Por Javier Aranguren Publicado en Nueva Revista 25 febrero, 2019
«Pero si uso mi tiempo en tratar a los estudiantes, ¿cuándo haré mi trabajo?». Esta pregunta, planteada por Rollo W. Brown en 1948 [1] enmarca las inquietudes sobre las que investiga Harry R. Lewis en su libro Excellence Without a Soul. Does Liberal Education Have a Future? [2]
Es preciso advertir que no se trata de ‘un título más sobre la identidad de la universidad’. Lewis fue decano de Harvard College, de 1995 a 2003, es decir, una figura central en la educación de los jóvenes en la que se considera la mejor universidad de Estados Unidos, y tal vez del mundo.
Pero como trata de mostrar Lewis a lo largo de las 270 páginas del libro, el título de ‘mejor universidad’ no es suficiente para asegurar que allí se hagan bien las cosas.
Educar: lo que queda después de haber olvidado
Ya en la introducción (p. xi) Lewis quiere subrayar que el principal problema es el de la identidad. ¿Qué es Harvard? ¿Una universidad de investigación –research university– o de docencia? Más todavía, ¿qué debería ser en el nivel de college, en lo que aquí llamaríamos grado o licenciatura? Cuando la tarea principal de la universidad se concentra en investigar, y es a la investigación a la que se conceden las principales recompensas (tanto económicas como de posibilidades de pasar a la tenure, es decir, al puesto fijo entre los profesores), hay dos tareas que se valoran a la baja: la docencia y la orientación (mentoring).
El problema, dice Lewis, es que quizá no tenemos muy claro el sentido de la undergraduate education: ¿sabemos lo que buscamos?, ¿seguimos entendiendo la educación superior en el college como la ocasión de ofrecer a los estudiantes el conocimiento y los hábitos de la mente que les transformarán en adultos sabios y productivos?
Al parecer en muchos sentidos esa vocación educativa se ha perdido. La variedad de posibilidades en el curriculum es inmensa, inabarcable, ¿pero –se pregunta el autor– hay contenidos básicos?, ¿se ofrece un ideal, una visión educada del mundo?, ¿se les dota de una columna vertebral capaz de sustentar sus cuerpos?
Además los alumnos más brillantes (y todos los de Harvard lo son) buscan calificaciones excelentes pensando en la graduate school (medicina, derecho, dirección de empresas) sin estar necesariamente interesados en lo que estudian en el grado: instrumentalizan el saber.
Por último, subraya el autor, parece que Harvard haya renunciado a educar: entiende la disciplina como un sistema legal (a menudo paralelo a las leyes civiles) que se aplicará sin especial coherencia con el plan educativo del centro, y que descuidará la formación del carácter a cambio de la satisfacción del alumno que con mayor propiedad habría que denominar cliente.
¿Qué es educar? Cita Lewis la propuesta de James Bryant Conant (p. xvi) [3] la educación es «lo que queda después de que se haya olvidado todo lo que hemos aprendido». Si la universidad ha perdido la idea de que su misión es transformar adolescentes, en-tonces es que ella misma anda perdida. Veamos cómo.
Optativas y profesores
Un primer problema es el curriculum. A finales del XIX, con los cuarenta años de rectorado de Charles W. Eliot, Harvard se abrió a las materias electivas. No habría un programa común, sino que la misma elección pasó de ser un medio a convertirse en fin. Elegir por elegir, sin diseño.
Es cierto que la situación anterior al rector Eliot no era nada alentadora. Harvard fue, durante mucho tiempo, una institución bastante mediocre. En 1867 tenía 45 profesores y 570 alumnos. Para el final del mandato de Eliot (1909) ya eran, respectivamente, 194 y 2.277. Durante el XIX el método básico de enseñanza fue la recitación de la clase y el aprendizaje de memoria (Emerson, que terminó en 1821, solo recordaba un profesor altamente inspirador, formado en Alemania: Everett). En 1823 tuvieron que enfrentarse a una huelga estudiantil en la que se quejaban del aburrimiento. La solución que encontraron (no especialmente creativa) fue echar a la mitad de los alumnos. A partir de 1825, manteniendo la idea de recitado, comenzaron los departamentos. Pero hasta 1884 no se mejoraron las metodologías docentes, entonces aumentó la edad de entrada de los alumnos (de 15 a 18) y se empezó a exigir a los profesores la posesión de un doctorado (PhD) como condición para enseñar, aunque el mismísimo William James declarara que la capacidad de investigar, de ser un scholar, en absoluto podía considerarse como una garantía de calidad docente –p.42–.
