Octavio Rico 26 noviembre, 2003 Aceprensa
El “principio antrópico”, apasionante tema de debate entre los científicos
Por fuerza la cosmología conduce a cuestiones fronterizas entre ciencia experimental, filosofía y religión. No es solo el caso de los sabios antiguos. También los físicos de hoy se plantean preguntas de esa clase, sobre todo a propósito del llamado “principio antrópico”. A partir de los conocimientos actuales, este principio señala que las leyes y magnitudes físicas fundamentales parecen cuidadosamente afinadas para que la formación y el desarrollo del universo pudieran dar lugar a la vida en la Tierra.
El término “principio antrópico” fue propuesto por Brandon Carter en el transcurso de una célebre conferencia que este cosmólogo pronunció ante la Unión Astronómica Internacional en 1974. La idea de Carter (expresada durante dicha conferencia) se resume en pocas palabras: “Aunque nuestra situación [en el universo] no es necesariamente central, es necesariamente privilegiada en algún grado”. Según dicho principio, la vida en la Tierra y la presencia del hombre guardan una estrecha relación con el origen del universo, con su mucha edad y su enorme tamaño. En pocas palabras: el universo es como es porque el hombre existe. En su Historia del tiempo, Stephen Hawking lo dijo escuetamente así: “Vemos el universo de la forma que es porque si fuese diferente no estaríamos aquí para observarlo”.
Gran parte del revuelo que produjo, sobre todo en medios científicos, este planteamiento, se debe a una razón: el principio antrópico “razona al revés” de como lo hace, por ejemplo, la biología evolutiva u otras ciencias positivas. En efecto, en vez de decir que la vida en la Tierra apareció porque ciertas condiciones, como la temperatura o la composición de los océanos primitivos, fueron favorables, este principio mantiene que la existencia de seres inteligentes en la Tierra puede ser utilizada para explicar por qué el universo es como es y por qué las leyes físicas son como son.
Huéspedes privilegiados
Naturalmente, esta clase de razonamientos ha sido y sigue siendo objeto de intensos debates. En cualquier caso, y a pesar de que ha sido muy combatido por la corriente materialista, el principio antrópico ha supuesto un acercamiento del hombre al universo, hasta el punto de que algunos científicos han llegado incluso a hablar del universo como de un hogar para el hombre. Tal es el caso del famoso físico relativista John A. Wheeler, uno de los más destacados defensores del argumento antrópico.
Según el principio antrópico, el universo está adaptado al hombre, como si hubiese sido expresamente diseñado para que él lo habitase. Este principio, que en su forma débil es aceptado por los cosmólogos, dada su evidencia, viene a decir: las cosas en la Tierra son como son, porque en el universo fueron como fueron. Y si no hubieran sido como fueron, nosotros no existiríamos.
Es obvio y al mismo tiempo muy sorprendente el hecho de que nuestro universo, que nos tiene a nosotros como unos huéspedes sin duda muy especiales y, a la vez, como unos observadores inteligentes, impone toda una serie de restricciones a la diversidad de sus posibles comienzos. Y, del mismo modo, también quedan sometidas a restricción las leyes físicas que han regido su desarrollo (ver pág. 4).
En términos más científicos, en dicha forma débil, el principio antrópico fue enunciado así por Barrow y Tipler en 1986: “Los valores observados de todas las cantidades cosmológicas y físicas [del universo] no son igualmente probables sino que aparecen restringidos por el requisito de que existan lugares donde pueda surgir vida basada en el carbono y por el requisito de que el universo posea bastante edad para que ello haya sido ya así”. Ambos autores lo calificaron como “uno de los más importantes y bien fundados principios de la ciencia”.
Una inteligencia superior
Algunos destacados científicos, de entre los que se confiesan más bien poco afines a los planteamientos teleológicos -como es el caso, por ejemplo, de Stephen Hawking, quien en su Historia del tiempo dedicó varias páginas al principio antrópico-, se han expresado también en términos favorables en relación con dicho principio. En este sentido, cabe recordar también aquí al astrónomo Fred Hoyle, quien al reflexionar sobre las resonancias nucleares que tuvieron lugar al sintetizarse los núcleos atómicos en el interior de las estrellas -y sin las cuales la vida en el planeta hubiera sido infinitamente menos probable-, afirmaba: “Una interpretación razonable de los hechos es que una inteligencia superior ha jugado con la física, con la química y con la biología, y que no existen fuerzas ciegas en la naturaleza”.
