Publicado el 17 junio, 2020 por El sónar
Si hay algo propio del racismo, es juzgar a las personas no por su conducta individual sino por su pertenencia a una raza. No por sus méritos o faltas sino por sus genes. La visión racista lleva a considerar al otro como inferior, enemigo o culpable (o las tres cosas) por pertenecer a una raza determinada, distinta de la propia. Por eso es llamativo que las protestas de estos días contra el racismo en EE.UU. adopten en muchos casos un tono racista.
Las protestas surgidas del brutal asesinato de George Floyd denuncian el “sistemático” racismo de la sociedad americana. Sin vivir allí, es arriesgado valorar lo que siente un ciudadano negro en su vida cotidiana. Tampoco es fácil distinguir entre la influencia de unas estructuras injustas y el victimismo subjetivo.
Lo que sí llama la atención es que muchas de estas protestas revelan un enfoque racista de signo inverso. Si eres blanco, ya eres culpable. Como el racismo es sistemático y omnipresente, el blanco es responsable por definición. No solo es sospechoso de racismo, sino culpable sin que pueda demostrarse lo contrario.
Es posible que ese blanco trate de igual a igual a los negros, que no discrimine injustamente a nadie por su raza y que tenga amigos de color. No importa. Si es blanco, es heredero de un privilegio, es cómplice de una supremacía blanca, es responsable de una opresión histórica. Y si no acepta esta responsabilidad, es un signo de la “debilidad blanca”, de la debilidad moral de una raza que se resiste a reconocer sus pecados.
En el clima emocional de estos días, el único blanco aceptable es el que hace “mea culpa”, el que admite los atropellos de su raza y pide humildemente perdón. De ahí esas curiosas escenas de blancos arrodillados ante manifestantes negros, o la de los congresistas demócratas rodilla en tierra, para pedir perdón como si fueran dueños de plantaciones que acabaran de liberar a sus esclavos.
Como ya ocurriera con el #MeToo, ha empezado una carrera de instituciones por llegar antes a la concesión de indulgencia por sus culpas pasadas. En un solo día, el New York Times se hacía eco de tres: 5.700 científicos reconocían en una declaración “haber fallado a los afroamericanos”: la American Economic Association enviaba una carta a sus miembros apoyando las protestas y afirmando que “estamos empezando a comprender el impacto del racismo en nuestra profesión”; trescientos artistas denunciaban el racismo sistemático en lo que llamaban “White American Theater”; y hasta la editora de Vogue Anna Wintour se ha autoculpado de no haber dado más espacio a profesionales negros y de haber publicado imágenes o historias que podían haber sido intolerantes. Solo falta que la NBA se acuse de haber discriminado a los baloncestistas negros. Pero alguien debería explicar cómo una sociedad tan racista eligió por dos veces a Obama como presidente.
Cuando las emociones son tan intensas como las de estos días, cualquier matización se interpreta como tibieza y falta de apoyo a la causa. Así que en una sociedad tan sensible a los “discursos del odio” que puedan molestar a cualquier minoría, hay barra libre para despacharse a gusto sobre el hombre blanco.
Los pecados del pasado se proyectan así sobre los blancos de hoy como si fueran una culpa personal. De ahí esa continua mirada al pasado, a la esclavitud y al colonialismo, la demolición de estatuas y la retirada intolerante de Gone with the Wind, culpable de reflejar los estereotipos raciales de otras épocas.
El peligro de las culpas colectivas
Pero si algo enseña la memoria histórica, es que la idea de la culpa colectiva de un pueblo o de una raza es un buen expediente para el racismo y solo provoca sufrimiento y prejuicio.
Para ser capturado y vendido a los esclavistas bastaba ser negro. También para caer en un pogromo bastaba ser judío; para ser deportado a Siberia por los bolcheviques bastaba ser un kulak; para ser humillado y perseguido en la “revolución cultural” maoísta bastaba ser burgués o hijo de burgués. Lo decisivo no era la actuación personal, sino la objetiva pertenencia a un grupo. La supuesta culpa colectiva y la nobleza de la transformación pretendida justificaban esta visión sin matices.
También hoy el movimiento Black Lives Matter exige una adhesión incondicional, so pena de ser tachado de racista. Pero uno puede estar convencido de que las vidas de los negros importan, y a la vez no estar de acuerdo con manifestaciones violentas o con culpas raciales colectivas.
Atribuir todos los problemas de los negros a la supremacía blanca puede también desviar la atención ante un problema real, como es la brutalidad policial en EE.UU. Es verdad que el Estado tiene el monopolio de la violencia y que, si fallan todos los demás recursos, la fuerza de la policía es la última ratio. No cabe reprochar a la policía que no utilice recursos educativos y exhortaciones al civismo. No es su papel. Pero los hechos dan a entender que la policía en EE.UU. es de gatillo fácil y métodos innecesariamente violentos, como pudo observarse en el arresto que condujo a la muerte de George Floyd. Y eso lo sufren ciudadanos de todas las razas.
Según la base de datos Fatal Force del Washington Post, que asegura llevar cuenta de toda muerte causada por la policía en Estados Unidos, desde 2015 los distintos cuerpos de policía han matado por disparos o de otro modo a 5.360 personas, unas tres por día como media. De ellas, 887 fueron hispanos, 1.262 negros y 2.412 blancos. Otras 799 están clasificadas como “otros” o no se sabe.
Así que no solo mueren negros en enfrentamientos con la policía. Llama la atención que de las 5.360 personas muertas a manos de la policía, 321 estaban desarmadas, como ocurrió en el caso de George Floyd y en otros que suelen ocupar los titulares, lo que ciertamente pone más en cuestión la actuación policial. Pero en la mayoría de los casos los sospechosos portaban armas de fuego (3.053) o cuchillos (924) o dirigieron su vehículo contra la policía (126). Por otra parte, unos 50 policías mueren cada año en acto de servicio, algunos en emboscadas deliberadas.
Quizá un efecto positivo de lo ocurrido en estos días sea que la policía revise sus métodos de actuación, para detener a los sospechosos sin incurrir en violencia desproporcionada.
Pero si las vidas negras importan, el movimiento BLM debería inculcar también esa convicción a la propia comunidad negra. Según las estadísticas del Departamento de Justicia, el 70% de los delitos con violencia contra negros son cometidos por otros negros.
Las protestas de estos días tienen poco que ver con el movimiento pro derechos civiles de los años sesenta, en los que activistas negros y blancos lucharon juntos para superar la discriminación y crear un futuro mejor. Hoy se perpetúa el discurso de la división entre razas, el negro como víctima y el blanco como penitente con mala conciencia. Se mira continuamente al pasado como arma arrojadiza en el presente y sin la esperanza del “I have a dream” de Luther King.
Las vidas negras importan tanto como las blancas. Precisamente por eso hace falta crear un ambiente de solidaridad y justicia, en el que la pertenencia a una raza no sea el criterio para valorar a las personas.