Nos colamos en un juicio imaginario en el que la defensa aduce que el culpable no fue el acusado, sino su cerebro
Publicado en Verne. Jaime Rubio Hancock
ABOGADO: Señoría, el sistema legal se basa en que somos seres racionales y, sobre todo, libres. No se nos castiga por haber incumplido una ley, sino por haberlo hecho intencionadamente. Solo podemos juzgar la moralidad de un acto si este acto se lleva a cabo de forma consciente. Sería absurdo culpar a alguien por tropezar o meter en la cárcel a una tormenta.
Sé que no estoy diciendo nada nuevo: por ejemplo, hace unos años, una estadounidense acusada de robar ropa por valor de 2.500 dólares fue tratada con benevolencia porque un tumor cerebral pudo haber afectado a su comportamiento.
FISCAL: Señoría, todo esto no viene al caso.
JUEZ: Es cierto, este ejemplo es de una persona enferma, a la que nadie culparía de sus actos, pero su cliente, en cambio, es un adulto sano y libre.
ABOGADO: Precisamente la ciencia pone en duda que seamos libres y no, simplemente, el resultado de un determinismo biológico. Mi cliente no escogió hacer lo que hizo. No tenía más remedio que hacerlo, ya que su cerebro le obligó.
Los tumores cerebrales, las enfermedades, las adicciones no son lo único que nos condiciona. Mi cliente nació con unos genes que le predisponen a una forma de pensar y de actuar, y creo que estaremos todos de acuerdo en que nadie le puede culpar de eso. Tampoco es su culpa haber nacido en un país determinado, con una cultura concreta, al cuidado de unos padres que, junto con la escuela, le educaron de una forma determinada. Tampoco somos inmunes a la influencia de amigos, compañeros de trabajo, publicidad e incluso el contexto económico.
Usted mismo, señor juez, ¿cuántas cosas ha decidido hoy libremente? ¿Se ha tomado un café porque ha tomado una decisión consciente o solo por costumbre? ¿Ha venido a trabajar de forma voluntaria o porque tiene una hipoteca que pagar y unos hijos que mantener? ¿Puede realmente dejar al margen todas sus ideas y prejuicios antes de encarar este caso? Y ahora mismo, ¿ha decidido cambiar de postura sin ningún motivo o lo ha hecho de forma inconsciente, movido por la incomodidad que le han provocado mis palabras?
JUEZ: Bueno, a ver, no hemos venido a juzgarme a mí.
ABOGADO: El debate filosófico sobre el libre albedrío no es nuevo. En su Sistema de la naturaleza, el barón de Holbach, filósofo de la Ilustración, ya escribía que “si conociéramos el funcionamiento de nuestros órganos, si pudiéramos recordar todos los impulsos o las modificaciones que han recibido y los efectos que han producido, veríamos que todos nuestros actos están sometidos a la fatalidad que regula tanto nuestro sistema particular como el sistema entero del universo”. Es decir, no hay actos sin causa.
De hecho y como escribía el físico y matemático Pierre-Simon Laplace, también ilustrado, “se podría concebir un intelecto que en cualquier momento conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza y las posiciones de los seres que la componen”. Una vez analizados esos datos, “para tal intelecto nada podría ser incierto y el futuro, así como el pasado, estarían frente a sus ojos”.
Si el universo no estuviera determinado, los científicos no podrían explicar el pasado o predecir el futuro, y esto incluye a psicólogos y neurocientíficos que aspiran a explicar y predecir el comportamiento humano. No hay un alma detrás de nuestros actos e ideas, sino neuronas, que están formadas por átomos no muy diferentes que los que componen esta mesa o las togas que llevamos.
Es decir, creemos que somos libres solo porque ignoramos las causas que determinan nuestras acciones, como escribía Spinoza en su Ética: “Los hombres se equivocan, en cuanto piensan que son libres; y esta opinión solo consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados”.
JUEZ: Un momento, ¿está diciendo que todas las acciones tienen una causa?
ABOGADO: ¿Cuál sería la alternativa? ¿El indeterminismo? Si admitiéramos que algunas de nuestras acciones no tienen causa ninguna, estaríamos diciendo que se producen al azar, y eso no solucionaría, ni mucho menos el problema. En este caso, tampoco seríamos responsables de nuestros actos, ya que no los habríamos decidido libremente: nuestras obras serían más bien algo que nos pasa, algo que sufrimos, y mi cliente tampoco sería culpable.
