Publicado el 29 enero, 2020 por El sónar
En muchos países de la OCDE hay una creciente preocupación por el aumento de las desigualdades de renta y de riqueza propias del nuevo capitalismo. El ascensor social parece averiado y el futuro de muchos está lleno de ansiedad. Para colmar la brecha se propone elevar el salario mínimo, subir los impuestos a los ricos para financiar prestaciones sociales, evitar la precariedad laboral… Pero no pocos economistas empiezan también a poner el acento en la relación entre estructura familiar y bienestar. Pues advierten que las crecientes desigualdades de clase reflejan muchas veces la diferencia entre familias funcionales y familias desestructuradas o que amenazan ruina.
En otros momentos esto podría parecer una cortina de humo para no afrontar conflictos de poder económico. Pero ahora también economistas que no pueden ser calificados de conservadores se atreven a tratar este problema. Así lo hace el economista británico Paul Collier en su libro El futuro del capitalismo (Ed. Debate), recientemente traducido. Al hablar del aumento de la desigualdad, señala una brecha de clase, que es también muchas veces una brecha entre distintos tipos de familia. Se refiere sobre todo a EE.UU. y el Reino Unido, pero un fenómeno similar se observa en otros países.
Tras la resaca de la revolución sexual, se ha producido una divergencia en la recuperación de la estructura familiar. Arriba tenemos hombres y mujeres con grados universitarios y con buenos ingresos, que se casan entre ellos; tienen tasas de divorcio más bajas; practican una igualdad y cooperación entre marido y mujer antes poco habitual; y prestan mucha atención a la educación de los hijos. En cambio, entre los de abajo es más fácil que se den familias desestructuradas, con más divorcios si es que ha habido matrimonio; padres en empleos poco productivos o en paro, cuyas habilidades profesionales han quedado frustradas por la globalización o el progreso tecnológico; familias estresadas por agobios económicos; hijos que a menudo viven con un solo progenitor. Dos situaciones en las que el éxito o el fracaso se transmiten fácilmente a los hijos.
Muchas de las características de las familias de éxito no solo son buenas para ellas, sino también para la sociedad, aunque a la vez hay tendencias egoístas entre los de arriba que ignoran su responsabilidad social; y a la inversa, muchos de los reveses de las familias fracasadas no son solo dramas privados sino catástrofes sociales que interesa prevenir.
Collier piensa que para reducir la desigualdad no basta una política redistributiva, sino que es necesario reforzar los vínculos familiares. Por eso las políticas públicas deben contribuir a fomentar el matrimonio y la estabilidad familiar. “No hay nada intrínsecamente conservador –escribe– en fomentar el compromiso de ambos progenitores con sus hijos; de hecho, como aspecto central de nuestras obligaciones con los demás, parecería más natural que fuera algo asociado con el comunitarismo de la izquierda que con el individualismo de la derecha”.
En algún momento, Collier acaba redescubriendo el valor de compromisos tradicionalmente asociados con motivos religiosos. Así, al hablar del matrimonio, reconoce que “necesitamos un equivalente que sea puramente laico”, de modo que también los no religiosos se beneficien de esta “tecnología del compromiso”; o cuando cita a Dietrich Bonhoeffer para subrayar que “nos encontramos a nosotros mismos cuando nos perdemos en las luchas de las demás personas que forman parte de nuestra vida cotidiana”, idea donde encontramos un eco del texto evangélico “el que quiera salvar su vida la perderá”. En definitiva, lo que Collier quiere subrayar es que debemos buscar la realización personal mediante el cumplimiento de las obligaciones con los demás, de modo especial en la familia.
Con una mirada de economista, Collier reconoce que el paternalismo social del Estado ha fracasado: “El Estado no puede sustituir a la familia”. Pero también advierte que nunca las familias estresadas habían necesitado tanto apoyo como ahora. Esta ayuda no tiene por qué ser solo del Estado, sino que puede provenir también de la sociedad civil. En esta línea sugiere un nuevo tipo de voluntariado en el que matrimonios mayores y con tiempo puedan transmitir su experiencia y su apoyo a parejas jóvenes: “En lugar de estar organizado por el gobierno, un nuevo plantel de ONG podría reclutar a personas capaces y con tiempo para ayudar a miles de familias jóvenes que no son capaces de hacer frente a sus obligaciones”.
Intentar fortalecer a la familia no es un pretexto para ignorar otras palancas económicas y educativas que pueden utilizarse contra la desigualdad. Por eso, Collier habla de lograr que las escuelas tengan una mayor diversidad social, sin que la admisión dependa de la zona de residencia; de atender a la enseñanza preescolar y profesional; de apoyar la compra de vivienda de quienes buscan un hogar, y no un activo para alquilar; de no conformarse con subsidios y fomentar la creación de empleos que puedan ser una fuente de autoestima…
Sin duda, las familias necesitan tanto ayudas económicas como apoyo social. Pero los economistas son cada vez más conscientes de los costes sociales de la desintegración familiar, y de que, para superarlos, se necesita algo más que dinero. Si intentamos arreglar los efectos de las familias disfuncionales solo con dinero, cada vez harán falta más impuestos y más subsidios; pero si logramos difundir las habilidades que fortalecen la fibra familiar, hasta podemos reducir costes.