Publicado el 9 diciembre, 2020 por El sónar
El Occidente secularizado tiende a ver como una anomalía la influencia del factor religioso en el mundo de hoy. Una sociedad adulta debería haber dejado atrás unas creencias no racionales, reducidas en todo caso a una afición privada y diluida. De lo contrario, las creencias religiosas llevan al enfrentamiento y a la violencia, por su pretensión de verdad y su afán totalizador. Este discurso contra los prejuicios religiosos es típico de un prejuicio ilustrado, que se ha mantenido firme sin distinguir tiempos ni tradiciones religiosas.
Un ejemplo más es un libro reciente de Pierre Conesa, antiguo alto funcionario del Ministerio de Defensa francés, que explica sus tesis en una entrevista en Le Monde (6-12-2020). Bajo el título Avec Dieu, on ne discute pas! (“Con Dios no se discute”), es un libro sobre los radicalismos religiosos que, a su juicio, se producen hoy en todas las religiones, y no solo en el islam. El “retorno de lo religioso es sobre todo un auge de los radicalismos religiosos”, cree Conesa.
A pesar de meter a todas las religiones en el mismo saco, ninguno de los casos citados en la entrevista (no sé en el libro) se refieren al catolicismo. El auge de los radicalismos religiosos en los últimos decenios se advierte, dice, en “la guerra de Irak, los atentados yihadistas, la segregación de los musulmanes en la India, la masacre de los rohingya [etnia minoritaria musulmana en Birmania] o en la colonización de Cisjordania”. Dentro del cristianismo solo menciona la influencia de los evangélicos protestantes en el “mesianismo de la política exterior americana”. Pero cabe matizar que su influencia se ha ejercido en la época de Trump, un presidente que no ha iniciado ninguna guerra y que ha retirado tropas americanas de zonas en conflicto, aunque otras de sus medidas no hayan contribuido a apaciguar tensiones.
Pero Conesa tiende a ver las religiones como un todo productor de radicalismos, con la idea de “desislamizar el debate”. Pero los mismos ejemplos citados indican un desenfoque común en este tipo de análisis: muchos conflictos calificados de religiosos tienen en realidad un fondo muy distinto. Puede ser una disputa territorial (Palestina o Irlanda), una historia de discriminación por parte de la mayoría religiosa (India o Birmania), enfrentamientos tribales por el poder (Nigeria), reacciones contra la intervención extranjera (Irak o Afganistán)… A menudo son conflictos en los que la religión es solo un factor más: israelíes y palestinos no luchan por decidir si Alá es más grande que Yahvé, sino porque quieren vivir en la misma tierra.
Puesto a buscar rasgos comunes en estos radicalismos, Conesa destaca en primer lugar su “discurso victimista” que exhibe un “martirologio”. Y es verdad que este rasgo es bastante común en los fundamentalismos religiosos, pero lo mismo podría aplicarse a movimientos propios de las sociedades occidentales ajenos a motivaciones religiosas: los homosexuales víctimas de la sociedad homófoba, las mujeres que se sienten oprimidas bajo el patriarcado, los negros discriminados por el racismo sistemático… ¿Hay que calificarlos también de radicalismos peligrosos?
El discurso victimista, sigue explicando Conesa, legitima después una violencia vengadora, que justificaría la intolerancia contra el infiel y la expulsión del elemento extraño, con la segregación o la exterminación. Ciertamente así ha ocurrido a veces, aunque la violencia vengadora que ha producido más víctimas ha sido la de los totalitarismos laicos del siglo XX, empleada contra el enemigo de clase o contra las razas inferiores.
Líderes religiosos pacificadores
También cabría recordar que en nuestros días la reacción de muchos líderes religiosos no es la de la violencia vengadora, sino la del perdón y la búsqueda de la paz. Cuando el Papa Francisco escribe en 2014 a los cristianos de Oriente Medio que han sido perseguidos y expulsados de sus tierras por el Estado Islámico, les anima a ser constructores de paz y a colaborar con personas de otras religiones, con judíos y musulmanes: “El diálogo interreligioso es tanto más necesario cuanto más difícil es la situación. No hay otro camino. El diálogo basado en una actitud de apertura, en la verdad y en el amor, es también el mejor antídoto contra el fundamentalismo religioso, que es una amenaza para los creyentes de todas las religiones”.
No es esta una actitud exclusiva del Papa y de los cristianos. También entre los musulmanes, junto a los que utilizan la violencia terrorista al grito de “Alá es grande”, hay una gran mayoría de creyentes pacíficos que condenan tales ataques. En la visita que el Papa Francisco hizo en 2019 a los Emiratos Árabes Unidos, firmó con el gran imán de Al Azhar, Ahmed Al-Tayeb, un Documento sobre la fraternidad humana en el que condenaban que se intente justificar la violencia en nombre de Dios: “Pedimos a todos que dejen de instrumentalizar las religiones para incitar al odio, la violencia, el extremismo y el fanatismo ciego y que dejen de usar el nombre de Dios para justificar actos de asesinato, exilio, terrorismo y opresión”.
Frente al cliché de que las religiones llevan el germen de la violencia, creo que es objetivo reconocer que entre los líderes religiosos de hoy hay más tolerancia y colaboración que entre los políticos. Dentro del cristianismo, los enfrentamientos entre las distintas confesiones han dado paso a un clima ecuménico de colaboración y superación de malentendidos históricos, y a desarrollar acciones comunes en variados campos. También ha cambiado el clima del diálogo entre las religiones. Cuando en 1986 Juan Pablo II convocó en Asís una cumbre de líderes de distintas religiones para pedir por la paz, su iniciativa causó sensación y, en algunos, perplejidad; hoy, esto forma parte del paisaje religioso, y lo que nos extrañaría es que un líder espiritual clamara contra los creyentes de otra religión.
En cambio, en la vida política domina a menudo una polarización cada vez más agudizada, y hasta parece una traición a los propios ideales reconocer algo bueno del adversario. Así que quizá habría que contar más con los líderes religiosos para apaciguar posibles focos de tensión o violencia en algunas zonas, como de hecho ha sucedido en países subsaharianos.
Al centrar la atención en los radicalismos religiosos, a veces se olvidan los efectos violentos de la ausencia de Dios. En un discurso de 2011, a los 25 años de la reunión interreligiosa de Asis, Benedicto XVI hablaba de dos nuevas tipologías de violencia, diametralmente opuestas en su motivación: una invoca la religión para justificar actos de violencia, aunque la recta orientación del hombre hacia Dios es una fuente de paz; y la otra nace de la ausencia de Dios, bien por el ateísmo impuesto por el Estado o bien por “la decadencia del hombre, como consecuencia de la cual se produce de manera silenciosa, y por tanto más peligrosa, un cambio de clima espiritual. La adoración de Mammón, del tener y del poder, se revela una anti-religión, en la cual ya no cuenta el hombre, sino solo el beneficio personal (…) La negación de Dios corrompe al hombre, le priva de medidas y le lleva a la violencia”.
Los analistas como Conesa tienen razón al reconocer que en la Europa actual “hemos descuidado el factor religioso”, que se ha convertido en “un hecho geopolítico principal”. Quizá lo dice para ponerle más frenos. Pero en vez de creer que la religión puede recluirse en la vida privada, sería más realista valorar lo que puede aportar no solo al espíritu de cada persona, sino a la concordia social.