Por Javier García Herrería. Publicado en Nueva Revista
El pasado mes de octubre Michael J. Sandel (1953) recibió el Premio Princesa de Asturias. Es un filósofo que llena aulas e incluso estadios. Insiste en que el método más adecuado para aprender filosofía es el pensamiento crítico tal y como se practica desde Sócrates. Sandel es un maestro de los ejemplos, así como de alentar a sus alumnos a pensar por sí mismos. Para ilustrar cuestiones profundas sobre la justicia se sirve de problemas actuales, desde la tortura al aborto pasando por los impuestos. En este artículo se analiza uno de los ejemplos que utiliza Sandel en su libro Justicia (Debate, 2011), la maternidad subrogada, para ilustrar sus ideas sobre qué es una acción justa.
«William y Elizabeth Stern eran una pareja de profesionales que vivía en Tenafly, estado de New Jersey (…). Querían tener un hijo, pero por sí mismos no podían, al menos no sin que la salud de Elizabeth corriese peligro: padecía de esclerosis múltiple. Por lo tanto, acudieron a un centro de infertilidad que “subrogaba” embarazos. (…)
»Una de las mujeres que respondió al anuncio fue Mary Beth Whitehead, de veintinueve años, que tenía dos hijos; era esposa de un trabajador de la recogida de basuras. En febrero de 1985, William Stern y Mary Beth Whitehead firmaron un contrato. Mary Beth aceptaba que se la inseminase artificialmente con el esperma de William, proseguir el embarazo y entregar el niño a William una vez hubiese nacido. Aceptaba además ceder sus derechos maternos para que Elizabeth Stern pudiese adoptar el niño. Por su parte, William aceptaba pagar a Mary Beth 10.000 dólares en el momento de la entrega del niño y correr con los gastos médicos (pagó además 7.500 dólares al centro de infertilidad por haber mediado en el trato).
»Tras varias inseminaciones artificiales, Mary Beth se quedó embarazada, y en marzo de 1986 dio a luz a una niña. Los Stern, anticipándose a la inminente adopción de la que iba a ser su hija, la llamaron Melissa. Sin embargo, Mary Beth Whitehead vio que era incapaz de separarse de la niña y quiso quedársela. Huyó a Florida con ella, pero los Stern consiguieron que se emitiese una orden judicial que la obligaba a entregar a la niña. La policía de Florida encontró a Mary Beth, se dio la niña a los Stern y la disputa por la custodia acabó en los juzgados de New Jersey. El juez tuvo que decidir si el contrato debía cumplirse. ¿Qué cree usted que era lo debido?».
Este es uno de los más de treinta casos que Michael Sandel aborda en su obra Justicia. La discusión sobre la moralidad de los vientres de alquiler también ha cobrado actualidad en España en los últimos meses. Cada día que pasa se multiplican los problemas derivados por la práctica de la maternidad subrogada. Sin ir más lejos, este mismo verano pudo seguirse en la prensa la situación de varias decenas de parejas españolas que no podían regresar desde Kiev, porque el gobierno español no reconocía como propios los hijos que habían adquirido y que fueron gestados en vientres de alquiler.
El propósito de la obra de Sandel es poner en diálogo las cuestiones éticas más acuciantes de nuestros días con las propuestas de los grandes filósofos de la historia. Su aportación no es tanto una nueva filosofía política, sino que quiere subrayar la necesidad de volver a Aristóteles para salir del callejón sin salida al que nos llevan las teorías modernas y contemporáneas vigentes. Para ilustrar sus ideas acudiremos al ejemplo del mercado de la maternidad, recorreremos los argumentos que se escuchan a favor y en contra de esta práctica y descubriremos qué pensadores están tras estas ideas.
Usando este ejemplo veremos cómo Sandel critica algunas de las posturas éticas dominantes en Occidente desde el siglo XVIII. El ejemplo sirve para plantear la respuesta que podría aventurarse a dar alguien que siga los presupuestos del libertarianismo, el utilitarismo, el igualitarismo o la razón práctica de Kant. Por último, señalaremos la opinión de Aristóteles sobre este asunto según la interpretación que hace Sandel.
