Publicada porRafael Robles 20 Mar 2019
La editorial TEELL ha publicado recientemente un libro titulado Mejoramiento humano, en el que reconocidos investigadores del transhumanismo, coordinados por Nick Bostrom y Julian Savulescu, comparten sus argumentos acerca de los peligros y beneficios que el mejoramiento humano reportarán en los próximos años.
Norman Daniels inicia el libro con un capítulo titulado “De verdad se puede hablar de naturaleza humana modificada desde el punto de vista de la ética?”. Dado que desconocemos a ciencia cierta qué significa realmente “naturaleza humana” Daniels trata de definirla para, con esta premisa, poder dictaminar las condiciones que han de cumplirse para modificar biológicamente los rasgos cognitivos de las personas. Pero la realidad es tozuda y no se da con una definición de naturaleza humana o de persona que satisfaga a la comunidad científica y filosófica.
Por otro lado Eric T. Junger problematiza la cuestión de dónde intervenir para el mejoramiento humano, si en los genes o en las oportunidades para la creatividad que hace posible el genoma humano, decantándose por éste último. Para Junger “el depósito de respeto mutuo, buena voluntad y tolerancia a la diferencia parece estar permanentemente en riesgo de secarse. Este es el verdadero patrimonio frágil sobre el que deberíamos trabajar para dirigir la investigación genética a favor del futuro” (p. 61)
Ryuichi Ida se centra en el mejoramiento humano desde la perspectiva japonesa, para la cual el utilitarismo, tan en boga en Occidente, no se ve con buenos ojos. Es así que en Japón se ve con escepticismo el mejoramiento pues “amenaza con desvanecer nuestra apreciación por la vida como regalo, y con dejarnos sin nada que afirmar u observar fuera de nuestra propia violuntad” (94).
También Susumu Shimazono ofrece argumentos en contra del mejoramiento desde la perspectiva japonesa, que es más escéptica que la occidental y carente de esa fuente de orgullo que supuso la Ilustración europea. Según Shimazono, los japoneses reniegan del poder de la razón y se interesan más por el valor de la solidaridad. Es así que Shimazono concluye que lo bueno de las investigaciones sobre el mejoramiento humano es que es “una oportunidad para desarrollar una nueva solidaridad mientras trabajamos juntos para alcanzar un consenso” (324).
Frances Kamm se pregunta qué es correcto y qué no lo es en el mejoramiento, concluyendo que “no hay razón para preocuparse por que tener esas capacidades morales interfiera en los bienes inconcebibles; porque si estas capacidades morales interfieren con otros bienes, significa simplemente que esos otros bienes no son opciones permisibles desde un punto de vista moral para nosotros” (134).
John Harris se declara claro partidario del mejoramiento arguyendo que “decidir negar un beneficio es, en cierto modo, dañar al individuo que rechazamos mejorar” (137). De este modo refuta convincentemente los argumentos, mejorables, del principio de precaución (“en ausencia de conocimientos predictivos sobre lo peligroso que puede ser no tocar las cosas, no tenemos ningún fundamento racional para adoptar un enfoque de precaución que favorece el statu quo -139″; del jugar a ser Dios (“estas hipótesis son supersticiosas o falaces, o, normalmente, ambas. Si fuese erróneo interferir con la naturaleza, no podríamos, entre muchas otras cosas, practicar medicina” -140); y de la clonación y la preservación del genoma humano como patrimonio común de la humanidad (la ONU no se da cuenta de que, de hecho, la clonación es el único camino de reproducción que puede preservar el genoma humano -141). De este modo Harris concluye que “el inmenso imperativo moral para la terapia y el mejoramiento es evitar daños y conferir beneficios. Inmersos en este halo de moralidad, no es importante si la protección o los beneficios obtenidos se clasifican como mejoramientos, mejoras, protecciones o terapias” (161).
C.A.J. Coady analiza detenidamente en su capítulo la expresión “jugar a ser Dios” concluyendo que “las actitudes implicadas en el jugar a ser Dios pueden encontrar lugar fácilmente en la defensa del statu quo. Los que se resistían a las tendencias modernizadas que fomentaban la igualdad de las mujeres estaban, sin duda, jugando a ser Dios con las vidas de la gente. Se daba por supuesto conocimiento sobre el papel de la mujer en el mundo, que era presuntuoso e infundado. Es tan probable encontrar el reflejo de la arrogancia en los ojos de un ferviente tradicionalista com o en los de un firme revolucionario. (189).
