¿Ocaso de las Humanidades?

por | 14 de abril de 2021

Se ha encendido la alerta roja sobre la suerte de las disciplinas humanísticas en los diversos niveles de enseñanza. Como si respondieran a un toque de trompeta, casi todos los países occidentales han emprendido reformas de sus planes de estudio, con una orientación sospechosamente coincidente: encaminar toda la educación formal hacia el rendimiento económico, a base de implantar instrumentos estereotipados de evaluación y control regidos por el pragmatismo, disminuyendo así drásticamente la presencia de la literatura, la historia y la filosofía en la escuela y la universidad. El resultado es desolador y –a pesar de la docilidad característica de las sociedades tecnificadas– se están escuchando, cada vez más altas, voces de protesta de muy variadas procedencias.

Ha llamado especialmente la atención el duro alegato de Martha Nussbaum1, porque –si bien se trata de una destacada especialista en el pensamiento griego– ha publicado varias obras, muy difundidas, en las que se ocupa de cuestiones sociales y culturales con una orientación claramente liberal (en sentido estadounidense), sin abandonar en ningún momento su posición «políticamente correcta». Defender hoy día la enseñanza de las «letras» suele ser, en cambio, una actitud que merece reproches de pesimismo o melancolía, y suele castigarse con la marginación académica y la inopia social.

Desde las primeras líneas de este libro, Nussbaum lanza casi a la desesperada su llamamiento:

Estamos en medio de una crisis de proporciones gigantesca y de enorme gravedad a nivel mundial. No, no me refiero a la crisis económica global que comenzó a principios del año 2008 […]. No, en realidad me refiero a una crisis que pasa prácticamente inadvertida, como un cáncer. Me refiero a una crisis que, con el tiempo, puede llegar a ser mucho más perjudicial para el futuro de la democracia: la crisis mundial en materia de educación.

Idem, pp. 19-20

Para mí –matizaría– la democracia no es el valor más alto, pero sí que lo es para Nussbaum, que se refiere a esta configuración política como procedimiento para enfatizar lo mucho que está en juego.

El creciente abandono de las asignaturas humanísticas deteriora el dominio del lenguaje y, por lo tanto, dificulta la comunicación entre personas de diversas convicciones, culturas o niveles sociales. Afecta, desde luego, a la capacidad de la deliberación en cuestiones prudenciales, que constituye la espina dorsal de la actividad política. Y, desde el punto de vista moral, comienza a hacer casi inviable el atenimiento a valores que trasciendan lo material o lo puramente procedimental. En momentos en los que, presuntamente, la riqueza de las naciones aumenta, resulta que el alma de las sociedades se empobrece con una rapidez espectacular. Y empieza a sospecharse que este vaciamiento ético está en la raíz de los grandes escándalos económicos y de la dificultad para deshacer los entuertos a los que tales irregularidades han abierto camino.

Lo que se está imponiendo es el modelo del mercado, especialmente en el nivel de la educación superior. Excepto algunas univesidades de Estados Unidos, muy pocas, que se siguen orientando hacia el fomento de la «vida del espíritu» (Life of mind), lo que los gestores imponen a los académicos es que la medición de resultados arroje un saldo positivo, medido casi exclusivamente en términos económicos y, si acaso, de prestigio social. Según señala Martha Nussbaum,

una de las numerosas consecuencias de este cambio es la evaluación obligatoria de investigación y docencia, que estima de manera mecánica el rendimiento de los profesores […]. El aspecto más insidioso es la exigencia, antes implícita y hoy más abierta, de que se demuestre el impacto de las investigaciones, es decir, su aporte a los objetivos económicos de la nación.

Idem, p. 169.

Si la gran helenista, autora de este libro, comenzara ahora su carrera académica, se encontraría con la desagradable e injusta sorpresa de que su excelente libro La fragilidad del bien no añadiría méritos a su empeño de promoción universitaria, porque lo que hoy día se valora son los papers con impacto, es decir, publicados en revistas preseleccionadas por una empresa privada, entre las que –por ejemplo– no se incluyen algunas de las mejores del mundo, por ser quizá de procedencia alemana y no estar editadas preferentemente en inglés, la nueva lingua franca (popularmente denominada globish).

Los pormenores de esta tendencia se multiplican y comienzan a adquirir aspectos ridículos.

Actualmente, en los casos en que los departamentos de humanidades no se cierran por completo, se los fusiona con algún otro departamento cuya utilidad económica es más evidente, lo que supone un grado mayor de presión sobre la disciplina humanística para colocar el acento en los aspectos de su campo que más se acercan a la rentabilidad, o al menos pueden aparentarlo. Por ejemplo, cuando el departamento de filosofía es fusionado con el de ciencias políticas, el primero recibe presión para hacer hincapié en las áreas más útiles de su campo y en aquellas que tienen más probabilidades de ser aplicadas, como la ética empresarial más que el estudio de Platón, la lógica, el pensamiento crítico o la reflexión sobre el sentido de la vida, que en última instancia serían más valiosas para ayudar a los jóvenes a entender su propio interior y el mundo en que viven.