La visión libertaria
Los que están a favor de la maternidad subrogada suelen basarse en las tesis libertarias de Locke (Inglaterra, 1632- 1704) o Friedman (EE.UU., 1912-2006), según las cuales cada uno es libre de hacer lo que quiera en el mercado, por lo menos mientras no perjudique directamente a otros. Así pues, si dos personas acuerdan algo —en este caso gestar un hijo a cambio de una retribución económica—, no habría nada de malo en ello.
Es cierto que, en no pocas ocasiones, la madre gestante preferiría quedarse con el hijo cuando termina el embarazo, pero en este caso tampoco conviene romper lo acordado —dirían estos autores—, pues no hay que olvidar la importancia para el buen desarrollo de la sociedad de cumplir los pactos. «El argumento más fuerte a favor de mantener en vigor el contrato es el de que un trato es un trato. Dos adultos habían firmado voluntariamente un acuerdo que beneficiaba a ambas partes: William Stern tendría un hijo de su propia sangre y Mary Beth Whitehead ganaría 10.000 dólares por nueve meses de trabajo». El acuerdo es libre y satisface a ambas partes, ¿acaso no es así como funciona nuestra sociedad? «El argumento libertario en defensa de los contratos dice que reflejan la libertad de elegir: dar validez a un contrato entre dos adultos acordado con el consentimiento de ambos es respetar su libertad».
Otro argumento a favor sería el de igualar los derechos de las mujeres con los de los hombres. De hecho, no permitirlo sería una discriminación injusta. «Puesto que a los hombres se les permite vender su esperma, a las mujeres se les debería permitir vender su capacidad reproductiva: si un hombre puede ofrecer los medios para procrear, a una mujer debería igualmente permitírsele hacer lo mismo». Este fue el argumento que utilizó Harvey R. Sorkow, el juez que juzgó este caso en 1987. Su sentencia finalmente dictaminó que lo mejor para el niño era que fuera educado por su padre biológico, aunque reconoció la maternidad de la mujer gestante y le concedió derecho a visitas periódicas.
Otro motivo esgrimido por los que están a favor de un libre mercado absoluto es que somos dueños de nuestro cuerpo y podemos disponer de él como queramos. Así pues, prohibir este tipo de acuerdos es tanto como prohibir a una mujer hacer con su cuerpo lo que desea.
La perspectiva utilitarista
La argumentación utilitarista llegaría a las mismas conclusiones que la libertaria y aceptaría el mercado de vientres de alquiler. Los utilitaristas, como Bentham (Inglaterra, 1748-1832) o Mill (Inglaterra, 1806-1873), sostienen que lo justo, lo bueno, es aquello que maximiza el placer y evita el dolor.
Su argumento en defensa de los contratos es «que promueven el bienestar general; si ambas partes acuerdan un trato, es que ambas deben de sacar un beneficio o alguna felicidad de ese acuerdo; si no, no lo habrían hecho». Esta es la razón por la que el mercado de vientres de alquiler está en plena expansión en países pobres, ya que gracias a ellos se facilita la competitividad comercial, supone un ahorro para las parejas que quieren un hijo (el procedimiento cuesta menos de la mitad en Ucrania que en California) y es una ayuda económica para las mujeres pobres. Esta visión «hace que resulte innegable que la subrogación comercial de la gestación puede incrementar el bienestar general. Por lo tanto, cuesta criticar desde un punto de vista utilitarista la irrupción, como negocio globalizado, del embarazo de alquiler».
Si uno objetara que las mujeres que llevan a cabo las gestaciones suelen pertenecer a países en vías de desarrollo y, por tanto, los países ricos se están aprovechando de su situación desfavorecida, el utilitarismo no haría sino subrayar que es precisamente este tipo de negocios el que facilitará que la realidad de estas mujeres cambie y mejore, pues les dará un beneficio económico que acrecentará su calidad de vida.
