Cada vez es más incierto que la Superliga llegue a ver la luz, tras la retirada de varios de los equipos promotores. Pero el anuncio de su lanzamiento refleja la tendencia creciente en la economía mundial al “big is beautiful”, también en el deporte.
El fútbol se ha regido por sus propias regulaciones, dirigidas en principio a fomentar el deporte y garantizar el fair play, proporcionando un emocionante espectáculo. Pero a medida que movía cada vez más dinero, se ha ido convirtiendo en un sector económico, donde los imperativos de la rentabilidad imponen su ley. Cuando la economía de los clubs está en manos de hombres de negocios, jeques, oligarcas o fondos de inversión, no es extraño que los planteamientos económicos pasen al primer plano. Pero, en tal caso, también habría que aplicar al negocio del fútbol las regulaciones que operan en otros sectores económicos, entre ellas las leyes antimonopolio.
La idea de la Superliga, ambicionada desde hace años, responde al deseo de ver más a menudo jugar entre sí a los grandes clubs con sus grandes estrellas. También la Champions League responde a este planteamiento, si bien da relativamente menos oportunidades para que los encuentros entre los grandes se produzcan. Pero en el caso de la Superliga, son los 12 clubs promotores los que han decidido quiénes forman el núcleo duro y permanente de la competición, sin posibilidad de descenso; a ellos se sumarían tres clubs invitados y otros cinco que se clasificarían cada año.
Uno de los objetivos de las leyes antimonopolio ha sido siempre evitar la existencia de barreras de acceso, que impidan entrar al mercado a nuevos agentes. De lo contrario, la competencia se resiente, y los precios se encarecen. En el caso de la Superliga, son los propios promotores los que se escudan en unas barreras de acceso decretadas por ellos mismos, que consagran su primacía, por no decir su oligopolio. Para los 12 promotores no se trata de una competición abierta, con la incertidumbre de ser eliminado o descender; son los “invitados” los que pueden entrar o salir.
La legislación en defensa de la competencia también quiere impedir que los productores, en vez de competir, se repartan el mercado. En el caso de la élite del fútbol el producto es el espectáculo de su enfrentamiento en el campo. Cuanto más apasionante pueda ser el choque entre los grandes, más público –sobre todo telespectadores– y más ingresos por derechos de retransmisión. Además, los ingresos a repartir en una Superliga con 20 participantes dejarán más a cada uno que la Champions League, que da cabida a 32 equipos.
Lo que es inevitable es que la Superliga succione la parte del león de los ingresos por retransmisión. Al final, este mecanismo lleva a que las inversiones, los ingresos y los mejores jugadores se concentren en los grandes clubes, mientras que los que quedan fuera tienen menos oportunidades para competir. Es cierto que también ahora los grandes clubs reciben más de los ingresos por televisión y tienen un presupuesto muy superior, pero el planteamiento de la Superliga acentuaría y perpetuaría la disparidad.
El tirón popular del fútbol ha puesto en primer plano un problema que desde hace tiempo preocupa a los economistas: la creciente pérdida de competencia en los mercados. Cada vez más, los grandes se llevan una parte mayor del pastel, tanto en EE.UU. como en Europa. El año pasado, la Cámara de Representantes de EE.UU. investigó las prácticas de las grandes tecnológicas, las llamadas GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple). El informe final cuestionó prácticas habituales de estas empresas y concluyó que era necesario reforzar la legislación antimonopolio, reestructurando si fuera preciso estas grandes compañías.
La cuestión preocupa, y no solo en EE.UU. En un informe publicado en 2018, The Economíst dividió la economía británica en 250 sectores, y calculó que en la pasada década en el 55% de esos sectores había crecido la concentración y que las cuatro primeras compañías copaban una parte mayor del mercado que antes.
En respuesta a las críticas, las GAFA mantienen que su éxito no se debe a prácticas anticompetitivas, sino a que han logrado ofrecer servicios que los consumidores demandan. En el caso del fútbol, también se puede decir que los fans reclaman espectáculo, que sin duda estaría más garantizado con la Superliga. Pero a los aficionados de los clubs más pequeños también les emociona ver medirse a su equipo del alma contra uno de los grandes, con la esperanza de que se produzca la sorpresa de la victoria.
Quizá la revuelta popular de los aficionados, que ha provocado la retirada del proyecto de los seis equipos ingleses, sea una muestra de que en el fútbol hay más que dinero.