Paideia: enseñar a pensar
En 1945 se publicó el llamado Red Book,[4] un libro redactado por un comité de académicos que tuvo como principal autor a John Finley, profesor de literatura griega. En esa obra se pretendía recuperar un temario básico, en el que se retomaba la idea griega de nobleza de espíritu (de paideia) bajo el convencimiento de que la función central de un college es la de formar ciudadanos y que, en consecuencia, debería haber un currículo de formación general.
En esas clases se buscaría enseñar a pensar, no tanto el conocimiento útil para aplicarlo en la futura profesión. Con unas pocas excepciones (Lewis cita el curso Justice, de Sandel [5] o Soc Sci 2 de Sam Beer [6] p. 57), el programa se fue devaluando a partir de los años 70 y tanto los alumnos como los decanos lo fueron dejando de lado: a los primeros no les interesaba nada distinto a su futuro profesional, a los segundos les resultaba muy difícil encontrar profesores capaces de cubrir esas asignaturas generales, quizá una consecuencia de la falta de auténticos maestros y del exceso de especialistas.
Por otro lado, ¿para qué sirve un profesor genial si no tiene contacto alguno con los alumnos? subraya Lewis. El propio Sandel, en una asignatura que es obligatoria para los de Primero, cuenta con 900/1.200 alumnos cada año, que se añaden a su agitada vida como autor y conferenciante (p. 80).
Evidentemente un profesor brillante (o importante para la vida de la academia) no tiene tiempo de tratar a sus alumnos: «no importamos a los profesores», «los cursos se organizan según las necesidades de investigación de los profesores, no por las necesidades de aprendizaje de los alumnos», «no vemos un propósito educativo claro», «los profesores dan las clases como quien aprieta un tubo de pasta de dientes», son algunas de las quejas que alumnos de Harvard (o Yale, o Princeton) elevan con frecuencia (p. 18; p. 81).
«Un buen curso no es solo un curso de buenas clases, del mismo modo que no basta para ser un buen libro el estar bien escrito. Los buenos cursos tienen buenos conceptos por detrás. Un alumno puede salir de un curso con gran aprovechamiento aunque el modo de enseñar del profesor haya sido imperfecto» (p. 81). Enseñar bien es mucho más «que una voz agradable o mantener a la clase despierta, más que la capacidad de dar clases claras y bien estructuradas».
Y es que las clases apenas se ven valoradas por la universidad: ¿para qué preparar grandes sesiones si lo que cuenta es ser un buen académico?, ¿no es una pérdida de tiempo dedicar horas a pensar en cómo compartir con los alumnos esos conocimientos? ¿Gasta la universidad energía en enseñar a enseñar? ¿Gasta algún profesor recursos en aprender a enseñar?
Sin embargo, recuerda Lewis, hay una institución dentro del mismo Harvard en la que la importancia de la clase brillantemente ejecutada es trascendental: Harvard Business School. En esas lecciones la pedagogía es lo primero. ¿Por qué no se traslada al resto?, ¿por qué esa conciencia de que las clases –y con ellas los alumnos– son un estorbo frente a ‘lo que de verdad importa’? Lo decíamos al principio: «Si uso mi tiempo en tratar a los estudiantes, ¿cuándo haré mi trabajo?».