El liberalismo igualitarista de Rawls
Sandel aborda en Justicia el caso de los vientres de alquiler para criticar las limitaciones del libertarianismo y el utilitarismo. No pone en diálogo este tema con las opiniones de otras corrientes filosóficas porque todavía no las ha tratado en el libro. Sin embargo, para el propósito de este artículo, vamos a seguir desarrollando las tesis de Sandel relacionándolas con el mercado de la maternidad subrogada. Continuamos ahora de la mano del liberalismo igualitarista.
Los beneficios económicos de ser una gestante de alquiler han quedado claros, pero algunos sostienen que no puede decirse que quienes toman esta decisión lo hagan de una forma verdaderamente libre. El hecho de que una mujer acepte ser madre de alquiler es una prueba de su necesidad económica, pero no de su libertad. El mercado, para quienes no tienen mucho donde elegir, no es tan libre como parece.
Para tratar de corregir las desigualdades injustas del mercado, John Rawls (EE.UU., 1921-2002) —quizá el filósofo político más influyente en nuestros días— propone un liberalismo igualitarista. Su objetivo no es que todos los hombres de una sociedad tengan los mismos bienes, pero sí las mismas oportunidades para prosperar. Para ello, Rawls considera esencial que el Estado se mantenga neutral en torno a las cuestiones morales, de modo que sean los ciudadanos quienes libremente decidan qué fines particulares perseguir. Con palabras de Sandel, «los principios de la justicia que definen nuestros derechos no deben descansar en ninguna concepción moral o religiosa particular; por el contrario, se debe intentar que sean neutrales entre las diferentes visiones de cuál pueda ser la vida buena». El objetivo de la filosofía de Rawls es defender la libertad del individuo pero tratando de superar las limitaciones de las dos posturas mostradas con anterioridad.
Según el liberalismo igualitario que impulsa Rawls, en nuestra sociedad «solo se permitirán las desigualdades sociales y económicas que reporten algún beneficio a quienes estén en la sociedad en posición más desfavorable». De este modo, se corrigen las injusticias que derivan de un mercado utilitarista o libertario. Este es el motivo por el que está justificado cobrar más impuestos a los que más ganan para ayudar a quienes lo necesiten. Si aplicamos la teoría de Rawls al mercado de la maternidad, no parece que lo pueda criticar pues, ¿qué mejor ayuda para las mujeres pobres que ofrecerles una salida económica a su situación?
En palabras de Sandel, «las teorías de la justicia que aspiran a la neutralidad, sean igualitarias o libertarias pro libre mercado, tienen un gran atractivo. Ofrecen la esperanza de que la política y la justicia se libren de quedar empantanadas en las controversias morales y religiosas que abundan en las sociedades pluralistas (…). Pese a su atractivo, sin embargo, esta visión de la libertad es deficiente, como lo es la aspiración a encontrar principios de justicia que sean neutrales entre las concepciones de la vida buena que rivalizan entre sí. Esta es al menos la conclusión a la que me veo arrastrado. Tras lidiar con los argumentos filosóficos que he expuesto y habiendo observado cómo resultan en la vida pública, no creo que la libertad de elegir —ni siquiera la libertad de elegir en condiciones equitativas— sea un fundamento adecuado para una sociedad justa. Más aún, el intento de dar con principios neutrales de la justicia me parece desencaminado».
Esta es una de las aportaciones centrales de la teoría de la justicia que propone Sandel. No es posible, y tampoco deseable, que el Estado sea neutral en cuestiones morales. Cuando un Estado dice que es neutral respecto a una cuestión controvertida (sea el aborto, la investigación con embriones, la maternidad subrogada, la eutanasia), generalmente quiere decir que no actúa en contra. Así pues, por mucho que el Estado quiera ser neutral acaba toman- do partido por una de las partes pues implícitamente está haciendo un juicio moral sobre la bondad o maldad de esas cuestiones.
