Cognitivismo

por | 24 de febrero de 2019


Juan Manuel De Prada

La infausta moda del cognitivismo postula que la inteligencia humana, antes que otra cosa, es un mecanismo que sirve para procesar información, al modo de una computadora. Durante las últimas décadas, se han impuesto una serie de nefastos conceptos –sociedad de la información, sociedad del conocimiento, sociedad del aprendizaje, etcétera– que asumen las tesis cognitivistas, tras las cuales se oculta la consideración de la mente humana como una suerte de procesador de datos. Según esta deplorable concepción, existirían dos tipos de conocimiento: el conocimiento funcional, que está reservado a una casta superior de programadores; y el conocimiento de señales, que comparten las computadoras y los ‘usuarios’. Y de los ‘usuarios’ se espera lo mismo que de las computadoras: una reacción automática ante determinadas informaciones o estímulos que los distinga como personas ‘hábiles’ y ‘preparadas’ para afrontar los retos que les ofrece nuestra época. Ya no importa el conocimiento profundo y verdadero de las cosas; basta con que sepamos procesar correctamente los datos. De este modo, se acepta que el comportamiento humano pueda ser ‘programado’, igual que el de las máquinas, mediante algoritmos.

De este modo, nuestra relación con el mundo es la misma que tenemos con una lavadora, de la que podemos hacer un uso ‘utilitario’ después de leer su prospecto de instrucciones. Pero, del mismo modo que una lavadora estropeada nos resulta un cachivache inservible, el mundo se nos antoja un tiovivo de banalidad y aturdimiento cuando nos falta la clave esencial para su interpretación, que sólo podremos hallar mediante su contemplación y estudio, como nos enseñaba Aristóteles. Para el cognitivismo, en cambio, el conocimiento es una mera capacidad para procesar informaciones y una ‘destreza’ para ejecutarlas. Inevitablemente. Así, la educación se convierte en una especie de coaching cuyo objetivo último no es otro sino moldear personas entrenadas en diversas ‘competencias’ técnicas y emocionales que faciliten su encaje en el mercado laboral. Y las escuelas (como las universidades) se transforman fatídicamente en centros de selección de personal donde ya no se alimenta el anhelo de saber, sino que se orienta a los alumnos hacia aquellas áreas de la economía que favorezcan su ‘empleabilidad’. Así, la transmisión cultural queda aparcada, o incluso vedada, para formar ‘emprendedores’ (este término es terriblemente cínico) flexibles y adaptables, siempre prestos a la movilidad geográfica, que no sepan nada de filosofía o latín pero en cambio sepan inglés, informática y ‘educación financiera’, que es lo que interesa al ‘mercado laboral’. De este modo, la educación se convierte en una especie de taller cognitivo para el adiestramiento de la futura mano de obra.

Y contra esta tendencia debemos rebelarnos. No podemos admitir que nuestros hijos sean convertidos en dóciles receptores de adiestramientos que garanticen su eficiencia económica. Nuestros hijos deben formar un juicio crítico sobre el mundo; y para formar ese juicio necesitan cultivarse en disciplinas que no tienen una inmediata traducción económica (pero que, cuando faltan, nos convierten en parias que desconocen su genealogía espiritual, en masa cretinizada y fácilmente manipulable). A nadie se le escapa que estas técnicas cognitivas resultan, sin duda, extraordinariamente rentables para los tiranos de turno, que convirtiendo a los seres humanos en meros procesadores de datos los pueden modelar luego en la asimilación automática de las ideologías en boga; pero la escuela no está para formar jenízaros de ninguna ideología, ni para satisfacer las demandas del mercado. Tampoco se le escapa a nadie que estas técnicas convierten a nuestros hijos en seres sin arraigo a los que sólo resta amustiarse, en mónadas extraviadas en la vastedad de un mundo lóbrego. Así, además, los tiranos de nuestro tiempo fomentan el funesto individualismo e incapacitan a las nuevas generaciones para las empresas colectivas y los empeños comunes.

Hace más de cien años Azorín nos brindaba una definición perfecta del individualista que las técnicas cognitivas están convirtiendo en prototipo del hombre contemporáneo: «Alguien que no siente el todo social, que no siente la tradición, la historia, el arte y hasta el paisaje de su patria. Alguien incapaz de abnegación y de sacrificio, en quien los apetitos propios y las pasiones dominan; alguien que va recta y brutalmente a su objetivo, sin importarle nada la solidaridad social ni sentirse ligado a su patria».