El filósofo inglés indaga en un documental de la BBC sobre cómo se han deteriorado los cánones de belleza en el mundo actual. Por José Ramón Ayllón Publicado en Nueva Revista 7 junio, 2018
Me llamo Roger Scruton y soy filósofo y escritor. Mi oficio es hacer preguntas. Estos últimos años me he preguntado por la belleza, cualidad fundamental para nuestra civilización durante más de 2000 años”. Así se presenta en pantalla este prestigioso profesor de estética (véase el vídeo que insertamos a continuación), que explica, a lo largo de una amenísima hora, la importancia de la belleza.
Desde sus inicios griegos, explica Scruton, la filosofía ha reflexionado sobre el papel de la belleza en el arte, en la poesía, la música, la arquitectura y la vida cotidiana. Los filósofos han argumentado que a través de ella damos forma al mundo como un hogar, y llegamos a entender nuestra propia naturaleza como seres espirituales.
Durante siglos, añade, la gente educada ha pensado que el objetivo de la poesía, el arte o la música era la belleza. Ese objetivo cambió en el siglo XX, cuando el arte se empeñó en molestar y romper tabúes morales. La belleza fue destronada por la originalidad, incluso por el culto a la fealdad. También la arquitectura dejó de tener alma y degradó nuestro entorno habitable. En paralelo, lengua, música y costumbres se hicieron cada vez más estridentes y ofensivas, como si la belleza y el buen gusto ya no tuvieran cabida en nuestras vidas.
En arquitectura, el funcionalismo apostó por la utilidad y prescindió de la belleza a la hora de diseñar colmenas habitables, edificios de oficinas y estaciones de autobuses. Eso llenó nuestras ciudades de fealdad y mutilación, olvidando que no todas nuestras necesidades son prácticas, pues tenemos necesidades espirituales y morales, éticas y estéticas.
En palabras de Scruton: “Creo que perder la belleza es peligroso, pues con ella perdemos el sentido de la vida. Y es que no estamos hablando de un capricho subjetivo, sino de una necesidad universal de los seres humanos. Sin ella, la vida es ciertamente un desierto espiritual”.
Los grandes artistas del pasado no ignoraban que la vida humana está llena de caos y sufrimiento. Pero conocían el remedio de una belleza que conjura la tristeza y nos afirma en la alegría. Muchos artistas modernos creen, por el contrario, que la misión del arte es mostrar la vida tal cual es, sin embellecerla. Pionero involuntario de esa nueva estética fue Marcel Duchamp, cuando firmó y mostró un urinario en el Salón de los Independientes, de Nueva York, en 1917. Desde entonces se puso en duda la misión de elevar al espectador a un plano moral o espiritual superior. Al buscar la originalidad y el impacto, la belleza dejó paso a la broma elaborada, con la complicidad de una crítica incapaz de reconocer que el rey va desnudo.
Si el concepto de belleza es escurridizo hasta el punto de no dejarse definir satisfactoriamente, Scruton lamenta que el relativismo de nuestro tiempo haya acentuado la indefinición de forma grotesca. Ya no sabemos lo que es arte, y los propios artistas han renunciado a la belleza para embarcarse en la pura libertad creativa. Puesto que esa libertad subjetiva es el máximo valor, no se necesita técnica alguna, y el artista plástico puede infligir a un objeto todas las acciones que se le ocurran: chorrearlo de pintura, empaquetarlo, pegarlo, despegarlo, rascarlo, ahumarlo, sembrarlo de bacterias, apuñalarlo, acribillarlo, quemarlo, sumergirlo…
Frente a la devaluación de estos juegos contrasta la elevación de la larga tradición platónica. Scruton apela al filósofo ateniense y lo resume con brillantez. Platón concibe la belleza como una llamada de otro mundo, una salida de la caverna a la luz verdadera, un puente entre el cielo y la tierra. Él pensaba que los seres humanos somos peregrinos en camino hacia el más allá, aspirando siempre a la divinidad que vislumbramos a través de la belleza corporal. Ante todo, la del rostro humano. Esa belleza excita en el alma el recuerdo de su origen y la nostalgia de una felicidad perdida. El amor apunta, por tanto, más allá del amor. Pero si deseamos que nos enriquezca hemos de controlar su impulso, protegerlo de las posibilidades de falseamiento o corrupción propias de la lujuria. El amor consiste en dar, mientras la lujuria quiere poseer, tratar al otro como un objeto desechable.
