José María Torralba 26 noviembre, 2020
En los últimos días ha surgido una inesperada y muy necesaria conversación acerca de la presencia del cristianismo en los debates intelectuales de nuestro país. En pocos decenios hemos pasado de vivir en un Estado confesional –por suerte, superado– a que los cristianos se estén convirtiendo en una nueva minoría, al menos culturalmente. Al margen de otras razones, la ley del péndulo lo explica con sencillez: hemos ido de un extremo al otro.
Lo que plantea Diego S. Garrocho en “¿Dónde están los cristianos?” recuerda a la situación del cuento de Hans Christian Andersen en la que el rey va desnudo. Con frecuencia se asume que los valores, ideas y propuestas cristianas ocupan la posición dominante en los debates sociales, de modo que quienes no las comparten o se oponen a ellas deberían esforzarse para conseguir un espacio desde el que hacerse oír. En realidad, sucede lo contrario. Como también señala Miguel Ángel Quintana Paz en su reacción a ese artículo, lo que hoy se echa en falta es precisamente la voz de los cristianos.
Esa ausencia se explica, en parte, por el dominio de lo políticamente correcto que impone una ley del silencio, a riesgo de ser “cancelado”, por emplear un neologismo procedente de la expresión “cancel culture” que está haciendo fortuna en Estados Unidos. Sin embargo, quizá haya que buscar puertas adentro la principal razón de esa ausencia: el problema es que en muchos ambientes cristianos falta interés por el pensamiento, es decir, por reflexionar acerca de la fe que se vive.
Según decía Romano Guardini, “el cristianismo no es (…) ni una doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concretos; es decir, por una personalidad histórica” (La esencia del cristianismo). La vitalidad del cristianismo no procede de una idea, sino de una persona. Lo cual no quiere decir –a pesar del tópico– que la religión tenga miedo a la razón, sino que la vida cristiana necesita encontrar el término medio entre dos actitudes extremas: el racionalismo y el fideísmo.
La religión termina reducida a la moral. Se ve al preguntar a los padres por qué matriculan a sus hijos en Religión
Son racionalistas quienes reducen la religión a su valor simbólico: se maravillan con su capacidad de generar sentido para las personas y sociedades, pero acaban despojándola de su dimensión trascedente y se quedan con una religión sin Dios. Por su parte, los fideístas se descubren incapaces de dar razón de su fe y, quizá por eso, viven a la defensiva, adoptando con frecuencia una actitud reaccionaria ante el mundo actual.
Me atrevería a decir que ambas actitudes se encuentran muy extendidas en nuestro país. Una consecuencia es que la religión termina reducida a la moral. Es algo que se comprueba al preguntar a los padres por qué matriculan a sus hijos en la asignatura de religión (en una proporción muy superior a la de quienes se declaran católicos). La respuesta habitual es: “para que sean mejores personas”.
Solo puedo alegrarme de que haya tantos alumnos que elijan Religión y que los padres sigan confiando en el Evangelio y en esos profesores para enseñar a vivir. No se equivocan. Pero la cuestión inquietante es, como indica Quintana Paz, ¿qué queda después de todos esos años de instrucción religiosa o de la educación recibida en centros de ideario cristiano (donde se matriculan alrededor del 20% de nuestros jóvenes)?
En ocasiones me he reunido con directivos de esos colegios. Lógicamente, compartían la preocupación. Y también coincidíamos en el diagnóstico: lo que falta es que la maduración en la fe vaya acompañada de la correspondiente profundización existencial e intelectual, es decir, ayudar a los jóvenes a vivir y a pensar por sí mismos. Esperar que la catequesis de primera comunión sirva para toda la vida sería como pretender que un ingeniero pueda manejarse sabiendo poco más que la tabla de multiplicar.
El cáncer que corroe nuestra sociedad es la dialéctica del “ellos vs. nosotros”, que pone en riesgo la salud del tejido social
En cualquier caso, no se trata de esperar a que llegue esa nueva generación mejor preparada. Es preciso dar un paso al frente. Garrocho nos recuerda que estamos en una situación de guerra cultural, donde uno de los combatientes parece haber hecho mutis por el foro. De lo que no estoy tan convencido –aunque entiendo lo que quiere decir– es de que la “intelectualidad cristiana” deba añadirse, sin más, a la lista de posturas que entran en liza. Una lista que va de lo que él llama la “izquierda cultural” al “conservadurismo estetizante”.
El cáncer que corroe nuestra sociedad es la dialéctica del “ellos vs. nosotros”, que pone en riesgo la salud del tejido social. De mucho estirarlo, se puede acabar rompiendo. En haber llegado a esta situación belicosa tenemos responsabilidad casi todos, por acción o por omisión. ¿Qué pueden aportar los intelectuales cristianos? Lo primero es estar en los debates, como reclaman lo iniciadores de esta conversación.
De todos modos, la contribución más distintiva sería precisamente la transformación de los términos del debate, pasando de la lógica del poder a la del servicio. Para ello es preciso fomentar espacios de encuentro intelectual, sin juegos de suma-cero, capaces de crear un “nosotros” verdaderamente plural. A muchos esto les sonará utópico, pero lo cierto es que el cristianismo siempre ha sido paradójico (basta con recordar las Bienaventuranzas) y nadie podrá negar que el “amad a vuestros enemigos” fue una invitación a la mayor utopía de la historia.
*** José María Torralba es profesor titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Navarra.