Idem, p. 171.

Tiene toda la razón la autora cuando insiste que lo que se está dilucidando es todo un modelo existencial, que –con muchas inflexiones– ha marcado el rumbo de nuestras culturas desde hace veinticinco siglos, y del que nos estamos desembarazando con la ligereza con la que uno se quita el abrigo al llegar la primavera. Por ejemplo, el estudio de las lenguas clásicas, que durante casi dos mil años se ha considerado imprescindible en la educación de las jóvenes generaciones, se ha reducido –con suerte– a un par de asignaturas optativas para alumnos pintorescos. De los grandes autores literarios y de los pensadores decisivos, muchos universitarios recientes no conocen ni el nombre, y ya no falta quien –absorbido por las nuevas tecnologías– entra en la vida profesional sin haber leído un solo libro.

Nussbaum se carga de argumentos para obtener una conclusión que parece solemne y casi patética, pero que se quedaría corta para quien fuera capaz de asomarse a las perspectivas trascendentales que el estudio de lo humano implica:

Si el verdadero choque de las civilizaciones reside, como pienso, en el alma de cada individuo, donde la codicia y el narcisismo combaten contra el respeto y el amor, todas las sociedades modernas están perdiendo la batalla a ritmo acelerado, pues están alimentando las fuerzas que impulsan la violencia y la deshumanización, en lugar de alimentar las fuerzas que impulsan la cultura de la igualdad y el respeto. Si no insistimos en la importancia fundamental de las artes y las humanidades, éstas desaparecerán, porque no sirven para ganar dinero. Sólo sirven para algo mucho más valioso: para formar un mundo en el que valga la pena vivir, con personas capaces de ver a los otros seres humanos como entidades en sí mismas, merecedoras de respeto y empatía, que tienen sus propios pensamientos y sentimientos, y también con naciones capaces de superar el miedo y la desconfianza en pro de un debate signado por la razón y la compasión.

Idem, p. 189.

Con cierto retraso, como suele suceder, el toque de atención ha llegado hasta nosotros. Y la espera ha merecido la pena, porque ha desembocado en un libro lleno de erudición e ingenio y que, sobre todo, es una refrescante manifestación de libertad intelectual y de valentía cívica. El autor es el catalán Jordi Llovet, Catedrático de Literatura de la Universidad de Barcelona –jubilado anticipadamente– y el libro se titula Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades.2

El autor sabe que pisa un terreno minado, en el que se ha impuesto un silencio que hiela la sangre, porque casi nadie ha osado decir que el rey está desnudo. Cuando la verdad es que lo está.

Sorprende [dice Llovet] que ciertos aspectos de nuestra vida universitaria, que se arrastran desde hace décadas, sobre todo los más negativos, apenas hayan movido a los profesores […] a discutir en voz alta lo que se dice por lo bajo cuando, por azar, se encuentran en el claustro de la universidad o por la calle […]. Es la propia impotencia de la clase profesoral del país, el cansancio quizá –a veces la indiferencia– la responsable de que se corra, sobre la vida universitaria, un velo que oculta verdades muy gordas y que explica, asimismo, que por puro sentido de supervivencia –mañana será otro día– muy poca gente de la que se dedica a este noble trabajo se haya tomado la molestia de airearla en sus aspectos más sofocantes.

op.cit. p. 14.

No deja Llovet de vincular el cultivo de las letras a la suerte de la democracia, como había hecho Nussbaum:

Todo obliga a concluir, pues, que hacer hincapié en el retorno a las formas de educación basadas en el arte de la palabra y en la discusión intelectual podría convertirse en un aliado muy eficaz para volver a ofrecer a las democracias el sentido, o el valor, que nunca deberían haber perdido.

op.cit. p. 345.

Y llega incluso a acercarse más certera y profundamente al corazón de este tema:

No puede construirse ningún sistema democrático propiamente dicho si la ciudadanía no está preparada intelectualmente para el necesario discernimiento de todos los hechos que se le presentan a diario ante sus ojos y su conciencia […]. Si una democracia no posee esta fons salutis que significa disponer de una capa social muy bien preparada intelectual, política y cívicamente, entonces cae, a menudo de manera beatífica, en las formas más perversas del regimiento de la cosa pública: la plutocracia, la burocracia, la mercadocracia y, en el límite, los totalitarismos disfrazados con las máscaras más sofisticadas. El papel de las humanidades, en este sentido, no tiene parangón.

op.cit. p. 357.

También hay que resaltar que el autor introduce en su discurso un factor que quizá la helenista americana había considerado demasiado delicado mencionar: el abuso de las nuevas tecnologías, en el contexto del empobrecimiento del pensamiento y la debilitación de la palabra.