Las ideas de Kant
Los argumentos a favor del mercado de la maternidad están lejos de tener aceptación social suficiente. Todavía hay mucha gente que busca defender a las mujeres y a los niños de modo que sean tratados conforme a su dignidad y no simplemente como medios para satisfacer los deseos de otras personas. «Como los seres humanos tienen la capacidad de ser libres, no se nos debería usar como si fuésemos meros objetos, sino digna y respetuosamente. Este enfoque resalta la diferencia entre las personas (dignas de respeto) y los meros objetos o cosas (susceptibles de ser usados) y hace de ella la distinción fundamental de la moral. Su mayor defensor es Immanuel Kant».
Estas ideas fueron expresadas por el juez Wilentz, que juzgó en segunda instancia en el Tribunal Supremo de EE.UU. el caso de maternidad subrogada al que nos referimos al comienzo de estas páginas. «La subrogación comercial de la maternidad equivale a comprar un niño, sostenía Wilentz, y comprar niños está mal, por voluntaria que sea la venta. Rechazaba el argumento de que se paga por el servicio subrogado, no por el niño. Según el contrato, los diez mil dólares se pagaban solo cuando se entregaba la custodia y Mary Beth renunciaba a sus derechos maternales».
Quizá esta sea la propuesta de Sandel que más choca en nuestro contexto cultural. Su pensamiento subraya la idea de que hay bienes que no es bueno que estén en venta en el mercado porque al permitirse su comercio se socava su sentido. Además, que todos los bienes se encuentren a la venta fomentaría el individualismo y socavaría el espíritu cívico. Para que se vea la importancia que nuestro autor concede a este asunto, basta apuntar que su último libro aborda exclusivamente esta cuestión: Lo que el dinero no puede comprar (Debate, 2013). Con hacer una rápida búsqueda en internet se advierte que la propuesta de Sandel está teniendo un importante eco mediático.
Uno podría concluir que la filosofía kantiana constituye una buena base para fundamentar la ética y criticar el mercado de vientres de alquiler. Sin embargo, Kant —al igual que Rawls— también sostiene que el Estado ha de ser neutral respecto de las cuestiones morales pues el individuo autónomo debe legislarse a sí mismo. Ahora bien, para Sandel el intento de dar con principios neutrales de la justicia está desencaminado: «No siempre es posible definir nuestros derechos y deberes sin abordar cuestiones morales sustantivas».
Perspectiva aristotélica de la justicia
Llegados a este punto, ¿podemos saber qué es lo correcto? La propuesta de Michael Sandel es que para superar las limitaciones del utilitarismo, el libertarianismo, el liberalismo igualitarista y el kantismo, es necesario volver la vista atrás y recuperar la perspectiva aristotélica de la justicia. Puede sorprender que un intelectual de nuestros días sostenga una vuelta a los orígenes del pensamiento occidental, un retorno a Grecia, pero se ve inclinado a ello al sostener que el sentido de nuestras acciones éticas y políticas se inscriben dentro de una comunidad. Esta es la razón por la que Sandel se inscribe en el panorama del pensamiento político dentro del grupo comunitarista. De hecho su director de tesis en Oxford —Charles Taylor— es uno de los máximos representantes de ese movimiento.
La visión de la ética y la política que tiene Aristóteles es teleológica, es decir, que «para definir los derechos hemos de determinar el telos (el propósito, fin o naturaleza esencial) de la práctica en cuestión». Y no es posible hacer esto si no se atiende al contexto, al aquí y ahora. La razón para dar un Stradivarius a la persona que sabe tocar mejor ese instrumento es que el violín no se hizo para que decorara la casa de un adinerado sino para que sonara música. Por contra, la teoría igualitarista de Rawls y la ética kantiana buscaban definir los principios de la moralidad con independencia de la realidad concreta. Por eso sus planteamientos no son del todo adecuados para entender qué está realmente en juego en cada situación y quedan atrapados en un nivel abstracto ajeno a los problemas cotidianos de las personas, problemas que se relacionan tanto con la prudencia (saber qué es lo recto en esta situación concreta) como con los principios generales.
