Publicado el 13 marzo, 2019 por El sónar
La ideología oficial del momento mantiene que la identidad de género depende de lo que uno “siente”, no de su sexo biológico. En su versión más radical, las consecuencias jurídicas de la identidad sexual dependerían solo de una “autodeclaración”, que debería ser aceptada por todos, sin más comprobaciones ni requisitos. Pero ¿qué ocurre cuando esta teoría se aplica a una actividad como el deporte, donde cuenta tanto lo biológico?
El asunto empieza a preocupar a las mujeres deportistas, que en las competiciones femeninas se encuentran con nacidos varones que han decidido ser mujeres transexuales y que les disputan un puesto en el podio. La pretensión provoca un dilema: ¿hay que permitirles que compitan como mujeres para respetar su sentimiento o apartarles de las pruebas femeninas en nombre del fair play que rechaza la ventaja biológica?
La extenista Martina Navratilova se ha atrevido a decir en voz alta lo que piensan otras muchas mujeres deportistas. “Uno no puede simplemente declararse mujer y ser autorizado a competir con mujeres. Debe haber ciertos criterios, y tener pene y competir como mujer no debería cumplir ese criterio”.
Era una declaración a contracorriente que le valió críticas, pero Navratilova no solo no retrocedió sino que insistió: “Es descabellado y engañador. No tengo inconveniente en dar a una mujer transexual el tratamiento que prefiera, pero no me gustaría competir contra ella. No sería justo”.
El resquemor entre las deportistas debe de ser mayor de lo que parece, pues Navratilova ha encontrado el respaldo de otras deportistas de élite, entre ellas Chris Evert, Billie Jean King, Sally Gunnell o Paula Radcliffe. No es extraño que una deportista sea especialmente consciente de la ventaja que otorga la biología y de lo que cuesta sacar todo el potencial del cuerpo, por lo que no aceptará fácilmente que el sexo dependa solo de lo que uno siente.
Navegando entre lo políticamente correcto y las reglas del fair play, el Comité Olímpico Internacional estableció en 2016 que los hombres transexuales podían competir sin restricciones en pruebas masculinas, mientras que en las pruebas femeninas los nacidos varones que se consideran mujeres transexuales deberían demostrar que su nivel de testosterona estaba durante doce meses por debajo de cierto nivel. Lo cual exige someterse a un tratamiento para reducir el nivel de esta hormona que otorga una ventaja al sexo masculino.
Pero cada vez más las mujeres deportistas se quejan de que la testosterona no es la única ventaja. Un pívot transexual de dos metros siempre tendrá una ventaja de estatura sobre mujeres jugadoras, cualquiera que sea su nivel de testosterona. Y un cambio de sexo no modifica hechos biológicos como los que señala Navratilova: “Un hombre desarrolla desde la infancia una musculatura y una densidad ósea, así como un mayor número de glóbulos rojos portadores de oxígeno”, lo que le otorga una ventaja si compite contra mujeres.
Frente a las realidades biológicas, los defensores de las deportistas trans apelan al poder transformador del mero sentimiento: “Las mujeres transexuales son también mujeres”, dicen. Si hemos de creer a la diputada británica Layla Moran, ella puede saber el sexo de alguien no atendiendo a su cuerpo, sino “mirando en su alma”. Pero como por el momento no hay un VAR del alma, los organismos deportivos tienen que atenerse a criterios más prácticos.
Es más, si hay tanto empeño en luchar contra el dopaje que potencia el cuerpo con sustancias artificiales, dar por buena sin más la ventaja biológica de los transexuales que compiten como mujeres sería como aceptar un dopaje genético.
Este asunto ha sacado a la luz un conflicto larvado entre feministas y movimientos LGTB, tradicionalmente aliados. La feminista Germaine Greer se convirtió hace ya tiempo en piedra de escándalo por afirmar que el fenómeno de las mujeres trans no es más que un nuevo modo de colonización masculina del otro sexo, un intento fallido por parte de hombres de apropiarse de características femeninas.
También Navratilova ha sido acusada de “transfobia” por suscitar este tema en el deporte. Quizá es una ironía que la tenista, militante lesbiana, que tildó de “homófoba” a la también célebre tenista australiana Margaret Court por no aceptar el matrimonio gay, sea pagada ahora con la misma moneda. Pero ya se sabe que las fobias están muy repartidas.
Las feministas, que siempre han estado luchando para que las mujeres accedan a puestos monopolizados por los hombres, se encuentran con que unos nacidos varones quieren disputarles los puestos en competiciones exclusivas de mujeres. Ahora son las deportistas las que recuerdan que la biología no es irrelevante. Pero también han surgido otras voces que van en la misma línea, como las que piden que en las cárceles las mujeres trans no estén junto a las demás mujeres.
Quizá las competiciones deportivas pueden servir para abrir un debate sobre el sexo y el género que se ha querido clausurar. El papel, incluso el del “Boletín Oficial del Estado”, lo aguanta todo, y puede proclamar que el sexo depende solo de lo que uno sienta. Pero la evidencia de la carrera, el salto y el lanzamiento recuerda que la naturaleza no puede ser olvidada.