Por MARÍA ELVIRA ROCA BAREA en EL MUNDO Cultural
La primera descripción de la torre de los cráneos de Tenochtitlan la hace en 1521 Andrés de Tapia, que acompañó a Hernán Cortés y a los totonacas, tlaxcaltecas y otras tribus en el asalto a la ciudad. Luego la repetirán Bernal Díaz del Castillo y Gomara. Después será mil veces negada, y con ella, aquel sistema de sacrificios humanos de los aztecas, porque el Imperio azteca tenía que pertenecer al edén indígena que los españoles bárbaros habían destruido cuando arrasaron América. En consecuencia, estas descripciones del terror azteca no podían ser más que mentiras para justificar la conquista de México. Los propios mexicanos cuentan que su historia -y contra este disparate escribió Octavio Paz- comienza con la fundación del dios Quetzalcóatl, para verse luego interrumpida con la llegada destructiva de los españoles, y continuada por su cauce natural tras la independencia. Hace ya mucho tiempo que se sabe -si se quiere saber- que los cronistas españoles no mentían.
Pero, naturalmente, esto no era suficiente. Nunca es suficiente. Ahora tampoco lo será. El espectacular descubrimiento por varios arqueólogos de la torre de los cráneos de Tenochtitlán será olvidado y los mitos de la leyenda negra seguirán vivos porque ¿cómo vamos a explicar los problemas presentes de Hispanoamérica sin el horrible Imperio español? Todo lo que nos pasa ahora es porque fuimos entonces colonizados por los malos. ¿Y si no eran tan malos, qué hacemos? ¿Autocrítica? Jamás.
Hace pocos días, una noticia de agencia desveló que en las excavaciones arqueológicas que desde 2015 se hacen junto a la catedral metropolitana de México se ha encontrado una torre de cráneos que responde punto por punto a la descripción de los cronistas españoles. La exactitud es asombrosa. Talmente se dibuja con palabras lo que los arqueólogos han encontrado ahora: «Un osario de cabezas de hombres presos en guerra y sacrificados a cuchillo, el cual era a manera de teatro más largo que ancho, de cal y canto con sus gradas, en que estaban ingeridas entre piedra y piedra calaveras con los dientes hacia afuera». Cortés no mentía. Con el agravante de que no son sólo guerreros sacrificados, como dijeron los aztecas, sino también mujeres y niños.
La negación de los sacrificios ha tenido distintas versiones, plenamente vigentes. El 25 de abril de este año Jason Suárez, del History Department de El Camino College de California, explica en su conferencia Questions of ritual human sacrifice que la idea de los sacrificios humanos es errónea y fruto de haber interpretado torticeramente las imágenes en que estos sacrificios se representan, para justificar la conquista. Arguye que cualquiera que viera a Cristo clavado en la cruz podría concluir que también los cristianos hacían sacrificios humanos, tergiversando una representación simbólica que no remite a esa realidad. Otro modo, más sofisticado, que no niega pero sí justifica, es el de la argumentación alimenticia. Para Marvin Harris es la falta de proteínas la que explica los sacrificios humanos. Todo ello va encaminado a reforzar la idea de que los españoles no llegaron a México y acabaron con un horror institucionalizado, porque el horror debía estar encarnado por ellos mismos, por Cortés y sus hombres -como canta con absoluto desconocimiento Neil Young en su Cortez the Killer- y, por tanto, nada beneficioso podía venir de ahí.
Pero ahora el descubrimiento de la torre de los cráneos de Tenochtitlán, tan verazmente descrita por los cronistas, obliga a mirar a Cortés y a su gente de otra manera. Si esto tendrá consecuencias en el futuro no lo sabemos, pero es poco probable. Pronto caerá otro manto de silencio sobre esta realidad como ha caído sobre tantas otras que no necesitaban de un equipo de arqueólogos. Como, por ejemplo, que el gobernador nombrado por Cortés que tuvo México en el nuevo orden cristiano se llamó Andrés de Tapia Motelchiuh (1526-1530) y era un azteca que se bautizó tomando precisamente el nombre del cronista y conservando también el suyo, y que era un plebeyo casi esclavo a quien el anquilosado sistema social azteca nunca le hubiera permitido prosperar. Acompañó a Cortés durante tres años en sus expediciones. Pero podríamos nombrar también a otro plebeyo, don Pablo Xochiquenzin, que también fue gobernador cinco años. O a don Diego de Alvarado Huanitzin, que acompañó a Cortés en la expedición a Honduras y fue nombrado gobernador de Ecatepec, cargo que ocupó 14 años. Después el virrey Antonio de Mendoza le nombró gobernador de Tenochtitlán. O a don Diego de San Francisco Tehuetzquititzin o a don Alonso Tezcatl Popocatzin, o a don Pedro Xiconocatzin. ¿Hay que seguir? Todos indios, todos gobernantes del virreinato de la Nueva España.
María Elvira Roca Barea es doctora en Filología Clásica, profesora de lengua y autora de Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (Siruela, 2016)