En esa misma línea, el físico John A. Wheeler, en el Prefacio de El principio cosmológico antrópico, escribía: “No es únicamente que el hombre esté adaptado al universo. El universo está adaptado al hombre. ¿Imagina un universo en el cual una u otra de las constantes físicas fundamentales sin dimensiones se alterase en un pequeño porcentaje en uno u otro sentido? En tal universo el hombre nunca hubiera existido. Este es el punto central del principio antrópico. Según este principio, en el centro de toda la maquinaria y diseño del mundo subyace un factor dador-de-vida”.
Carter también enunció el principio antrópico fuerte, según el cual “el universo debe tener aquellas propiedades que permitan el desarrollo de la vida en él, en algún periodo de su historia”. Este, al ser menos evidente que el principio antrópico débil, ha tenido menor aceptación entre los cosmólogos. De hecho, la corriente materialista buscó enseguida el modo de neutralizarlo con las teorías de los universos múltiples. De estas teorías, entre otros temas, se trató en la conferencia que, con el título El futuro de la cosmología, tuvo lugar del 10 al 12 de octubre en la Universidad Case Western Reserve (Cleveland, Estados Unidos), en la que se dieron cita un buen número de especialistas en la materia.
¿Sólo una burbuja?
Algunos titulares de la prensa que dio cobertura a la citada conferencia dejan entrever la idea que, al parecer, dominó en el ánimo de algunos de los más destacados participantes, como es el caso, por ejemplo, de Steven Weinberg, físico teórico y premio Nobel de Física en 1979. “El cosmos conocido -se lee en uno de esos titulares- es sólo una burbuja entre las muchas posibles, según algunas teorías físicas” (El País, 5-XI-2003; traducción de un original del New York Times, 28-X-2003). Sin embargo, la pregunta clave en este campo sigue siendo esta otra: ¿Hay múltiples universos o uno solo?
La multiplicidad de universos no es, ni mucho menos, una idea nueva. Ya Demócrito pensaba que de la reunión casual de los átomos se originaron este mundo y otros infinitos. En el siglo XIII, san Alberto Magno se interrogaba en términos casi idénticos a los del título periodístico que acabamos de citar: “¿Existen muchos mundos, o no hay sino un solo mundo? Es una de las más nobles y elevadas preguntas en el estudio de la naturaleza”.
En el siglo XVIII, Leibniz, en su Monadología, habló también de un número infinito de universos posibles, de entre los cuales -decía el filósofo- Dios eligió uno: el actual, el real, por ser el mejor y el más perfecto de los mundos. Esto era lo que Leibniz, en su Discurso de Metafísica, había llamado el “principio de lo mejor”, una versión antigua de lo que siglos más tarde se ha llamado “principio antrópico”.
Actualmente, la cuestión fundamental sigue siendo en definitiva la de siempre: ¿Vivimos en un universo hecho para el hombre?
Steven Weinberg, en su libro Los tres primeros minutos del universo (1977), escribió unas palabras que casi son de obligada mención cuando se trata sobre estos temas: “Para los seres humanos -decía Weinberg-, es casi irresistible creer que tenemos alguna relación especial con el universo, que la vida humana no es solamente el resultado más o menos absurdo de una cadena de accidentes que se remonta a los tres primeros minutos, sino que de algún modo formábamos parte de él desde el comienzo”. Pero después añadía: “Cuanto más comprensible parece el universo, tanto más sin sentido parece también” (cfr. servicio 84/03).
Profetas del azar, discípulos ateos
El materialismo sigue rechazando que el orden natural observable en el universo sea fruto de una finalidad o de un designio. Los que siguen esta corriente piensan que el “azar” y la “necesidad” habrían ocasionado el choque de los infinitos átomos existentes y que de ahí habría surgido este y otros mundos. En 1970, Jacques Monod, premio Nobel de Medicina, terminó su famoso libro El azar y la necesidad con un párrafo, igualmente emblemático, en el que se señala el lugar que, según él, ocupa el hombre en el universo: “ el hombre sabe al fin que está sólo en la inmensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte”.
