El ser humano lleva desde la Antigüedad analizando qué es el libre albedrío. Ahora, los científicos capaces de monitorizar la pulsión más insignificante de nuestro cerebro han reabierto el debate. ¿Es la libertad de elección una mera ilusión? Por Marisol Chirapozu
¿Desayuno una tostada o un cruasán? ¿Salgo a correr o leo un libro? Voy conduciendo y me aproximo a un semáforo, ¿piso el acelerador o empiezo a frenar? Nos pasamos todo el día tomando decisiones, pero ