José José siempre tuvo razón: amar y querer no es igual. Gracias a la tremenda confusión que ha nacido a partir de la aparición de las redes sociales y los avances tecnológicos que parecen facilitarnos la vida cada vez más, nuestros sentimientos se han convertido en una especie de masa homogénea difícil de asimilar por completo. Aunque la primera frase de este artículo haya parecido más una broma que una sentencia seria, podemos afirmar casi con seguridad que en 1977, la letra de ‘Amar y querer’ era una obviedad de 3:36 minutos; lo que resulta curioso es que si ésta hubiese salido en 2017 seguramente habría implicado una de las revelaciones más grandes del momento y no habría medio que no hablase de ella sin elogiarla.
La razón por la que éste sería un escenario posible es simple: la confusión sentimental a la que estamos sometidos nos ha llevado a creer que estos dos conceptos no sólo van de la mano, sino que son sinónimos. De esta manera, conforme vamos conociendo más personas, nuestro historial de palabras de afecto se va llenando de quereres y amores sin sentido cuya carga lingüística va disminuyendo hasta convertirse en algo tan común como decir «hola».
Por si la canción de José José no fuese suficiente para ejemplificar este punto, podríamos remitirnos a otro Príncipe un poco más digerible: el creado por Antoine de Saint-Exupéry en 1943. En uno de los pasajes de su novela infantil «El principito», el autor francés nos da una lección de vida que todo mundo debería leer por lo menos una vez con el fin de nunca más tener en la mente la duda de cuál es la verdadera diferencia entre amar y querer. Todo se resume en este inocente diálogo entre el pequeño personaje y una fragante rosa que sorpresivamente aparece en su planeta:
—Te amo —le dijo el Principito.
—Yo también te quiero —respondió la rosa.
—Pero no es lo mismo —respondió él, y luego continuó— Querer es tomar posesión de algo, de alguien. Es buscar en los demás eso que llena las expectativas personales de afecto, de compañía. Querer es hacer nuestro lo que no nos pertenece, es adueñarnos o desear algo para completarnos, porque en algún punto nos reconocemos carentes.
Esta misma reflexión la encontramos en el budismo, que nos dice que cuando queremos una flor la arrancamos para llevarla con nosotros; en cambio, cuando en realidad sentimos amor por aquella planta, lo que haremos será regarla constantemente con el fin de hacer que su vida sea duradera y llena de comodidades. Asimismo, se asocia a la idea, también oriental, de que cuando uno quiere o desea algo lo único que está haciendo es entregarse al sufrimiento que provoca el no poder obtener lo que está buscado.
Querer a alguien inevitablemente implica esperar que esa persona nos devuelva el gesto con la misma intensidad que nosotros, cosa que en muchas ocasiones es imposible; a veces lo que queremos está muy lejos de nuestro alcance, pues simplemente lo que ella quiere no se encuentra dentro de nosotros y como consecuencia de ello, el sufrimiento invadirá cada rincón de nuestro cuerpo que, entregado aún a la confusión de conceptos, dirá que todo el dolor que siente por dentro se debe a un amor no correspondido y no a un deseo que nunca podrá concretarse.
El amor, según lo percibe el Principito, se trata de entregarlo todo sin esperar nada a cambio. Cuando actuamos con amor, lo único que esperamos es que el sujeto de nuestro amor viva con plenitud, no importa si nos corresponde o no; nuestra única recompensa será su felicidad. Por consiguiente, cuando nos damos cuenta de que su sonrisa es sincera y llena de vida, la felicidad que transmite ese gesto en combinación con nuestro amor, nos lleva a sentirnos contentos lejos de todo deseo difícil de alcanzar. Además es darse cuenta de que entre todas las personas que existen en el mundo, no hay nadie cuyo bienestar te preocupe tanto como el de aquella a quien amas en particular.
Lo ideal sería llegar a comprender estos dos conceptos y aprender a diferenciarlos para no cometer errores en el futuro, mismos que podrían conducirnos a sufrir en lugar de disfrutar de cada momento ─bueno o malo─ en nuestras vidas; después de todo, como dice el personaje de Saint-Exupéry: no basta con entenderlo «es mejor vivirlo».