Higinio Marín
Información.es 29.01.2018
Si se preguntara entre profesionales de la educación qué rasgo diferencia a sus alumnos de los que tuvieron hace veinte o treinta años, es posible que una de las respuestas —¿o, tal vez, la respuesta más unánime?— fuera la apatía. Obviamente, surgirían otros muchos aspectos, y tal vez alguno tan relevante, pero seguramente sobresaldría esa extraña y desinteresada pasividad que hace languidecer a tantos jóvenes.
Son, sin duda, la generación de españoles que disfruta del sistema educativo mejor dotado de nuestra historia, y tienen innumerables y buenas opciones formativas por las que planear su formación y sortear las dificultades que ciertamente saldrán a su paso, pero que no serán mayores ni más dramáticas que las de generaciones anteriores. También disfrutan de la mayor libertad personal que las transformaciones culturales y sociales no han dejado de ensanchar, y que han suprimido todos los límites para las más precoces prácticas sexuales, sociales, culturales.
Y a todo lo demás hay que sumar que poseen el bien más apreciado y hasta envidiado que los convierte en el núcleo simbólico de nuestras sociedades: la juventud. Por no extendernos en aspectos que se dan por descontados como, por ejemplo, que disfrutan unos niveles de bienestar material que habrían colmado los sueños de los más soñadores. O que viven en un sistema político con el repertorio más amplio de libertades y derechos.
Pero sobre todo viven en un escenario social en el que se proclama el derecho de los individuos a tomar por sí mismos las decisiones cruciales de su vida, a forjarse su propio camino y elegir sin imposiciones su forma propia de vivir, de acuerdo con sus libérrimas preferencias y formas de pensar. Y que nadie tiene derecho a ejercer a ese respecto la más mínima coacción.
Sin embargo, mucho me temo que lejos de entusiasmarles, ninguna enumeración semejante tendría la más mínima efectividad para conmover o superar su apatía. Al contrario, más bien aumentaría el fastidioso tedio que experimentan ante los intentos de motivarlos con los incontables bienes presentes y disfrutables. De hecho, ninguno de esos discursos alentadores —pero de manufactura tan adulta— alcanza siquiera a tocar la clave del problema: una parálisis del deseo causada por la ilimitada disponibilidad de todo lo deseable. Y ciertamente, si ese es realmente el problema, entonces la enumeración de lo disponible no hace sino reforzar la causa de la tediosa parálisis.
Paradójicamente, el éxito de nuestros sistemas de generación y distribución de riqueza y de derechos cívicos induciría las condiciones para la frustración de quien no encuentra nada que desear con la suficiente energía. No es que carezcan de deseos, es que son de escala menor, cotidiana y de satisfacción asegurada: apenas nada grande, arduo o incierto y que requiera tiempo o toda una vida. Cambiar el mundo, antaño una pasión juvenil, hoy es una reliquia vintage. Fue Hegel el que aseguró que la multiplicación de las necesidades y sus satisfacciones «produce una inhibición del deseo» que seguramente forma parte del problema.
No es necesario acudir a las cimas del pensamiento occidental para certificar que la abundancia es capaz de producir la inapetencia. Pero se hace del todo necesario si se quiere sugerir que la generación de entornos de escasez relativa o disponibilidad secuenciada, es decir, la sobriedad y un cierto orden, pueden resultar más que recomendables para tonificar un deseo cuya languidez aumenta con su ilimitada satisfacción. Ciertamente, abogar por someter la satisfacción de los deseos a unas ciertas restricciones, aunque solo sean episódicas y menores, es tanto como apedrear a los gurús y chamanes de lo políticamente correcto en materias educativas y morales. Pero cuando se es padre, los hijos importan mucho más que todos los derechos pontificales de los sabios de turno. Y si se es filósofo, también.
De hecho, el comprensible deseo de evitar a nuestros hijos cualquier clase de privación, nos ha llevado a privarles de la experiencia misma de la privación, debilitando así no solo su capacidad de sobreponerse a las contrariedades y frustraciones, sino socavando su capacidad para disfrutar de los bienes y aspirar a las posibilidades disponibles. También en esto vale la intuición de Wilde: solo hay una cosa peor que no conseguir todo lo que se desea y es conseguirlo.
Pero, ciertamente, la solución no puede ser causar la insatisfacción mínima pero necesaria para evitar la inapetencia. Por mucho que una cierta privación resulte tonificante, y que el orden facilite una estructuración de la personalidad más que recomendable, no bastan ni alcanzan al fondo de la cuestión.
La parálisis del deseo surge más profundamente, y tiene que ver con la valoración prerreflexiva y espontanea —es decir, sentimental— que hace una persona de la realidad. Es nuestra manera de concebir la libertad como la ilimitada capacidad de elegir entre opciones de suyo equivalentes, la que, si se interioriza, produce ese sentimiento de oceánica y pasiva indiferencia. Si todo es objetivamente equivalente y solo resulta subjetiva y variablemente preferible según las circunstancias de cada cual, entonces la interiorización emocional de esa clase de realidad es la apatía más inconmovible.
Pese a lo que aseguran quienes prefieren que las cosas sean según su capricho, lo cierto es que el bien genuino es fácil de reconocer: aquello cuya posesión no disminuye mediante su participación, sino que compartirlo forma parte de la satisfacción de poseerlo. Por ejemplo, una buena película, un chiste, un buen libro, una causa justa, una verdad gozosa, lo que descubrimos y lo que amamos desde lo mejor de nosotros mismos. Por eso el bien nos hace sociables y nos saca de la indiferencia convirtiendo el beneficio o la desgracia ajena en asunto propio.
Deberíamos tomar la apatía de nuestros jóvenes como la denuncia de lo que somos y creemos. Pero al decirlo no olvido que por sugerir a los jóvenes esto mismo, es decir, que vale más padecer injusticia que cometerla porque el bien y el mal existen, y por denunciar las supersticiones de su época, Sócrates fue acusado de corromperlos y condenado a muerte por la mayoría de sus conciudadanos en votación pública.