Según Sandel, para juzgar la moralidad de cualquier acción es necesario, en primer lugar, ver cuál es el propósito de aquello que se hace. Eso es lo que significa la perspectiva aristotélica. Siguiendo nuestro ejemplo: mientras no estemos de acuerdo en definir qué es la maternidad, será imposible ponerse de acuerdo sobre qué prácticas son buenas para llevarla a cabo y cuáles no; quién tiene derecho a qué y por qué razones.
Por ejemplo, podemos considerar que los siguiente objetivos son los únicos que definen la maternidad o la paternidad: criar, cuidar, educar, amar y tener una relación biológica directa con una persona. Con estas notas definitorias no habría ningún problema en aceptar el mercado de vientres de alquiler, pues el hecho de que al hijo lo geste otra persona no va contra el propósito de la maternidad.
Ahora bien, caben otras consideraciones más exigentes. Veamos dos de ellas. Primero, aceptar que la vida del hijo no es tanto un objeto o producto de mi propiedad —y por tanto algo que tengo derecho a adquirir—, como un don o sorpresa. Es decir, el hijo no sería un objeto al que propiamente se tenga derecho. La maternidad y la paternidad no deben tener un precio económico, pues esto facilita que el hijo sea tratado como cosa y se acabe teniendo la percepción de que no es un «don» sino un bien adquirido por los padres, una mercancía. Si la lógica última que trae los hijos al mundo es la del deseo de tenerlos, surge una mentalidad similar a la que aplicamos a los objetos materiales: «Deseo obtener algo, tengo dinero, lo compro». De hecho, los países que han permitido este mercado han creado un contrato que establece las condiciones con las que el comprador adquiere el producto. Si el niño no tiene las características pactadas, no se lleva a cabo la transacción. Algunos casos de abandono de niños con defectos físicos han saltado a la prensa con escándalo. Fue muy sonado un episodio de un matrimonio australiano que abandonó a uno de los dos gemelos nacidos en Tailandia porque tenía síndrome de Down. La lógica del control y del dominio sobre la naturaleza es la que aplica el hombre a las cosas materiales. Pero acomodar esta lógica al ámbito de la gestación desnaturaliza las relaciones de los padres con sus hijos.
En segundo lugar, puede considerarse como esencial en la maternidad el vínculo biológico y psicológico que se establece entre madre e hijo durante la gestación. Sin embargo, el mercado de vientres de alquiler lo omite por completo. «Un contrato que requiera a la madre que no forme ese vínculo es degradante porque la desvía de ese fin. Pone en lugar de una «norma parental», una «norma que rige la producción comercial»». Sin embargo, para admitir esta idea como un argumento en contra de la maternidad subrogada es necesario ir más allá de las filosofías que buscan definir la moral sin discutir el propósito de las acciones humanas, es decir, hay que superar a Rawls y a Kant. «La idea de que descubrimos las normas apropiadas para las distintas prácticas sociales al intentar comprender el fin característico, o propósito, de esas prácticas es el núcleo de la teoría de la justicia de Aristóteles».
La conclusión de Sandel sobre el mercado de la maternidad es que «la creación de un negocio de los embarazos de alquiler a escala mundial —y nada más y nada menos que por una política deliberada de algunos países pobres— hace más intensa la impresión de que subrogar la gestación degrada a las mujeres al instrumentalizar sus cuerpos y su capacidad reproductiva».
¿Puedo comerme a una persona si los dos llegamos a un acuerdo para hacerlo? Parece una pregunta inverosímil, pero se trata de un ejemplo real. «En 2001 —comenta Sandel— tuvo lugar una extraña cita en el pueblo alemán de Rotenburg. Bernd-Jurgen Brandes, ingeniero informático de cuarenta y tres años de edad, respondió a un anuncio de internet que buscaba a alguien dispuesto a que lo matasen y comiesen. Había puesto el anuncio Armin Meiwes, de cuarenta y dos, técnico de ordenadores. Meiwes no ofrecía ninguna compensación económica; solo la experiencia en sí. Unas doscientas personas contestaron al anuncio. Cuatro viajaron hasta la casa de campo de Meiwes para una entrevista, pero decidieron que no les interesaba. Brandes, en cambio, tras reunirse con Meiwes y sopesar la propuesta mientras tomaban café, dio su consentimiento». La historia acabó como los dos habían acordado. Descubierto el caso (y habiendo sido Brandes parcialmente comido) hubo un juicio acusando a Meiwes de canibalismo y asesinato.