Los alumnos se quejan de que los profesores no son asequibles (p. 85). En 1825 denunciaban que «no hay tan poco trato ni en un orfanato». Convivían con una hostilidad mutua propia de enemigos naturales. Hoy algunos de los alumnos que han logrado triunfar en el mundo profesional no dudan en repetir que donde realmente aprendieron algo fue en las actividades extracurriculares. «Les pregunté [a dos jóvenes ex–alumnos que en dos años vendieron su empresa de informática por 250 millones de dólares] qué parte de su educación en informática les había sido más útil para el éxito de su empresa de software. Tras un momento de delicadas sonrisas y avergonzado silencio uno de los dos graduados señaló: ‘Los cursos de informática que hice fueron realmente buenos’, dijo como para apoyarme, ‘pero nunca he aprendido tanto como cuando me dediqué a la gestión de Quincy House Grill’» (p. 88).
El docente era además un consejero
La figura clásica del docente incluía la faceta de consejero: eso era un maestro, alguien capaz de proporcionar orientación en la duda y motivación en el momento del miedo. ¿Debe un profesor estar dispuesto a dejar de lado su investigación para aguantar la inseguridad del adolescente? Es verdad que las chicas y los chicos llegan al college en una edad difícil, abierta; es verdad también que con frecuencia vienen de familias desestructuradas; es verdad también que se supone que esos alumnos de Harvard responden siempre a criterios de perfección, de excelencia: ¿cómo admitir que también están llenos de defectos o de problemas?
«Harvard, hoy, pasa de puntillas sobre la educación moral» (p. 96). Ni siquiera esto es algo que busquen los padres: pagan un dineral para que los chicos sean empleables: la universidad no existe para ayudar al alumno a entenderse a sí mismo, o a ser responsable, menos aún para moverle a que piense por sí mismo quizá enfrentándose a los criterios utilitaristas que esperan de él la sociedad o sus padres.
Un profesor no tiene por qué ser un experto en moral. Un profesor como Lewis lo que sabe es de programación: puede ser un buen guía en asuntos académicos pero, ¿debe también saber aconsejar a una alumna que se ha quedado embarazada? «Dar consejo es una responsabilidad moral, y una carga» (p. 100). Que el consejo no funciona se comprueba con la práctica de enviar a los alumnos a ver a un profesional de salud mental cada vez que sufren de estrés o de crisis de llanto.
Por otro lado, ¿se puede ser un buen consejero si en la vida personal se es un desastre? ¿Debe la universidad «contratar solo a profesores con los que quisiéramos que estuvieran nuestros hijos»? (p. 101) ¿Debe, por el contrario, fijarse solo en el currículo académico y olvidar la rectitud de vida? «Somos los libros que nuestros alumnos leen de forma más cercana» (p. 102). ¿Cuál sería el motivo más importante para no mantener en su puesto a un profesor?: ¿ser aburrido en clase, robar ideas de un colega, o que maltrate a sus hijos o se acueste con sus estudiantes? Y si un profesor es brillante e inspirador pero despreciable desde el punto de vista humano (p. 103)?
«Oficialmente, estos valores son tan irrelevantes como el color del pelo cuando se trata de contratar a alguien» (p. 106), defienden algunos. Si eso es así, ¿podrá extrañar que Harvard renuncie a formar adultos sabios? No son preguntas que Harvard tenga tiempo para plantearse: «Las presiones del avance académico en las mejores universidades son ahora tan intensas que aquellos que tienen éxito a menudo ven en ganar concursos académicos un fin por sí mismo en sus vidas». ¿A qué se dedica entonces Harvard?
Responsabilidades y violaciones
Si tal es el desconcierto moral de los que se dedican al cultivo del conocimiento de forma profesional y con medios suficientes, ¿qué responsabilidad moral podemos exigir a los estudiantes? A fin de cuentas, la formación del carácter pasa también por aprender a asumir las consecuencias de las propias decisiones u omisiones.
