pero alegraos aún más cuando descubráis vuestros errores y vuestras inconsistencias, pues así avanzaréis en el camino del saber y del ser. Queridísimos estudiantes, con los que tanto disfruto en cada clase: no construyáis los muros en los que luego otros querrán encerraros. Las mordazas que hoy queráis poner a otros, mañana os las querrán poner a vosotros, apenas los vientos cambien, en cuanto los que vengan detrás recriminen a vuestras canas lo que vosotros reprocháis hoy a vuestros mayores.