La razón, 4 de diciembre de 2018.
El Congreso está tramitando una ley sobre la eutanasia.Es una cuestión polémica, pues su valoraciónética no resulta evidente para todos (a diferenciade la corrupción, por ejemplo) y, además,puede desembocar en enconadas discusiones. Nosorprende, porque afecta a valores fundamentales como elrespeto a la vida, la atención del enfermo, la exigencia deautonomía o el sentido y el modo de afrontar el sufrimiento.Quien esto escribe llevo casi veinte años enseñandoética a universitarios. Aunque la ética no se reduce a cuestionespolémicas, es inevitable abordarlas si afectan tantoa las personas y las sociedades. Cuando trato la eutanasia,mi perspectiva no es de especialista en bioética, ni los alumnosson de ciencias de la salud. Esto, que puede parecer unalimitación, tiene una ventaja: el contexto del aula es similaral del diálogo público. Los estudiantes son ciudadanos conderecho a voto que, antes o después, tomarán decisionessobre la enfermedad y la muerte.
En clase aparecen posturas variadas, incluso encontradas.Pero todos están de acuerdo en algo: la falta de refl exióny debate sobre temas controvertidos. La calidad de nuestrodiálogo social es más bien pobre. Es muy escaso y se lodejamos a los políticos, cuando sería lógico que hubieramás aportaciones –en los medios de comunicación, redessociales y actos públicos– de médicos, enfermeros, juristas,fi lósofos, pacientes y familias, y sus respectivas asociaciones.Además, cuando se llega a debatir, el objetivo pareceque es vencer a quienes piensan lo contrario en vez decontar con ellos para encontrar la solución más justa. Ytambién se olvida el riesgo de fractura social («ellos» vs.«nosotros»), cuando nuestra fortaleza depende de la capacidadde convivir con quienes piensan diferente. Se mequedó grabada la cara de hartazgo y desesperanza de unestudiante al preguntar: «¿Por qué tenemos este clima socialy político?».
Tras examinar las posturas, explico cuál considero másadecuada: no se debería legalizar la eutanasia. En ética nocabe la neutralidad, pues no todos los argumentos sonigualmente válidos. A la vez, por haber experimentado decerca las necesidades de personas enfermas o dependientes,creo que tengo la sufi ciente empatía para comprender aquienes piden su legalización. Pero comprender no significa coincidir, particularmente si pensamos en las consecuenciassociales; y en una ley esto es decisivo.
Entre otras, tengo tres preocupaciones. En primer lugar,se afi rma que tener un derecho no obliga a nadie a ejercerlo.Es cierto, pero también lo es que al tipifi car que en algunas situaciones de «enfermedad grave e incurable, o dediscapacidad grave y crónica» la eutanasia está permitidase afi rma –al menos, implícitamente– que hay algunos tiposde vida más dignos que otros.
En segundo lugar, aunque se proponen garantías paraevitar presiones «sociales, económicas o familiares», la legalizaciónobligará a cada persona a preguntarse si en susituación conviene que pida la muerte. La sociedad debeproteger al débil. Es débil quien sufre tan terriblemente quedesea morir, pero también lo es quien puede acabar viéndoseinducido a ello porque culturalmente se considera que,en su situación, es lo mejor. Y las leyes crean cultura.
En tercer lugar, debemos pensar qué tipo de sociedadconstruimos con esta legislación. Ciertamente, convertiríala autonomía del individuo en valor supremo, pero es dudosoque ayude a que todos se sepan igualmente valiosos ynunca se vean como una carga. Todos hemos sido cuidadosen algún momento y sabemos que en esas ocasiones resplandecela humanidad. Lo paradójico es que, precisamenteahora que estamos alcanzando las mayores cotas debienestar, integración de las personas con discapacidad yapoyo a la dependencia, surjan planteamientos utilitaristas. Recuerdo lo que contó una alumna. Sus padres habían cuidadode los abuelos, con enfermedades degenerativas. Undía reunieron a los hijos para decirles: «Si nos pasa lo mismo,por favor, no perdáis vuestra vida cuidándonos». Es patentesu generosidad (cuidaron sin esperar ser cuidados), perotambién surge la pregunta: ¿Qué está pasando en nuestrasociedad para que razonemos así?
Sería necesario considerar otros temas como la diferenciaentre rechazar legítimamente un tratamiento (o dejar morir)y provocar directamente la muerte; la situación enHolanda y Bélgica; cómo actuar ante quien considera mermadasu libertad sin esta ley; la accesibilidad de los cuidadospaliativos; y, por supuesto, qué solución ofrecer a quienmanifi esta padecer un «sufrimiento insoportable». No hayrespuestas simples, pero es el momento de buscar solucionesentre todos.
Aunque parece que aquí se aprobará la ley, en otros paísesdonde recientemente se ha debatido o votado –Francia,Portugal o Inglaterra– el resultado ha sido contrario a lalegalización. Quizá sea solo coincidencia, pero se trata dedemocracias con una sociedad civil activa y un diálogo públicode calidad. Por mi parte, cada año compruebo quenuestras nuevas generaciones ansían una sociedad másrefl exiva y participativa. La esperanza es que en esos pupitresestá sentado el futuro.