Desde una lógica libertaria o utilitarista es muy difícil criticar esta acción. Al fin y al cabo los dos hombres llegaron a un acuerdo libre que satisfacía a ambas partes. Además, su acción no atentaba contra los derechos de otras personas. Desde el imperativo categórico kantiano sí que es más fácil criticar el canibalismo pactado, pues es difícil aceptar que una actuación así pudiera considerarse una forma de proceder universal. En cambio la perspectiva aristotélica ampliaría el foco de la discusión no solo a los efectos que tiene la acción sobre las personas implicadas, sino que también iluminaría las consecuencias que esta acción tendría sobre todos los miembros de la sociedad.
Profundizar de este modo permite aclarar el telos, la finalidad por la cual vivimos en sociedad o tenemos deberes unos con otros pues todo lo que hacemos es susceptible de influir en los demás, etc. Es decir, vamos pasando de una perspectiva individualista de la ética a una perspectiva que engloba todos los aspectos que afectan al bien común. Eso es lo propio de la perspectiva aristotélica. El ejemplo del caníbal nos pone en relación con «una de las grandes cuestiones de la filosofía política: una sociedad justa, ¿ha de perseguir el fomento de la virtud de sus ciudadanos? ¿O no debería más bien la ley ser neutral entre concepciones contrapuestas de la virtud, de modo que los ciudadanos tengan la libertad de escoger por sí mismos la mejor manera de vivir?».
La conclusión de Sandel
«En el curso de este viaje hemos explorado tres maneras de enfocar la justicia. Una dice que la justicia consiste en maximizar la utilidad o el bienestar (la mayor felicidad para el mayor número). La segunda dice que la justicia consiste en respetar la libertad de elegir, se trate de lo que realmente se elige en un mercado libre (el punto de vista libertario) o de las elecciones hipotéticas que se harían en una situación de partida caracterizada por la igualdad (el punto de vista igualitario liberal). La tercera dice que la justicia supone cultivar la virtud y razonar acerca del bien común. Como ya habrán imaginado llegados a este punto, me inclino por una versión del tercer enfoque».
La conclusión de la obra de Sandel es que, sobre todo, la perspectiva aristotélica de la justicia permite entender lo que está en juego en las acciones morales. No se llega a una sociedad justa solo maximizando la utilidad o garantizando la libertad de elección. Para llegar a ella hemos de razonar juntos sobre el significado de la vida buena y crear una cultura pública que acoja las discrepancias que inevitablemente acaban surgiendo. Mill, Locke, Kant, Friedman o Rawls trataron de arrojar luz sobre muchas cuestiones éticas de su tiempo, pero sus perspectivas re- sultan insuficientes para entender adecuadamente qué es lo justo en cada caso.
Sandel concluye que el Estado no puede ni debe ser neutral en cuestiones morales. Incluso es un firme partidario de que los argumentos morales de las doctrinas religiosas entren en la discusión pública, pues no hacerlo empobrece la democracia y acaba siendo contraproducente. «Necesitamos una vida cívica más robusta y comprometida que esta a la que nos hemos acostumbrado. En los últimos decenios hemos llegado a dar por sentado que respetar las convicciones morales y religiosas de nuestros conciudadanos significa ignorarlas (al menos para fines políticos), dejarlas en paz y llevar nuestra vida pública sin referirnos —en la medida de lo posible— a ellas. Pero eludirlas de esta manera no consiste sino en un respeto espurio».
Para conseguir una sociedad más justa Sandel propone cuatro ideas. En primer lugar revitalizar un intenso sentimiento comunitario que cultive «en los ciudadanos una preocupación por el conjunto, una dedicación al bien común. No puede ser indiferente a las actitudes y disposiciones, a los “hábitos del corazón”, que los ciudadanos llevan consigo a la vida pública. Debe encontrar una forma de apartarse de las nociones puramente privatizadas de la vida buena y cultivar la virtud cívica».