Quienes apoyan el principio antrópico no niegan que podría haber un número indeterminado de posibles universos, con muchas configuraciones distintas gobernadas por la casualidad. Por la teoría de las cuerdas -la denominada “teoría del todo”-, cuyas ecuaciones parecen tener un número prácticamente incalculable de soluciones, cada una de esas configuraciones representaría un posible universo distinto. Según el argumento antrópico, sólo unos pocos de estos universos posibilitarían la formación de vida.
¿Física o filosofía?
Alguno de los participantes en la citada conferencia de Case Western Reserve, como John Peacock, cosmólogo de la Universidad de Edimburgo, se declararon abiertamente a favor del principio antrópico, rechazando la idea relativamente extendida de que este principio representaba un paso atrás frente a la física. Otros, en cambio, hablaron de ese principio como de una idea más filosófica que científica. Tal es el caso del astrofísico Lawrence Krauss, de la Case Western Reserve, quien caracterizó el principio antrópico como “una forma de matar el tiempo” cuando los físicos no tenían una idea mejor. Durante uno de los debates, el mismo Krauss se mostró crítico con aquellos razonamientos antrópicos que se hallan en consonancia con la idea de que Dios había creado el universo sólo para nosotros.
Steven Weinberg, quizás el más destacado científico de los que participaron en la conferencia, suele ser citado como uno de los teóricos que ha aceptado el principio antrópico a regañadientes, como una especie de trágica necesidad para explicar el problema más complejo de todos: es -afirmaba en su conferencia, refiriéndose al principio antrópico- “el tipo de materialización histórica que los científicos se han visto obligados a realizar de vez en cuando ”. De hecho, en su disertación comparó la situación con la de una persona que, en un torneo de póquer, recibe una escalera real a la primera. “Podría ser casualidad ”, dijo Weinberg.
Del cosmos al tapete
La probabilidad de recibir casualmente una escalera real a la primera es del orden de una entre casi cien millones de jugadas posibles diferentes. De modo que, como dijo Weinberg, “podría ser casualidad”; aunque hay que reconocer que se trataría de una casualidad prácticamente milagrosa.
Los amigos del azar y de las casualidades “necesarias” siempre podrán argüir que esa ínfima probabilidad realmente no es tan pequeña si se tiene en cuenta el gran número de galaxias que se estima existen en el universo observable (unos cien mil millones, o sea, tantas galaxias como estrellas se calcula que hay en la Vía Láctea). Pero no es extraño que, en vista de lo improbable que es recibir esa baza de primeras, se hayan de barajar otras posibilidades. A una de ellas se refería Weinberg durante su intervención en dicha conferencia.
En efecto, Weinberg añadió: “Pero hay otra explicación: Vamos a ver, ¿no será que el organizador del torneo es amigo nuestro? Pero eso nos lleva al argumento de la religión”, dijo arrancando algunas risas entre los asistentes. Pero más sorprendente todavía fue la conclusión de este físico, quien como broche final de su particular partida de póquer expuso lo que para él representaba el principio antrópico: “Una hermosa explicación ateísta -dijo- de por qué las cosas son tan bonitas como son”.
Desde luego, el principio antrópico, como ya se ha señalado, no dice nada de esto, ni descarta en absoluto que Dios tenga un papel decisivo en el origen y la configuración del cosmos; de modo que la calificación de “ateísta” es sólo una aportación personal de Weinberg. Y es que, como suele ocurrir con los reduccionistas duros -y esa es la condición de Weinberg-, en las partidas de póquer puede llegar un momento en que, cuando las apuestas se disparan, surja también la tentación de sacarse algún naipe de la manga y sorprender a todo el mundo con la jugada más deseada, valiosa e inesperada. Pero en tales casos, es muchísimo más probable que alguien piense que hay gato encerrado y se corra el riesgo de que a uno lo tachen de jugar con cartas trucadas, o, peor todavía, de ser un tramposo, por mucho que conozca las reglas del juego.
