Durante mucho tiempo, los filósofos fueron gente influyente. Algunos, incluso, famosos. Como explica ‘En el café de los existencialistas’, de Sarah Bakewell, que apareció hace poco en castellano en Ariel, hubo un lugar cercano -la Europa dominada por las culturas francesa y alemana– y un tiempo no muy lejano -los dos primeros tercios del siglo XX- en que llegaron a ser verdaderas estrellas del rock que influían en el estado de ánimo de sus sociedades, veían sus ideas reflejadas en las decisiones de sus líderes políticos y eran parados en la calle para hacerse el equivalente de entonces a un ‘selfie’.
Ganaban mucho dinero porque vendían muchos libros, aunque casi siempre optaran por la vida bohemia entre cafés y bares de jazz. Y ligaban mucho, no porque fueran particularmente guapos -hay excepciones- sino porque eran filósofos famosos, líderes morales, referentes políticos. Sus maestros habían sido alemanes serios y burgueses como Heidegger, Jaspers o Husserl. Ellos eran Sartre, Merleau-Ponty, De Beauvoir, Camus y un montón de discípulos, amantes y admiradores. Los existencialistas.
Hoy es difícil saber qué sentido sigue teniendo el existencialismo. Con la excepción de Camus y De Beauvoir, diría que sus libros aguantan mal si se leen más allá de la adolescencia, ese momento en el que en realidad uno está incapacitado para comprender la filosofía (volveré sobre esto más adelante).
La filosofía no es lo que era
Además, ahora la filosofía ocupa un lugar muy distinto que en su época. Aunque hay excepciones (la más feliz, española y reciente, es la de José Luis Pardo y su último libro, modesto superventas, ‘Estudios del malestar‘), la filosofía ha sido durante las últimas décadas una disciplina básicamente encerrada en la academia, incomprensible para la mayoría de la población y muy desconectada de la realidad política a pesar de sus intentos de estar en ella, sobre todo entre la nueva izquierda.
Esto puede parecer algo malo. Con mucha frecuencia, profesores y ensayistas nos recuerdan que la filosofía es imprescindible para que los ciudadanos se conozcan a sí mismos, sean libres y críticos, jueguen un papel consciente en una sociedad democrática y velen por esta con las herramientas del pensamiento y la deliberación. Pero esto es en parte mentira.
Como muestra el libro de Bakewell -aunque no hace sangre, quizá porque no quiere que los protagonistas de su libro nos caigan mal- la filosofía ha sido también, desde su fundación hace 2.400 años, un máquina de producir excusas para los regímenes dictatoriales, el asesinato de estado o de los revolucionarios y la aniquilación de derechos. Heidegger, por supuesto, fue un nazi, o algo muy parecido a un nazi, y Sartre tuvo el talento de detectar los regímenes mas espeluznantes y apoyarlos. Pero ya desde Platón muchos filósofos han querido estar cerca del poder y venerar a los potentados, y se han mostrado dispuestos a cerrar los ojos ante brutalidades o abiertas matanzas. De modo que, aunque en general en nuestros tiempos se tienda a pensar que, si bien pasamos de ella, la filosofía es algo bueno en sí mismo, no lo es. Seguramente es un error ignorarla, pero también lo es ignorar que con frecuencia ha sido una herramienta para el mal extremo.
La filosofía está donde no te la esperas
También es cierto que creemos que pasamos de la filosofía porque no nos damos cuenta de que la filosofía lo impregna todo. Hoy en día, no tendemos a identificar a los economistas como filósofos, aunque quizá no haya disciplina más filosófica que la economía. Los economistas parten, para hacer sus modelos, de supuestos como que el ser humano es racional o parcialmente irracional, que da lo mejor de sí cuando se preocupa solo por su interés o cuando acepta que solo es parte de una comunidad, que asumir una deuda es firmar un contrato inviolable o que no devolverla es legítimo en algunos casos. Tendemos a ver la economía como una cosa de números, pero desde su inicio moderno a finales del siglo XVIII fue una rama de la filosofía moral.
Lo mismo sucede con las cuestiones políticas, que debatimos como si fuéramos ‘hooligans’ de equipos rivales. ¿Qué equilibrios debemos encontrar entre la seguridad y la libertad en los controles de los aeropuertos? ¿Es correcto que un político acepte reducir la seguridad alimentaria a cambio de que haya más comida barata para la gente con pocos recursos o es intolerable darle a la clase baja comida tirada de precio pero de calidad muy mediocre? ¿Puede el Estado imponer a las masas las ideas de los expertos a sabiendas de que tienen razón pero vulnerando la libertad de los demás? Preguntas así son profundamente filosóficas, pero hoy nos hemos olvidado de ello y quienes hablan de esas cosas son los psicólogos -la psicología, por supuesto, siempre fue una rama de la filosofía- y los científicos -hasta hace cuatro días, la ciencia y la filosofía eran materias indistinguibles-. O los tertulianos, claro está, los filósofos de nuestra época.
Pero la cuestión es que nos hemos olvidado de la filosofía, y en parte por buenas razones, como las que mencionaba antes: que algo aparezca bajo el membrete de ‘filosofía’ no significa que sea bueno, a pesar de la insistencia del gremio. Muchos filósofos quieren ser populares, ganar un poquito de dinero o de distinción, y para ello están dispuestos a ponerse del lado de quien haga falta y tragar sapos inmensos. En eso, no son distintos de los demás: no se crean el mito del filósofo desinteresado y ajeno a las tentaciones del mundo.
Enseñamos fatal la filosofía
Pero además está otra cuestión. Para la mayoría de la gente, la filosofía es esa cosa que se debe estudiar en el bachillerato -al menos así fue para los de mi edad- pero que no se entiende. Hoy tengo dificultades muy serias para comprender a Hegel, a Kant o a Wittgenstein; con dieciséis años simplemente me parecían un tostón. Y eso que la filosofía es muy importante para mí.
Pero tratar de meterle eso en la cabeza a un adolescente es, a pesar de los razonables argumentos de muchos profesores de filosofía, algo un poco absurdo. La filosofía es cosa de adultos: si no has pensado en serio sobre el poder, si no has fracasado, si no te han abandonado, si no has sufrido por tus pertenencias o por tu futuro, es imposible que entiendas la filosofía. Solo la recomiendo a los mayores de treinta años.
Una filosofía para la crisis
La crisis nos ha traído una nueva oleada de filosofía. Una vez más, se podría pensar que eso es bueno en sí mismo, y seguramente lo es, pero no sabemos si será útil, aunque ahora al menos parece rehuir el academicismo y volver a los lectores. La filosofía académica ha tendido a olvidar que, si no es útil para la vida, no sirve para nada. Su ensimismamiento la ha condenado.
Ahora hay cosas nuevas e interesantes, pero la autoayuda, la economía o la psicología le han robado sus funciones. No es preocupante. Pero no se dejen engañar: que uno sea filósofo no es sinónimo de nada bueno. El mejor ejemplo son los existencialistas. Quizá envidiemos sus vidas llenas de sexo, pasión, alcohol y tabaco. Pero casi todos se equivocaron en casi todo.