Entre las falacias que más difusión y arraigo han obtenido entre las masas se cuenta aquella que afirma que la tradición católica es «enemiga del comercio». He podido comprobar en mis propias carnes que esta afirmación completamente disparatada ha llegado a convertirse en aserción o premisa con la que muchos loritos ignorantes encabezan sus alabanzas del capitalismo más desaforado, inevitablemente acompañadas de loas del ‘espíritu protestante’. Sin embargo, en mis lecturas de teólogos católicos preocupados por las cuestiones económicas jamás me he tropezado con ninguno que califique de inmoral el acto de comprar y vender, o que considere pecaminoso formar asociaciones o empresas con tal fin. He encontrado, en cambio, instrucciones o directrices para llevar a cabo tales prácticas mercantiles, de modo que no peligre la salvación de las almas (tanto las almas de quienes realizan estas prácticas como las de quienes de un modo u otro pueden verse afectados por ellas). A la postre, todas las instrucciones de los teólogos se resumen en la condena del afán de lucro como motor de la actividad económica (esto es, la condena de la «acumulación de tesoros en la tierra» de la que habla el Evangelio); lo cual nada tiene que ver con enemistad al comercio, ni aversión a la empresa, ni parecidas zarandajas.
En los Evangelios hallamos invitaciones a renunciar a los bienes terrenos; pero se trata de un consejo que cobra contornos de deber dirigido a aquellos que eligen la senda de la vida religiosa, como se percibe claramente en el pasaje evangélico del joven rico. Posteriormente, este pasaje se tergiversó, para favorecer una interpretación que diluyese la petición de desprendimiento de las posesiones mundanas que Cristo dirige más específicamente a su círculo de allegados (a sus sacerdotes), extendiéndola a todo quisque; con lo que al fin sólo se logró que nadie quisiera desprenderse de las posesiones mundanas (empezando, naturalmente, por los clérigos). En toda la tradición apostólica hallamos constantes exhortaciones a la práctica de la limosna y acusaciones hacia quienes buscan el beneficio y no tienen piedad del pobre; hallamos constantes execraciones de la codicia y la falsedad que rige muchas transacciones perversas. Pero, como afirma Tertuliano, «nadie debe pretender, a partir de aquí, que esto se aplique a todo comercio».
Santo Tomás, en su Suma teológica (IIa-IIae, q. 77), se pregunta si el comercio es una actividad lícita para los cristianos, para concluir que el problema no se halla en el oficio, sino en los vicios de la persona que lo ejerce. Comerciar sólo es ilícito para un cristiano cuando el comercio tiene el lucro como único fin. Y, sentada esta premisa, Santo Tomás establece los fines que debe tener el comercio lícito: el sostenimiento del propio hogar; el auxilio a los pobres; la utilidad pública (o sea, la contribución al bien común); y la ganancia como pago merecido por el trabajo, que debe repartirse equitativamente entre quienes hacen posible la actividad mercantil. Por supuesto, estos fines establecidos por Santo Tomás convierten en ilícito gran parte del tráfico mercantil admitido por el capitalismo global, que no contribuye a sostener los hogares, sino que los corrompe y destruye, haciéndolos rehenes del consumismo y los reclamos publicitarios; que no contribuye al bien común, sino a la corrosión moral de las sociedades; que no auxilia a los pobres, sino que los multiplica; que no distribuye sus ganancias, sino que las acumula en muy pocas manos. Pero la condena de las formas depravadas de comercio es la mejor prueba de la amistad hacia el comercio auténtico. Santo Tomás es, desde luego, contrario a los negocios cuya única finalidad es la producción de riqueza (como debería serlo cualquier persona sanamente constituida); pero en modo alguno condena la dedicación al comercio.
Quienes acusan a la tradición católica de «enemiga del comercio» reclaman, simplemente, que la práctica comercial se libere de orientaciones morales. Pero tal pretensión es completamente grotesca (amén de inhumana), pues el tráfico mercantil, como en general toda actividad económica, depende de decisiones humanas. Y, por depender de decisiones humanas (a diferencia, por ejemplo, de la ley de gravedad), la economía no es una ciencia física, sino una ciencia moral. Los auténticos enemigos del comercio son quienes pretenden liberarlo de orientaciones morales, dejando que el choque de codicias o egoísmos personales rija las transacciones, a modo de manita invisible.
Por lo demás, los intercambios mercantiles no son sino una imagen terrenal de los intercambios que el hombre mantiene con Dios. No hay mejor amigo del comercio que quien conoce el valor de una oración y sabe lo que cuesta un pecado.