Segundo, es necesario poner límites morales a los mercados. No todo debe estar a la venta, por ejemplo la maternidad. Pero también cabe reflexionar sobre otras cuestiones. «Abundan los ejemplos: a los alumnos de un centro de enseñanza que tiene resultados inferiores a la media, ¿se les puede dar dinero si sacan una nota buena en un examen estandarizado? ¿Y primas a los maestros que mejoren los resultados de sus alumnos en esos exámenes? Los estados de Estados Unidos, ¿deben recurrir a empresas para encarcelar a sus presos? Estados Unidos, ¿debe simplificar su política de inmigración aplicando la propuesta de un economista de la Universidad de Chicago de vender la ciudadanía estadounidense por cien mil dólares?».
En tercer lugar Sandel propone disminuir la desigualdad entre ricos y pobres, pues «socava la solidaridad que la ciudadanía democrática requiere. Por lo siguiente: a medida que aumenta la desigualdad, ricos y pobres viven vidas cada vez más separadas. Quienes tienen dinero mandan a sus hijos a colegios privados (o a los colegios públicos de las urbanizaciones de gente pudiente) y dejan las escuelas públicas de los barrios a los niños de las familias a las que no les queda otro remedio que llevarlos a ellas. Una tendencia similar conduce a la secesión de los privilegiados de los demás centros e instituciones públicas. Los clubes privados sustituyen a los polideportivos y las piscinas municipales. Las zonas residenciales de alto nivel económico contratan guardas de seguridad y dependen menos de la protección de la policía. Un segundo o tercer coche elimina la necesidad del transporte público. Y así sucesivamente. Los que tienen dinero se apartan de los lugares y servicios públicos, que quedan solo para los que no pueden pagar otra cosa.
Esto tiene dos efectos nocivos, uno fiscal y otro cívico. Por un lado, los servicios públicos se deterioran, ya que quienes ya no los usan están menos dispuestos a costearlos con sus impuestos. Por otro, las instalaciones públicas —escuelas, parques, áreas de juegos infantiles, centros cívicos— dejan de ser lugares donde se encuentran ciudadanos que siguen caminos diferentes en la vida. Los centros públicos que antes reunían a los ciudadanos y hacían las veces de escuela informal de virtudes cívicas ahora abundan menos y están más lejos los unos de los otros. El vaciado de la esfera pública dificulta que se cultiven la solidaridad y el sentimiento comunitario de los que depende la ciudadanía democrática.
Así pues, aparte de sus efectos en la utilidad o en el consenso público, la desigualdad puede corroer las virtudes cívicas. Los conservadores enamorados de los mercados y los liberales igualitarios partidarios de la redistribución pasan por alto esa pérdida. Si la erosión de la esfera pública es el problema, ¿cuál es la solución? Una política del bien común tomaría como una de sus primeras metas la reconstrucción de la infraestructura de la vida cívica. En vez de centrarse en la redistribución con la intención de ampliar el acceso al consumo privado, gravaría a las personas… para reconstruir los servicios e instituciones públicos, a fin de que, así, ricos y pobres disfruten de ellas por igual».
La cuarta propuesta de Sandel subraya la importancia de crear una política del compromiso moral. Es decir, no dejar los asuntos morales para la vida privada. Sin duda alguna esto generará problemas y dificultades. No se solucionarán todos los dilemas morales ni se acabará con los debates en la esfera pública, pero sí que nos pone en buena dirección para descubrir qué es lo bueno y justo en cada situación particular. «No hay garantía alguna de que la deliberación pública sobre arduas cuestiones morales conduzca en toda situación a un acuerdo, o siquiera a que se aprecien los puntos de vista morales y religiosos de los otros. Siempre es posible que conocer mejor una doctrina moral o religiosa haga que nos guste menos. Pero no lo sabremos si no lo intentamos. Una política basada en el compromiso moral no solo es un ideal que entusiasma más que una política de la elusión. Es también un fundamento más prometedor de una sociedad justa».