Al autor le parece observar, como lo haría un sociólogo, que las nuevas generaciones buscan más la fama que precian la grandeza; desean el éxito por encima del mérito; quieren antes la aclamación que el reconocimiento. Construyen pequeñas sociedades autosuficientes a través del teléfono móvil, el chat y el Facebook, todas ellas Ersätze [sustituciones] de la vida social y política en un sentido global. Todo ello obedece a una ley de la historia presente según la cual el pasado queda completamente desacreditado y toda hipótesis de futuro resulta una probabilidad en la que es preferible no pensar. Por ello, el autor considera importante retroceder hasta formas pretecnológicas de la enseñanza, de la información y de la discusión intelectual, en las que haya quedado incólume la dignidad de la palabra y la posibilidad de generar razonamiento, conocimiento, conversación y sabiduría comunal.

op.cit. p. 356

Gran parte de la nueva pedagogía se encuentra lastrada por un equívoco fundamental: la creencia en que se aprende haciendo. Parece que algunos acaban de descubrir el learning by doing de los pragmatistas americanos. Y se olvidan de la vieja distinción entre praxis y poíesis. Para aprender, no hay que hacer: hay que actuar, en el sentido radical de «estar en acto»: actualizar. Se trata de una operación vital –la más alta– que no puede ser sustituida por ningún ingenio técnico. Y es preciso, además, caer en la cuenta de que el tempo del aprendizaje intelectual no es el de los ordenadores o dispositivos semejantes, que fueron inventados para organizar, informarse, almacenar datos y, más recientemente, distraerse.

La consecuencia ha sido que toda persona joven que se encuentra delante de un ordenador, dondequiera que sea –incluyendo un aula–, se relaciona con él más según una pauta inmediata y lúdica que con arreglo a las premisas, mucho más rudas, de la adquisición mental y mediatizada de conocimientos.

op.cit. p. 322

El profesor Jordi Llovet ilustra con ejemplos –que van desde lo patético hasta lo cómico– las consecuencias reales, en las facultades y departamentos, de la reciente implantación de nuevos planes y métodos, que no han suscitado el efecto pretendido –la movilidad de estudiantes y profesores en el espacio universitario europeo–, pero han conseguido burocratizar la actividad académica hasta unos niveles increíbles. No hay sosiego ni motivación para que las inteligencias juveniles maduren en un trato sereno con lo mejor de las ciencias y las humanidades en cada una de las carreras. La interdisciplinariedad se ha convertido en un tópico vacío de sentido. Y el sentimiento de frustración se extiende entre el profesorado, cuyo papel se hace trivial, perdidos como están entre una administración que todo lo quiere controlar y unos estudiantes que no acaban de saber si son objeto de halagos o de manipulaciones.

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No siempre fue así. Se acaban de publicar dos conferencias que el poeta español Pedro Salinas pronunció en su exilio americano el año 1940, y en las que se propone defender al estudiante y a la universidad, que todavía no habían sufrido unos atropellos que asomaban ya en el horizonte y que hoy se han impuesto en casi todo el mundo.3 El autor de La voz a ti debida manifestaba su inquietud por

algo tan delicado como el proceso formativo del ser humano, fin esencial de la universidad. No consiste este [advertía] en una acumulación de datos o de leyes de la materia, sino en un delicado adiestramiento del alma para ir percibiendo, sintiendo directamente, toda la complejidad de los problemas del hombre y del mundo, y hacerles cara con conciencia y sentido de responsabilidad o moral. Este proceso de conquista de la conciencia de la vida, de formación de la personalidad para vivirla dignamente, bien merece que se le dé el tiempo debido para que tenga mayores probabilidades de cumplimiento. Ahí no cabe aceleración.

op.cit. pp. 61-62

A esta concepción humanista de los estudios superiores corresponde un tipo de universitarios que hoy día serían considerados como rara avis, pero que a Salinas le parecían reales, sobre todo porque había convivido con ellos en la recién creada Universidad Internacional de Santander y en centros docentes de España y de Estados Unidos.

Un estudiante [decía esta vez en Puerto Rico] es un hombre que tiene fe en que por medio del estudio y de la ampliación de sus conocimientos va a mejorar y enriquecer su naturaleza humana, no en cantidad, sino en calidad, va a hacerse más persona, mejor persona, y a cumplir mejor su destino, va a entender mejor los problemas del hombre y del mundo. El que toma el estudio como vía de acceso a beneficios de imprevisible grandeza, y no a la posesión de una habilidad que le permite ganar dinero. Lo que hay que fomentar en el estudiante es ese valor vital de la cultura, esa fe en su capacidad para elevar la naturaleza del hombre.

op.cit. pp. 49-50

La valoración social de las humanidades oscila, según parece, al mismo ritmo de las ideas que las mujeres y los hombres albergan sobre sí mismos. Algunos verán en estas secuencias nada más que los consabidos ade la historia. Otros, en cambio, tendrán su alma en vilo: no vaya a ser que, tras uno de esos bajones en la valoración de nuestro espíritu, se torne demasiado difícil, casi inviable, la recuperación de la propia dignidad.

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1 Martha C. Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, traducción de María Victoria Rodill, Madrid, Katz, 2010.

2 Jordi Llovet, Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, Barcelona,Galaxia Gutenberg, 2011.

3 Pedro Salinas, Defensa del estudiante y de la universidad, edición de Natalia Vara Ferrero, Sevilla, Renacimiento, 2011.