Pero todo esto no son solo elucubraciones filosóficas, sino hipótesis científicas que llevan décadas recibiendo confirmación en los laboratorios. Sam Harris es uno de los neurocientíficos que defiende esta idea, en libros como The Moral Landscape y Free Will. “Solo somos conscientes de una pequeña fracción de la información que nuestros cerebros procesan en cada momento”, escribe, y cita los estudios de Benjamin Libet, que muestran cómo el cerebro da instrucciones para mover el brazo unos 350 milisegundos antes de que seamos conscientes de la voluntad de hacer estos movimientos.
Estos experimentos se han replicado varias veces desde entonces, en algunos casos prediciendo con un 80% de acierto qué va a decidir hacer el sujeto varios segundos antes de que tome la decisión. O, mejor dicho, crea tomarla.
No hay un “hueco físico en el que deslizar el libre albedrío”, escribía el también neurocientífico David Eagleman en Incógnito. “No hay ninguna parte de la maquinaria que no siga una relación causal con las otras partes”. Mi cliente solo es un engranaje más del universo. No se le puede culpar haber hecho lo único que podía hacer.
JUEZ: Bien, ¿qué tiene que decir la fiscalía?
FISCAL: Señoría, puede que el abogado hable de neurociencia y de resonancias magnéticas, pero nada de esto es nuevo. El libre albedrío lleva siglos defendiéndose de ataques. Antes de la ciencia, vino la religión, hablando del destino y, ya en la Edad Media y en la Edad Moderna, con la polémica acerca del determinismo religioso. Resulta muy curioso que la religión y la ciencia se alíen para intentar robarnos la libertad.
ABOGADO: ¡Protesto!
JUEZ: Eso de protestar es algo de juicios americanos. Aquí no se hace.
ABOGADO: Está comparando el método científico, basado en pruebas observables, con la religión, que es un asunto de fe.
JUEZ: Está bien, está bien. Señor fiscal, deje por favor ese tema para otra entrega de Filosofía inútil.
FISCAL: En realidad, los argumentos de la defensa no son científicos. Como escribe el joven filósofo alemán Markus Gabriel en Yo no soy mi cerebro, es cierto que “hay condiciones naturales sobre cómo podemos actuar y que no podemos cambiar algunas de ellas”. El abogado apuntaba algunas de ellas: los genes, la educación… También podemos añadir que no puedo volar, por mucho que lo desee. Pero aun así, “el determinismo es en cualquier caso una especulación metafísica y o una hipótesis justificada o justificable físicamente”. No hay pruebas de que todos nuestros actos sean inevitables.
ABOGADO: Le recuerdo los experimentos de Libet sobre cómo las decisiones se toman en el cerebro antes de que seamos conscientes de ellas.
JUEZ: Orden, orden..
FISCAL: El propio Libet ha acabado admitiendo que hay un espacio para la libertad, como recoge Michael Shermer en The Moral Arc: el papel de una conciencia libre quizás no sería el de iniciar un acto voluntario, pero sí el de vetar estos actos, como de hecho muestran algunos estudios.
Y es solo una de las posibilidades que ofrece el compatibilismo, una corriente de pensamiento que no niega que nuestras acciones tengan causas y estén determinadas, pero que considera que esto es compatible con el libre albedrío.
Por ejemplo, aunque una decisión se tome en una parte del cerebro, no dejamos de hablar de un único cerebro. Sí, fue el cerebro de su cliente el que tomó la decisión, pero ese cerebro es, precisamente, su cliente. ¿Qué es él, si no? Si yo le diera una patada, no me serviría como excusa que el culpable ha sido mi pierna y no yo. Como apunta Simon Blackburn en The Big Questions, eso es como preguntar “¿cuándo ganaste la carrera?” y creer que la respuesta es “cuando crucé la meta”, ignorando todo el recorrido anterior.
Es cierto que nuestros deseos no nacen de la nada y que nuestra libertad está mucho más restringida de lo que creíamos, como admite el filósofo estadounidense Daniel Dennett. Pero que nuestros actos estén determinados no significa que sean inevitables, solo quiere decir que tienen una causa.
JUEZ: ¿Y cuál sería la diferencia?
