Publicado el 7 octubre, 2020 por El sónar
La tradicional división de poderes coloca a la Justicia al margen de las presiones políticas. El juez debe ser un árbitro imparcial, que juzga la aplicación de la ley al caso concreto. Si se trata del Tribunal Constitucional, su vara de medir será lo que dice la Constitución, no lo que a su juicio podría decir ante los cambios sociales. Sin embargo, esta visión del papel de los jueces resulta demasiado ingenua para la política de hoy. En las confrontaciones actuales la Justicia parece ser la continuación de la política por otros medios, como decía Clausewitz de la guerra. Y así no es extraño que las renovaciones de los órganos judiciales se transformen en batallas políticas, como puede comprobarse en los cambios de jueces en el Tribunal Supremo de EE.UU.
En EE.UU. cada sustitución de un juez en el Tribunal Supremo es hoy vivida como una crisis política. En una sociedad muy dividida por las guerras culturales, la composición del Tribunal Supremo se interpreta en términos de conservadores contra progresistas. Por el activismo con que ambas partes viven estas sustituciones, da la impresión de que los derechos y libertades de los americanos pueden cambiar según sean quienes ocupen las nueve sillas.
Esta división implica también una diferencia en el modo de entender el papel de los jueces del Tribunal Supremo. Para los llamados “originalistas”, el papel del juez es interpretar la Constitución y sus enmiendas conforme al sentido que tenían las palabras cuando fueron promulgadas, sin arrogarse la función de descubrir en ella nuevos derechos. La tarea de adaptar la ley a los cambios sociales, dentro del marco constitucional, corresponde al poder legislativo. En cambio, los partidarios de una interpretación dinámica de la Constitución aprecian a los jueces que encuentran en ella un respaldo legal para crear nuevos derechos (los derechos que ellos propugnan). Por eso, si muere un icono liberal como Ruth Bader Ginsburg y puede ser sustituida por Amy Coney Barrett propuesta por Trump, la izquierda teme que nada sea igual y por mucho tiempo. Aunque, como tras elegido el juez ya no depende de nadie, más de una vez sus decisiones defraudan las expectativas de los que le apoyaron.
Con un poder legislativo cada vez más enfrentado y con menos espacio para iniciativas bipartidistas, el Tribunal Supremo acaba siendo el árbitro último de muchas guerras culturales, ya sea el aborto, la concepción del matrimonio, los derechos de los gais, la inmigración, el seguro médico… De ahí que muchos americanos acaben valorando a los jueces en función de si apoyarán o no sus causas públicas preferidas.
En esto no hay grandes diferencias entre republicanos y demócratas. El propio Trump presenta como un éxito político el nombramiento de jueces conservadores. Y los demócratas, que no han cesado de acusar a Trump de destruir las reglas democráticas, empiezan a hablar de ampliar el número de jueces del Tribunal, si Biden es elegido y los demócratas dominan el Senado.
Gane quien gane en las renovaciones, el resultado no favorece un buen funcionamiento de la democracia. La valía jurídica del candidato se discute menos que su orientación ideológica. Mientras que se supone que un juez debe ser imparcial, sus fans le jalean porque esperan que sea parcial a favor de sus objetivos. Y si se trata de descalificar al candidato de los otros, como ocurrió en el caso de Brett Kavanaugh, se agita un indemostrable episodio de juventud, en vez de juzgar su carrera profesional. Al final, un cuerpo no elegido como el Tribunal Supremo puede tener más influencia en decisiones políticas decisivas que los representantes de los ciudadanos.
Esta tendencia no es exclusiva de EE.UU. En no pocos países latinoamericanos la táctica de movimientos activistas en favor de causas diversas –aborto, matrimonio gay, eutanasia…– se dirige con frecuencia a provocar decisiones del Tribunal Constitucional, saltando por encima de los parlamentos y del sentir de la opinión pública. Pero este no es el genuino camino democrático para cambiar de política. Si se quiere hacer reformas, habrá que convencer a la opinión pública, movilizar a gente de ideas afines, elegir representantes que pueden apoyarlas y lograr que se aprueben leyes. Confiar en que los jueces sean nuestros salvadores es un atajo poco convincente, como no sea para pedir amparo judicial ante una arbitrariedad legislativa.
Cuando los Tribunales Constitucionales intervienen para decidir cuestiones propiamente legislativas, se resiente su legitimidad. En el caso de EE.UU. gran parte de la politización del Tribunal Supremo arranca de la sentencia Roe vs. Wade de 1973, que legalizó el aborto y desmanteló las legislaciones de los estados sobre la cuestión. La decisión no cerró el debate político sobre el aborto, que se ha prolongado desde entonces. Pero el “descubrimiento” de este nuevo derecho creó también la idea de que la opinión de una mayoría de jueces podía ser deshecha por otra mayoría. Así que ahora las batallas políticas se juegan también en terrenos de la Justicia.