Nuestra época tiene una actitud ambivalente en torno al suicidio. Algunos sectores piden la legalización del suicidio asistido como si fuera lo más chic en materia de “muerte digna”, el gesto último en el que el ser humano afirma su autonomía y renuncia a una vida de la que ya no espera nada. Pero cuando se produce el suicidio de algún famoso, como en estos días los de la diseñadora Kate Spade, el chef Anthony Bourdain o el DJ Avicii, no celebramos su libertad, sino que lo sentimos como una pérdida y nos preguntamos qué pudo llevarle a esa decisión desesperada. Siempre es inquietante descubrir que el éxito no garantiza por sí solo la satisfacción de una vida digna de ser vivida.
Pero el suicidio de los triunfadores es solo la punta noticiosa de un fenómeno que en algunos países se ha convertido en un problema de salud pública. En EE.UU., la tasa de suicidios ha crecido un 25% desde 1999 hasta alcanzar los 13,42 por 100.000 habitantes, lo cual supone volver a los niveles de los años 80. Casi 45.000 americanos se suicidaron en 2016, el doble de los muertos por homicidio.
La tasa ha ido creciendo en todos los grupos de edad y en ambos sexos, si bien los que se llevan la peor parte son los hombres blancos, a quienes corresponden 7 de cada 10 suicidios. La mayor tasa se da entre personas de mediana edad (45-54 años), por delante de los mayores de 85. Da la impresión de que hay más un problema de vida digna que de muerte digna.
Según ha mostrado un estudio de los economistas Angus Deaton y Ann Case, la crisis de desesperanza afecta de modo especial a los trabajadores manuales blancos, que han perdido confianza en sí mismos por el ocaso del mundo tradicional de las manufacturas, la disminución de sus ingresos reales y la falta de perspectivas de ascenso social. Pero como causas más directas del aumento de la mortalidad en este grupo señalan tres: el suicidio, las intoxicaciones por drogas o alcohol, y las enfermedades hepáticas crónicas como la cirrosis. Estos fenómenos negativos han provocado que la tasa de mortalidad en EE.UU. creciera, invirtiendo una tendencia en descenso desde 2003.
De este modo, las ganancias por los progresos médicos en la lucha contra las enfermedades más mortíferas (cáncer, cardiovasculares, neumonía…) están siendo contrarrestadas por las consecuencias de estilos de vida autodestructivos.
Las propuestas de legalización de la eutanasia y del suicidio asistido ya no se limitan a autorizarlos para pacientes terminales, afectados por graves dolores físicos, sino que se proponen también para enfermos aquejados de sufrimiento psíquico, incluido el cansancio de vivir. Pero este sufrimiento psíquico es precisamente el que está en el origen del aumento del suicidio en EE.UU.
En las dos últimas décadas ha habido un gran aumento de personas diagnosticadas de depresión o ansiedad, y tratadas con medicación. Más de 15 millones de americanos han tomado fármacos de este tipo durante más de cinco años.
También se han transformado en epidemia las muertes por sobredosis de fármacos opiodes, recetados con ligereza como calmantes del dolor, y que han creado una generación de adictos.
Otros sociólogos relacionan también los suicidios con cambios que socavan el tejido social y acentúan el aislamiento. A esto contribuirían el descenso en la interacción social en reuniones de Iglesias, grupos cívicos o vecindarios, así como la caída de la nupcialidad y el aumento del divorcio. Cuanto más aislada vive la gente, más indefensa está frente a la depresión y la falta de esperanza.
En el caso de EE.UU. influye también el fácil acceso a las armas, ya que en el 48,5% de los casos, el método de suicidio es por arma de fuego.
Todos estos factores favorecen que el suicidio en EE.UU. se haya transformado en un problema de salud pública, hasta ahora desatendido. Por eso resulta tan extraño que la aceptación del suicidio asistido se presente como un signo de avance social, mientras que la prevención del suicidio está tan descuidada. ¿Qué diríamos si ante la epidemia de obesidad la única política fuera pedir que los fabricantes de ropa ofrezcan tallas más grandes?
Prevenir el suicidio no es fácil. Habría que cambiar un conjunto de tendencias sociales que dejan detrás un reguero de muertes por sobredosis de desesperanza. Pero al menos podríamos empezar por no enmascarar los males. Cuando se ensalza el suicidio asistido al final de la vida no es de extrañar que otros empiecen a ver este gesto de muerte como una solución a sus problemas en cualquier etapa de su vida. Hablamos de autonomía y dignidad ante la muerte, cuando en realidad el problema es de soledad y aislamiento. Y la solidaridad con el sufrimiento ajeno debe demostrarse ahí, con una ayuda siempre más costosa que una inyección letal.