Publicado el 9 junio, 2021 por El sónar (Aceprensa)
En los últimos tiempos se habla mucho en EE.UU. sobre los efectos de la “cultura de la cancelación”, que ha creado un clima de censura sobre los puntos de vista contrarios a las políticas de la izquierda identitaria. El ambiente está especialmente enrarecido en los campus, con lamentables historias de profesores despedidos por sus ideas, conferenciantes “desinvitados”, planes de estudio purgados, siempre en defensa de lo que la ideología dominante reconoce como pensamiento correcto. El problema es tan de dominio público que intelectuales de distintas ideologías se han unido para publicar declaraciones en defensa de la libertad de expresión amenazada y del valor de la abierta confrontación de opiniones.
Pero hay quien justifica estos métodos para estigmatizar al adversario, si se trata de defender lo que entiende como una buena causa. Lo recordaba hace pocos días Sasha Issenberg, en un artículo titulado “La cultura de la cancelación funciona. No tendríamos el matrimonio igualitario sin ella” (New York Times, 5-06-2021). Issenberg, autor de un libro sobre las campañas para conseguir el reconocimiento del matrimonio de personas del mismo sexo, recordaba el papel que jugaron los boicots contra personas y empresas que habían donado dinero en defensa de la idea del matrimonio como unión de hombre y mujer.
La táctica comenzó a emplearse en California en 2008, cuando se votó la llamada Proposición 8, una enmienda en la constitución del estado que definía el matrimonio como la unión de hombre y mujer. La Proposición 8 fue aprobada con el 52,4% de los votantes. Entonces los activistas del matrimonio gay desencadenaron una campaña de descrédito contra los que habían dado dinero a favor de la Proposición. Como la ley californiana obliga a hacer públicos los nombres de quienes donen más de 100 dólares a una campaña electoral, les fue fácil señalar los nombres y direcciones de los donantes. Estos se quejaron entonces de haber sido objeto de acoso, de amenazas y de campañas de boicot contra sus negocios. Pero a nadie le gusta, y menos a las empresas, aparecer marcadas como fuerzas “reaccionarias” y ser objeto de boicots, por lo que a partir de ese momento muchos donantes se retiraron.
Issenberg reconoce que esto marcó un punto de inflexión en las campañas a favor del matrimonio gay. Hasta entonces la cuestión había sido rechazada en los 35 estados en que se consultó a los electores. Solo en 2012 sus propugnadores lograron triunfar en cuatro estados. Los boicots dirigidos contra negocios de los adversarios y el clima de desaprobación cultural creado desde los medios contribuyeron a estigmatizar a los contrarios al same-sex marriage, de modo que importantes donantes, individuales y corporativos, cedieron el terreno a sus adversarios.
En el otro campo, en cambio, aparecieron nuevos donantes que ampliaron el estrecho círculo de filántropos partidarios de la causa gay. Si Jeff Bezos y su mujer daban 2,5 millones a una campaña para legalizar el matrimonio gay en el estado de Washington, era una muestra de su liberalidad progresista y nadie discutiría su derecho a hacerlo. Pero cuando Dan Cathy, dueño de la cadena de restaurantes Chick-fil-A, declaró en una entrevista que la empresa apoyaba la familia tradicional y además resultaba que había donado a organizaciones contrarias al matrimonio entre parejas del mismo sexo, grupos de activistas gais pidieron el boicot de sus restaurantes y alcaldes de ciudades importantes se apresuraron a decir que la cadena no sería bien recibida en sus comunidades.
Es curioso que en un país donde hacer dinero nunca ha estado mal visto, se cuestione en cambio la libertad de donarlo a la causa que uno quiera. Hay que tener en cuenta que los boicots a este y otros negocios no se debían a que practicaran ninguna discriminación por orientación sexual entre sus empleados ni entre sus clientes. Lo que se pretendía castigar era su apoyo al matrimonio tradicional.
La consecuencia fue que los partidarios del matrimonio gay contaron cada vez con más recursos y sus oponentes con menos. “En conjunto –recuerda Issenberg–, más de dos tercios del dinero gastado en los referendos en 2012 fueron a favor de la causa del matrimonio entre personas del mismo sexo”. Como en tantas otras cosas en la política de EE.UU., el dinero fue un factor decisivo para hacer avanzar la idea del cambio de concepción del matrimonio. ”Mientras que los activistas del matrimonio gay suelen atribuir su éxito en las campañas a los cambios en su persuasivo mensaje, su más obvia ventaja vino en forma de recursos”, reconoce Issenberg. Esta disponibilidad de recursos y la capacidad de intimidar a los donantes del campo adversario contrasta con el discurso que presentaba a los gais como una minoría discriminada y oprimida.
Hoy la llamada cultura de la cancelación ha ampliado su campo de la mano de la política identitaria. Así que uno puede ponerse en riesgo por decir algo que moleste a los trans, a los aborígenes, a feministas radicales o a minorías raciales varias. A menudo ya no se trata de debatir ideas y sopesar argumentos. El objetivo es deslegitimar y silenciar al adversario. Sus objeciones son descartadas como “discurso del odio” y su actitud calificada de falta de respeto a la identidad de un grupo oprimido.
Así que no es extraño el clima de polarización que se advierte en la política americana. Las apelaciones a boicots –como armas de causas ideológicas varias más que como protesta contra prácticas concretas de empresas– se hacen cada vez más frecuentes. Un día Neflix amenaza con no rodar en el estado de Georgia, por haber aprobado una ley restrictiva del aborto. Otro, la campaña de Grab Your Wallet desvela un elenco de empresas con lazos con la familia Trump, para que los minoristas no vendan sus productos. Estudiantes negros boicotean estudios tachados de racistas. Las redes sociales se incendian para quemar a una figura que ha desafinado en el coro.
Es difícil encontrar un terreno común cuando los rivales son vistos como gente deshonesta y un peligro para el bienestar nacional. Al final, la cultura de la cancelación lleva a suprimir ese clima de tolerancia y reconocimiento del otro que toda democracia necesita.