Scruton reconoce que esta teoría puede hoy resultar pintoresca, pero nos recuerda que su influencia ha sido enorme a lo largo de la historia, tanto en filósofos como en teólogos, poetas, novelistas o pintores. Escoge dos ejemplos elocuentes: El nacimiento de Venus, pintado por Boticcelli, y el retrato de la madre de Rembrandt. La modelo de Boticcelli fue Simonetta Vespucci, a quien el pintor amó hasta la muerte. El cuadro quiere despertar el amor puro y platónico por la belleza, más allá del deseo sexual. En Rembrandt, el retrato de su anciana madre muestra algo muy superior a la decrepitud de la edad: muestra su alma, carne transformada por el espíritu.
Durante muchos siglos, toda la Europa cristiana pensó, con Platón, que “la belleza era la revelación de Dios en el aquí y ahora”. Hasta que Shaftesbury, en el siglo XVII, propuso ver el mundo sin trascenderlo. La flor no es un mensaje de Dios: “el mensaje de la flor es la flor”. El paisaje, pintado hasta entonces como simple fondo de una historia, pasa a ocupar el protagonismo del cuadro, mientras las figuras humanas se pierden en un rincón.
Es cierto que la vida cotidiana llena nuestro día con innumerables solicitaciones. Pero hay momentos donde lo sublime puede aparecer inesperadamente y transportarnos más allá del tiempo y del espacio. Para Platón, la única explicación posible es trascendente. Kant, mucho más sobrio, viene a decir lo mismo: que la experiencia de la belleza nos conecta con el último misterio del ser y nos pone en presencia de lo sagrado.
En la experiencia del amor intenso, el rostro y el cuerpo de la persona amada parecen imbuidos de una vida mucho más plena, como si no pertenecieran a este mundo. Los poetas han hecho correr ríos de tinta para explicar esta extraña situación, pero no lo han conseguido. Hoy, por el contrario, muchos artistas se enfrentan a la belleza con desdén, como si fuera un residuo de otra época. Y en su rechazo llegan a la profanación, la blasfemia y la degradación del amor. “Me parece que la característica más importante de nuestra cultura postmoderna es que se trata de una cultura sin amor”.
Nuestras vidas están llenas de ruido y furia, es verdad. Pero el arte no debe aprobar esa alienación. Debe, por el contrario, encontrar caminos donde lo real y lo ideal puedan convivir en armonía. “En mi propia vida la música me ha permitido, más que otras manifestaciones artísticas, encontrar ese camino”, reconoce Scruton, mientras interpreta al piano el Stabat Mater de Pergolesi. El compositor tenía 26 años cuando escribió esa pequeña partitura. En ella describe el dolor de la Virgen María junto a la cruz de su Hijo moribundo. Todo el sufrimiento del mundo está simbolizado en ese pentagrama exquisito. También Pergolesi se estaba muriendo, aquejado de tuberculosis, pero la cruz de Cristo le enseña que la muerte no tiene la última palabra.
“En esta película he descrito la belleza como un recurso esencial -recapitula Scruton-. Con ella convertimos el mundo en nuestra casa, y al hacerlo ampliamos nuestras alegrías y encontramos consuelo para nuestros dolores. Esa capacidad de la belleza para redimir nuestro sufrimiento la asemeja a la religión. De hecho, lo sagrado y lo hermoso son dos puertas que se abren a un solo espacio: el espacio donde encontramos nuestro hogar”.