Eric Parens se centra en analizar la estructura del debate entre pro-transhumanos y anti-transhumanos. Piensa que en realidad tienen más puntos en común que de enfrentamiento y aclarando dichos equívocos ambos pueden estar en el mismo bando del mejoramiento humano: les une que ambos parten de una idea moral de autenticidad. Parens afirma que las concepciones diferentes de lo que es auténtico nacen de lo que él denomina “marcos éticos diferentes”, es decir, “distintos grupos de compromisos que apoyan y dan forma a nuestra respuesta a preguntas sobre, entre otras cosas, nuevas tecnologías de mejoramiento” (198). La conclusión de Parens es clara: más dialectic y menos elenchus, es decir, debatamos para comprender y no tanto para vencer a nuestro interlocutor.
Arthur L. Caplan critica en su capítulo “¿Bueno, mejor o lo mejor?” a los antimelioristas a partir de lo que expresan en el informe del Presidente de Bioética Beyond Therapy y les critica que ni siquiera tienen claro lo que significa la naturaleza humana. Su dictamen es contundente: el problema es la mala educación, no la mala tecnología” (219).
Julian Savulescu, en su clara línea a favor del biomejoramiento titula su capítulo “El prejuicio humano y el estatus moral de los seres mejorados: qué le debemos a los dioses”. Tras proponer diversos ejemplos reales de los avances científicos en cuanto a la creación de seres humanos transgénicos, critica el concepto de “personismo” que sostiene que matar seres humanos que son personas está mal, pero no está mal matar seres humanos que no sean personas, u otros seres vivos que no sean personas. Su conclusión es clara: no hay que preocuparse de los transhumanos, “de lo que debemos asegurarnos es de que el mundo posthumano sea lo suficientemente moral” (250).
Dan W. Brock se plantea la cuestión de si es incorrecto elegir las características biológicas de nuestros hijos y por tanto analiza concienzudamente en su capítulo el concepto de “selección” para concluir que no es incorrecto, sino todo lo contrario. De este modo deja la cuestión abierta pues decir que está mal elegir a nuestros hijos no es un buen argumento, habrá que buscar otros argumentos.
Peter Singer, al que Savulescu tildó en su capítulo de “infame” (231), no tiene demasiadas pegas contra el mejoramiento genético pero sí le ve cierto sinsentido en cuando a que no parece que ello vaya a traer la paz mundial, objetivo último que debiera ser el de toda empresa de la humanidad.
Torbjörn Tännsjö dedica su capítulo al dilema ético que supone el mejoramiento médico dentro del mundo del deporte de élite, defendiendo que no existe impedimento moral para dicha mejora. Lo resume bien en esta frase: “de la misma forma que podemos permitir que una pianista adquiera dos dedos extra para tocar mejor, podemos permitir que un atleta adquiera piernas de tres metros para saltar más alto. Lo que cuenta, tanto en la música como en el deporte, es la calidad estética, que ofrezca un buen entretenimiento” (338)
Christine Overall se centra en la cuestión de la injusticia que podría suponer que, según la clase social a la que se pertenezca, se pueda acceder o no al mejoramiento. Sin embargo concluye que, lejos de ser injusto, el mejoramiento será una de las claves de la justicia social: “La igualdad puede requerir que se utilicen las tecnologías de mejoramiento de la vida, tanto como sea posible, para eliminar o, al menos, reducir las cargas que sufren los miembros de grupos desfavorecidos como los pobres o las víctimas de la discriminación racial (…) y para compensar los daños resultantes de una opresión basada en la pertenencia a categorías sociales” (352).
Daniel Wikler se pregunta en su capítulo cuál sería el efecto del mejoramiento selectivo de la capacidad intelectual y su conclusión viene dada por una pregunta retórica (o no tanto): ¿nos molesta esta perspectiva porque ellos estarían en nuestro lugar? (369)
Robin Hanson analiza la influencia del mejoramiento humano en el manejo de la verdad y la posibilidad/imposibilidad de mentir ante el surgimiento de nuevos poderes mentales. Concluye con una pregunta: “¿Cómo pueden estar tan seguros de que su juicio moral es mejor que el de aquellos a los que regularían, especialmente los juicios de nuestros descendientes mejor informados y más orientados a la verdad? (385).
En el último capítulo Nick Bostrom y Anders Sandberg analizan el concepto de “sabiduría de la naturaleza” para confrontarlo con el de “sabiduría del hombre”. Si la naturaleza es sabia interviniendo en el ser humano mediante la fuerza de la adaptación evolutiva, más lo es la sabiduría del hombre que ejerce sobre sí mismo un modelaje para perfeccionarse más aún si cabe.
En definitiva, es una recomendable lectura para quien quiera estar informado de las últimas batallas dialécticas en un tema tan apasionante como conflictivo que afecta directamente a nuestra más íntima naturaleza como seres humanos.