«Una de las ideas más antiguas sobre el college es que es el lugar donde los niños se convierten en adultos” explica el autor. “En especial en los colleges con dormitorios los estudiantes salen del nido de los padres. Los colleges establecen reglas tanto para mantener el orden como para dar un marco de comportamiento de los estudiantes durante los años de transición desde el control parental hasta la independencia personal. (…)”
El problema es que “mucho de esto se ha perdido hoy por culpa del efecto combinado de la cultura de consumo y de la aspiración a la perfección. Como nos esforzamos en que los estudiantes sean felices, no podemos decir que estén en el error. Ya que la visión de los estudiantes se encuentra llena de exigencias inmediatas que tratamos de satisfacer, no les pedimos que levanten sus ojos hacia horizontes lejanos. Porque los estudiantes (y sus padres) se esfuerzan por ser intachables, nosotros no les hacemos responsa-bles de sus errores. En consecuencia, los colleges hoy en día tratan de que los estudiantes se queden en la niñez antes que ayudarles a crecer» (p. 147).
Lewis ve muchos obstáculos para que se produzca el tránsito de niños a adultos. El consumismo dificulta la mejora moral, pues lo que se pretende siempre es el éxito, y ante él las debilidades no se deben corregir sino esconder. Así lo quieren los padres, y así lo exigen los alumnos, que no son tanto ‘educandos’ como ‘consumidores’ o ‘clientes’.
Otro problema es la constante presencia de los padres en el proceso educativo: el ‘padre helicóptero’ sobrevuela también en el campus, y siguen por internet desde la lejana California las clases a las que asiste su hijo en Boston (5.000 km), o se comunican cuatro veces diarias por teléfono.
La frecuencia de familias rotas lleva a que el college tenga que dar consejos que antes se recibían en casa, o a una competición por tener una dedicación más intensa que el otro cónyuge, o en la que el sustituto del padre o madre necesita demostrar que también se preocupa (cf. p. 150–156).
En esa sociedad de consumo se presupone que al cliente no se le pueden exigir responsabilidades. Si hace algo mal, lo mejor no es corregirlo, sino ocultarlo, apunta el autor. El alumno tiene que ser feliz, no que sentirse culpable. La misión de la universidad es dar títulos, no formación moral. Además, ¿cómo va a hacer algo malo un muchacho, una muchacha, cuya carrera ha sido dirigida desde la guardería para pertenecer a la élite de Harvard?
La inteligencia antes que la integridad
Lewis concluye, con evidente tristeza, que Harvard prefiere la inteligencia a la integridad, que Harvard más que educar, custodia (p. 163, 167).
Y su análisis se torna emblemático cuando se centra en un problema tristemente habitual en el campus: las violaciones (cf. p. 167–193, una de las secciones más largas del libro)[7]. En el campus abundan las denuncias por abuso sexual, por violación, si bien con frecuencia las fronteras no son claras pues las mismas ‘víctimas’ muchas veces no tienen clara consciencia de lo que pudo suceder, pues habían iniciado ellas mismas un juego erótico bajo los efectos del alcohol o de la droga y no tenían muy claros recuerdos de lo que pudo pasar ni de si la relación fue o no consentida (lo mismo le puede ocurrir al presunto offender).
La situación más frecuente no es un ataque en un lugar oscuro mientras una mujer pasea sola, sino el resultado de la habitual suma de fiesta, alcohol y flirteo que condujo a la universidad a inventar el término ‘date rape’ (violación en una cita), término que no pertenece al lenguaje jurídico norteamericano. ¿Se trata de un problema de violencia por parte de los estudiantes varones de Harvard?, ¿de un problema de comunicación en las relaciones entre los sexos?, ¿de un problema de conocimiento de lo que debe ser una relación sexual? «¿Cómo pueden los colleges enseñar a las mujeres que hay cosas que ellas deben hacer por ellas mismas, cosas sencillas, y que el fallo al hacerlas puede tener consecuencias no deseadas ante las que no puede esperarse responsabilidad de la institución?» (p. 186).
¿Soluciones?: Volver a la idea de educación liberal
Tras unas páginas dedicadas al dinero y al papel de los atletas en el campus (p. 195–252) se acerca el momento de las conclusiones. Para ello primero Lewis destaca el problema principal: la falta de una meta, la falta de una finalidad o propósito, es lo que daña a Harvard en su esencia. Harvard se ha convertido en una marca (brand), ya no es una ciudad sobre la colina.
