Publicado en The Objective 17 Sep 2018
Desde luego, no por los motivos que suelen dar los filósofos para ello. Tras que la última reforma educativa redujera las horas de Filosofía en los institutos, muchos han esgrimido el arma que se supone más filosófica de todas, la argumentación racional, para defenderla. El cuadro ha resultado un tanto lúgubre.
No voy a fijarme en aquellos que han amparado esta asignatura porque-la-derecha-neoliberal-nos-quiere-sin-filosofía-y-esclavos-arriba-parias-de-la-Tierra-en-pie-famélica-legión: se me diría que me quedaba con el flanco más débil del batallón profilosófico, más trufado de lo que muchos reputamos enemigo máximo (por similar) del pensamiento: ideologizar. Una vez excluidos estos, dos han sido los motivos que se han repetido insaciables en la letanía a favor de una asignatura de Filosofía: el primero, que tal materia nos hará más “críticos”; el segundo, que ayudará a la “salud de la democracia”.
En ambos casos se trata de razones ficticias.
Empecemos por los presuntos efluvios democratizadores que manarían de la Filosofía hacia todos los rincones de nuestro país. ¿De veras está tan ligado filosofar y ser un demócrata? ¿Qué salió mal, entonces, con el filósofo quizá más influyente del siglo XX, Martin Heidegger, que se confesó cautivado por las manos de Hitler, y que aceptó encantado que el dedo de una de ellas le nombrara en Friburgo rector? ¿Acaso no andaba Platón muy ducho en esto de la filosofía cuando comparó las elecciones democráticas con un navío que, en medio de una tempestad, no fuera gobernado por el timonel más experto, sino por cualquier cosa votada por grumetes y remeros? ¿A Nietzsche también le habríamos suspendido en las aulas de Filosofía españolas, por desconfiadete ante cualquier ideal, incluido el demócrata?
De hecho, es más fácil toparse con argumentos antidemocráticos que democráticos en el pasado de la filosofía. Por el sencillo motivo de que la mayor parte de nuestra historia ha sido visceralmente antidemocrática; y el gremio filosófico ha ejercido a menudo de palanganero del poder. Por cada Diógenes hubo siempre mil y un Arístipos: filósofos franquistas en el franquismo o estalinistas durante el estalinismo; socialdemócratas cuando la socialdemocracia triunfa o populistas en situación similar.
Ante esto, algún astuto paladín de la asignatura podría argüirnos que, en suma, no se trata de que los filósofos hayan sido todos demócratas, de que Schopenhauer fuera un probo pagador de impuestos y Wittgenstein hubiese anhelado suscribirse a la edición digital de El País; que en realidad la cosa no va de si los filósofos eran democráticos, sino de si leerlos a ellos nos lo hará a nosotros.
Por desgracia, esta tesis resulta también alicorta: en ninguna de las dos democracias más antiguas del mundo, la estadounidense o la británica, ha debido obligarse a empollar Filosofía en la escuela para alcanzar tan egregio linaje. De hecho, ni siquiera ha hecho falta la Filosofía en secundaria para convertir ambos países en potencias filosóficas de primer orden.
Esto nos conduce a la otra pata de la defensa de la Filosofía: que, presuntamente, sin ella los menesterosos alumnos saldrán menos críticos con el mundo que les rodea. Vamos a pasar por alto que no es raro que mucho profesor que así argumenta dé por seguro que “ser críticos con el mundo” equivalga a “pensar exactamente sobre tal mundo lo que pienso yo como profesor”. Evitemos también fijar la mirada en la paradoja de que, para obligar a los alumnos a ser críticos, se les prive de poder elegir según su propio criterio una asignatura optativa diferente a la Filosofía (pues es esto, que la Filosofía ya no sea obligatoria, contra lo que a menudo se protesta).
Atendamos directamente al núcleo de la cuestión: ¿nos hace la Filosofía más críticos? Y, cuando decimos “más” críticos, estamos empleando adrede un comparativo: ¿nos hace la Filosofía más críticos, no sé, que la Historia? ¿Más críticos que sumergirse en los grandes escritores de toda la Literatura? ¿Más críticos que el razonamiento a que nos obliga la Economía, la creatividad de las Artes plásticas, el rigor del Álgebra? ¿No son críticos los profesores que imparten esas otras asignaturas? ¿Lo son solo cuando le preguntan al de Filosofía cómo deben pensar?
Desengañémonos: se recurre a publicitar la Filosofía como “crítica” y “democrática” porque estos dos están entre los “ídolos del foro” (que diría Bacon), doxa (que diría Bourdieu) o éndoxa (que diría Aristóteles), los tópicos (que podríamos decir nosotros) de nuestro tiempo. Y se produce entonces la paradoja de que se defiende la Filosofía por motivos bien poco filosóficos.
¿Por dónde caminaría una defensa filosófica de la Filosofía? En primer lugar, habrá que reconocer que se trata de una asignatura que no sirve para nada; como tampoco sirve para nada escuchar una cantata de Vivaldi, pasear por la ciudad o vivir. Son cosas estas a las que no les pedimos que sirvan para nada porque valen por sí mismas; cuando algo sirve a otra cosa, reconocemos su subordinación a ello; solo lo inútil alcanza valor absoluto. Y en eso, curiosamente, sí se parece la filosofía al hombre democrático: alguien que no precisa servir a sus congéneres para alcanzar valor propio; que de hecho tiene un valor máximo porque no está destinado a servir.
Cierto es que este rasgo de la Filosofía puede también predicarse de otras muchas cosas que tienen valor propio (es decir, no sirven) y que podrían disputarle su espacio en la educación: la Historia del arte, la ya citada Literatura, las Lenguas clásicas… No me parece un inconveniente: ninguna defensa de la Filosofía será eficaz si no va de la mano de una defensa de las Humanidades en general. Todas ellas le dicen al alumno que no le obligamos a pasar tantas horas en la escuela solo para que consiga luego cosas, sino también para que se consiga ya a sí mismo. Permítaseme apuntar como ejemplo que un servidor no sería la misma persona si, en el antiguo Curso de Orientación Universitaria (COU), no hubiera disfrutado de la Historia del arte que nos impartiera el sacerdote operario Paco Tejeda. Su asignatura no me ha hecho ganar luego ni un euro en la vida. Pero antes de ella los objetos de arte no me decían cosa alguna y tras ella no dejan de decírmelas.
Eso le basta a la Filosofía: conseguir que muchos de los mejores cerebros de la historia empiecen a decirles cosas a nuestros adolescentes. Seguramente será poco al principio: como siempre que nos presentan a alguien, el primer charloteo pecará de superficial. Quizá incluso será incómodo (me horrorizaría que se malinterpretara lo que aquí he dicho sobre el disfrute de la Filosofía o del Arte o de la Literatura como una insinuación de que en tales clases te lo tengas que “pasar bien”). Pero, por muchos trompicones que te des el primer día contra Sócrates, contra San Agustín, o contra Leibniz, siempre habrá luego una siguiente vez en que te los topes: citados en un libro, mencionados en un tuit, exhibidos en un escaparate. Y ese día ya no podrás, para escabullirte de ellos, aducir la excusa de que nunca habéis sido presentados.