En todo caso, hay afirmaciones -como esta última de Weinberg- que, al menos de momento, no van más allá de la pura especulación. Hasta ahora nadie ha podido comprobar ninguno de estos otros supuestos “múltiples universos”, ni tampoco ninguna forma de vida en el espacio, fuera de la que conocemos en la Tierra. Y si no nos encontramos ante el hecho positivo, no es posible salir de la especulación. Ahí parece encontrarse Weinberg y quienes piensan como él en relación con esos múltiples “universos” y posibles formas de vida en otros planetas.
El libro de la naturaleza
Otros grandes científicos piensan de manera bien diferente. Así, Carlo Rubbia, premio Nobel de Física (1984), en el curso de una entrevista se expresaba así: “Cuando observamos la naturaleza quedamos siempre impresionados por su belleza, su orden, su coherencia ( ). No puedo creer que todos estos fenómenos, que se unen como perfectos engranajes, puedan ser resultado de una fluctuación estadística, o una combinación del azar. Hay, evidentemente, algo o alguien haciendo las cosas como son. Vemos los efectos de esa presencia, pero no la presencia misma. Es este el punto en que la ciencia se acerca más a lo que yo llamo religión” (El País, 20-VII-1985).
Otros científicos antes que Rubbia llegaron también a percibir la armonía que existe entre el orden natural y el sobrenatural, cuando se va más allá de las meras observaciones empíricas y se intenta trascender en el conocimiento de la realidad. De un modo casi proverbial, Johannes Kepler, quien nos legó tres leyes del movimiento de los planetas, fruto de su fe en la armonía y la racionalidad de un cosmos divino, en su Astronomia nova se expresaba así: “Llegará el día en que podremos leer a Dios en el libro de la Naturaleza con la misma claridad con que lo leemos en las Sagradas Escrituras, y contemplar gozosos la armonía de ambas revelaciones”.
Octavio RicoFelices coincidencias
En su conferencia de 1974, Brandon Carter señaló algunas “felices coincidencias” en la estructura fundamental del universo. Por ejemplo, quizá la constante de gravitación universal o la constante de Planck podrían haber tenido valores distintos. El caso es que una pequeñísima variación, a más o a menos, habría sido fatal para el hombre: el universo resultante no habría podido albergar la vida.
La lista de “coincidencias antrópicas” se ha ido ampliando. Para que después del Big Bang aparecieran estrellas y planetas, se requería en primer lugar que a partir del hidrógeno -ingrediente básico de la “sopa cósmica”- se formasen elementos más pesados. El primer paso tuvo que ser la formación de deuterio, isótopo del hidrógeno. Esto es posible merced a la interacción fuerte, que mantiene unidas las partículas del núcleo atómico. Pues bien, si la interacción fuerte fuese un poco menor, no podría formarse el deuterio; si fuese un poco mayor, las estrellas se consumirían muy deprisa, y tendrían una existencia demasiado breve para dar tiempo a que apareciese la vida.
Un paso ulterior es del helio al carbono, base de la materia viva. Es muy improbable, pues ha de darse la casualidad de que, en el brevísimo tiempo (una cien mil billonésima de segundo) que dura la fusión de dos átomos de helio, choque con ellos un tercero. Menos mal que la probabilidad aumenta gracias a otra feliz coincidencia: el núcleo de carbono tiene el nivel de energía justo para que, por resonancia, el proceso se multiplique solo, como descubrió Fred Hoyle. Un nivel un poco inferior o un poco superior habría impedido que se formase suficiente carbono en el universo, y la vida habría perdido la partida.
Aun antes de todo eso, hizo falta que hubiera hidrógeno, cosa que no hay que dar por supuesta. Se debe a la determinada proporción que existe entre las magnitudes de dos fuerzas físicas fundamentales: la electromagnética y la interacción fuerte, que actúan -cada una a su manera- en el núcleo atómico. Si la relación entre esos valores fuera ligeramente distinta, el hidrógeno no sería estable. Entonces, tampoco habría agua, ni carbono, ni vida. ACEPRENSA