Lewis propone volver a la idea de educación liberal. No se debe reducir la misión de la universidad a la empleabilidad. Lewis desea volver a lo aristocrático: desarrollar la nobleza de espíritu en los estudiantes, hacer de ellos algo análogo a esos atletas amateurs que dominaban el mundo de la competición en los albores del Siglo XX (p. 154).
¿Cómo lograr esto? Superando lo que hasta ahora hace Harvard. «Harvard enseña a los alumnos, pero no los hace sabios. Pueden lograr una excelencia magnífica tanto en lo académico como en lo extracurricular, pero la totalidad de la experiencia educativa no resulta coherente. (…)”
Y añade: “Una buena universidad debería ayudar a sus estu diantes a comprender las complejidades de la condición humana –o al menos lo que otros, hombres y mujeres de reconocido presti-gio, han pensado sobre las dificultades de vivir una vida dedicada al propio examen–. Una buena universidad reta a sus estudiantes a plantearse interrogantes que sean al mismo tiempo inquietantes y de profunda importancia. Una parte del proceso de llegar a ser un adulto educado en la mejor tradición del pensamiento humano es plantearse a fondo, de una forma personal, las cuestiones básicas de la vida» (p. 255).
La formación del carácter, objetivo de la educación
Pero eso no se consigue con una teoría de la educación tipo cafetería, en la que cada cual puede elegir indiferentemente entre una infinita gama de productos. Lewis aboga por un core curriculum, un número básico de asignaturas comunes (diez) de las que cada alumno debería hacer necesariamente la mitad, de modo que la formación del carácter y de la moral vuelvan a ser una tarea central de la misión de la universidad.
Pensar críticamente, de forma independiente, pero también coherente: eso deberían ser consecuencias en la mente de cualquier persona que sea parte de la familia de Harvard (p. 256).
El problema es que a día de hoy cualquier estudiante de ese tipo, y cualquier profesor dispuesto a presentar/defender/pedir contenidos fuertes en los campos del pensamiento, el carácter y la moral, acabará abandonando Harvard, o será forzado a hacerlo, «porque no se adecúan a esta universidad ‘gran almacén’ en la que se toman las comandas, se envuelven los defectos para despachar la mercancía y se envía a los clientes felices a casa gracias a los esfuerzos de ‘los profesionales del servicio de estudiantes’» (p. 257).
NOTAS:
[1] Rollo W. Brown fue un escritor norteamericano que se licenció en Harvard en 1905. El texto de Brown se cita en la p. 73.
[2] Harry R. Lewis, Excellence Without a Soul. Does Liberal Education Have a Future?, PublicAffairs, NY 2007, 305 pp. Lewis (1947) ha sido profesor de informática en Harvard durante más de 30 años y Decano de Harvard College de 1995 a 2003. En 2007 ganó el Cadwell Prize al liderazgo en educación superior.
[3] James B. Conant, químico, fue rector de Harvard entre 1933 y 1940. En su mandato se empezó a admitir mujeres en la Facultad de Medicina. A partir de 1940 dirigió el Comité de Defensa Nacional donde tuvo a su cargo –entre otros– el Proyecto Manhattan que daría lugar a la bomba atómica.
[4] Great Education in a Free Society: Report of the Harvard Committee. With an Introduction by James Bryan Conant. Harvard UP, 1950.
[5] El curso de Michael Sandel se ofrece en http://justiceharvard.org/ y ha tenido casi 9 millones de espectadores. En 2018 se le ha otorgado el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. Cf. M. Sandel, Justicia. ¿Hacemos lo que debemos?, DeBolsillo, Barcelona 2016, 352 pp.
[6] Samuel Beer, fallecido en 2009 a los 97 años, era un experto en gobierno y política de Gran Bretaña. Fue un profesor tremendamente popular con su curso de «Pensamiento e Instituciones del mundo Occidental». Es autor, entre otros, de The City of Reason (Harvard UP, 1949) o de To Make a Nation (Harvard UP, 1998).
[7] Sobre el problema de las violaciones en los campus de universidades norteamericanas puede verse el documental The Haunting Ground (2017): http://thehuntinggroundfilm.com. En España puede encontrarse en la plataforma Netflix.