Publicado el 24 junio, 2020 por El sónar
Cuando cambian los patrones morales cambian también las dudas de conciencia y los escrúpulos. Por eso es interesante estar atento a las cuestiones planteadas en consultorios éticos laicos, como el del New York Times, “The Ethicist”. En estos días de tensiones raciales, una mujer blanca que planea tener un hijo en solitario pregunta si es ético tener en cuenta la raza a la hora de elegir al donante de semen. Ya que en los bancos de semen se puede elegir en función de la raza, del color de los ojos, del nivel de educación, de la edad, etc., ¿elegir o descartar a un donante negro tiene algo que ver con el racismo?
El modo de presentarse de la mujer ya indica que quiere dejar claro su elevado estatus moral: “Soy una mujer americana, de ascendencia judía askenazi, y me esfuerzo por conducir mi vida como un agente activo contra el racismo y la supremacía blanca”. Vamos, que responde a las buenas costumbres del establishment de hoy, y que como mujer de orden asume que ser blanco es ya una complicidad con un sistema injusto. De ahí su perplejidad moral: “Si escojo un donante de color, ¿estoy condenando a mi hijo a nacer dentro de un sistema diseñado para no servirle? ¿O puedo usar mi privilegio blanco para ayudarle a luchar contra ese sistema? ¿Mi futuro hijo de color quedará separado de su herencia si tiene una madre como yo? Si escojo a un donante blanco, ¿estoy sucumbiendo a ideas racistas sobre qué rasgos son ‘deseables’, o estoy tomando el ‘camino fácil’ de que mi hijo se parezca más a mí?”.
Hay que reconocer que si la tecnología reproductiva multiplica las opciones, también crea escrúpulos morales que antes no se planteaban. En los tiempos de Adivina quién viene esta noche (¿la habrán prohibido?), el flechazo entre un mujer blanca y un hombre negro respondía a la espontaneidad del amor por encima de los convencionalismos sociales, y dejaba el color de los retoños a la lotería genética. Pero cuando en vez de una historia de amor hay una mujer sola en tratos con un banco de semen, como cliente que maneja un catálogo de posibles donantes, la decisión está llena de dudas ideológicas: ¿Estoy siendo justa con mi futuro hijo de color? ¿Si escojo donante blanco sucumbo a ideas racistas?
El encargado de la sección, Kwame Anthony Appiah, le da una respuesta bastante sensata dentro de los parámetros bien pensantes. Si incluso eligiendo un donante negro el hijo sale más bien blanco, no tiene por qué considerarlo negro; de todos modos, es bueno que no oculte al niño sus orígenes. Si, como es más probable, el niño tiene rasgos negros, tendrá que prepararlo para que conecte con la historia y la cultura de los negros; no porque la identidad negra esté en los genes, sino porque la sociedad le verá bajo esta perspectiva.
A fin de cuentas, le dice, no debería preocuparse tanto por la influencia de la herencia paterna en el hijo. “El racismo no es una razón para no tener un hijo negro, como tampoco el antisemitismo es una razón para no tener un hijo que es judío”. Por lo tanto, “escoja lo que quiera o no escoja en absoluto. Los hijos son siempre una sorpresa”.
Es cierto, los hijos nunca son exactamente lo que los padres esperan. Esto no es un problema cuando el hijo, sea de la raza que sea, se recibe como un don de Dios, que hay que criar para que sea lo que decida ser. Esto es más difícil cuando el hijo se encarga a un banco de semen, en el que se pueden elegir los rasgos del donante en función de lo que se desea o se quiere evitar al hijo.
Llama la atención que ni la que hace la consulta ni el que responde –tan atentos a ser justos con el posible hijo– se planteen si es ético que el niño sea criado sin un padre, que sea un huérfano de encargo. Probablemente esto es mucho más decisivo que el color de su piel.
De hecho, múltiples estudios sociológicos han puesto de relieve que uno de los grandes obstáculos al avance de los niños de color en Estados Unidos es la ausencia del padre en muchas familias. Los americanos negros tienen la más alta tasa de familias monoparentales y de nacimientos fuera del matrimonio. En 2018, el 65% de los hijos negros eran criados en familias monoparentales, porcentaje que en el conjunto nacional era el 35%. De los hijos de mujeres negras los nacidos fuera del matrimonio eran el 69,4%, mientras que en el total nacional eran el 39,6%.
Aunque la tasa de nupcialidad ha disminuido en el conjunto de la sociedad, entre las familias negras supone en la mayoría de los casos la ausencia del padre en la crianza de los hijos. Y cuando falta el padre, no hay una figura que sirva de modelo para el desarrollo de la masculinidad. Los datos indican, como no podía ser menos, que la probabilidad de pobreza infantil es mayor en los hogares monoparentales que en los que están a cargo de los dos padres. También muestran que los niños negros criados sin un padre es más fácil que sufran abandono escolar temprano, problemas con las drogas, promiscuidad sexual, delincuencia juvenil, y, en general, falta de guía para el desarrollo de papeles cruciales en la vida de un padre de familia.
Se puede discutir si la fragilidad de las familias negras se debe a la pobreza y a la exclusión, o si precisamente es la inestable estructura familiar la que se ha convertido en una rémora para asegurar un mejor futuro a los niños. Pero, aunque es innegable que los negros han avanzado en ingresos, educación y presencia en la sociedad, no se puede decir lo mismo de la solidez de los vínculos familiares.
Si la revolución sexual dejó su marca en todos los estratos sociales, han sido los peor situados los que han sufrido más sus costes de desintegración familiar. Por eso uno puede coincidir con el movimiento Black Lives Matter cuando dice en su manifiesto: “trabajamos firmemente por la libertad y la justicia para los negros, y, por extensión, para todos”; y, a la vez, ser escéptico ante su pretensión de “trastocar la estructura prescriptiva en Occidente de familia nuclear para apoyar otras como familias extensas y colectividades que se cuidan unos a otros”.
Más bien la izquierda estadounidense empieza a plantearse la importancia del matrimonio en la lucha contra la desigualdad. Si antes la protección del matrimonio parecía una causa propia de los conservadores, ahora también los que se consideran progresistas han comenzado a ver el matrimonio como un recurso para evitar costes sociales –explosión del divorcio, la ausencia del padre, número creciente de niños criados en familias monoparentales–, que son un freno al ascenso social. Casi podría decirse que hoy día en EE.UU. es la clase media alta la que mantiene más la tradicional familia con dos padres y un empeño común de tener hijos e invertir en su futuro. El matrimonio parece haberse convertido en un indicador más del “privilegio blanco”.
Probablemente, la mujer blanca que consulta a “The Ethicist” sobre su maternidad en solitario, pertenece a una élite liberal acomodada, con lo que el posible hijo no va a tener problemas económicos. Pero lo que sí sufrirá el niño o la niña será la ausencia de un padre, como sucede en tantas familias afroamericanas. Y eso es un hándicap, seas negro o blanco.