FISCAL: Por ejemplo, si yo me compro un bocadillo, puedo tener en cuenta si soy alérgico a algún alimento, el dinero que llevo en el bolsillo, o si voy con prisa y escojo, sin pensar, lo mismo de siempre o me dejo llevar por un capricho. Pero a pesar de todos los condicionantes, al final sigo teniendo margen de maniobra: puedo escoger entre tres o cuatro bocadillos diferentes. Puedo cambiar de opinión tras haber escogido. Puedo incluso irme a otro sitio. Todas las acciones tienen su causa, pero eso no quiere decir que todas las causas tengan un efecto único.
Es decir, siempre podemos reflexionar sobre nuestras acciones y sus consecuencias. Podemos vetar nuestros impulsos e incluso vetar nuestros vetos. Incluso podemos reflexionar en voz alta sobre estas decisiones. De hecho, condenar al acusado es una forma de dialogar en sociedad, porque puede llevar a que no repita su delito y disuadir a otros de seguir sus pasos.
Todo esto significa que podemos vivir según el dictamen de la razón para ser así libres, que es lo que realmente pensaba Spinoza acerca de los límites de nuestra libertad.
Es innegable que el acusado no podía escoger entre infinitas opciones. No podía volar, no podía teletransportarse, quizás incluso no podía evitar sentirse como se sentía y desear lo que deseaba. Pero sí podía hacer otra cosa o, al menos, no hacer nada. Por eso es culpable.
JUEZ: Admito que me han dado mucho que pensar, lo cual no es frecuente en un juicio.
ABOGADO: Bueno, yo estudié Humanidades a distancia…
FISCAL: A mucha distancia, imagino.
ABOGADO: ¡Oiga!
JUEZ: Por favor, un poco de silencio. Desde luego, es innegable la justicia se ha de ajustar a los diferentes grados de libertad que tenemos: no podemos juzgar por igual a alguien enfermo o incapaz que a alguien sano. Como decía la defensa, sería injusto castigar a alguien por no haber podido hacer otra cosa.
Además, aún sabemos muy poco sobre el cerebro. El acusado está sano, pero quizás dentro de unos años sabremos que en realidad padecía alguna dolencia desconocida que pudo influir en sus actos.
Tampoco tengo muy claro que las pruebas aportadas prueben algo de forma clara. Por ejemplo, si tomo una decisión con respecto al acusado, no hay forma de saber si he tomado esa decisión libremente o no. La red de causas es demasiado amplia: mi carácter, mis experiencias, mis estudios, si estoy o no de buen humor… Tanto, que no hay forma de saber qué ha influido y en qué medida.
Pero tampoco es posible demostrar que mi decisión ha sido libre porque podría haber tomado cualquier otra. ¿Cómo puedo estar seguro de eso? No hay ninguna forma de comprobarlo.
De todas formas, uno no puede librarse de la ilusión de la libertad. Ni siquiera Sam Harris. Él escribe que todo está determinado y que el libre albedrío no existe, pero admite que nuestras acciones importan. Por eso sigue escribiendo y estudiando cada día.
No conozco a Harris, pero imagino que cuando alguien le pregunta por qué ha escrito cualquiera de sus artículos o libros, contesta “porque me parecía interesante” o incluso “porque quería convencer a mis lectores de que esto es así”. Y no dice nada parecido a “no tengo ni idea: una serie de acontecimientos innumerables me ha llevado a esto; no soy más que una hoja mecida por el viento”.
Es decir, incluso quienes creen que no somos libres se comportan como si lo fueran. Aunque solo sea porque no hay otra cosa que podamos hacer. Ni siquiera podemos tumbarnos en el sofá y esperar que las cosas pasen. No hacer nada también es una decisión.
Por eso, voy a actuar como si yo fuera libre y juzgar al acusado como si él también fuera libre, por lo que le declaro culpable. Se le condena a pagar una multa de 100 euros por tirar un papel a la calle. Por cierto, me gustaría saber por qué esto ha llegado a juicio.
ACUSADO: Es que mi abogado también es mi primo y se empeñó… Yo quería pagar la multa, me parece justa.
JUEZ: De la justicia hablaremos otro día. Seis meses de instrucción y año y medio de juicio por un trozo de papel…
ABOGADO: ¡Pienso recurrir! ¡No puedo hacer otra cosa!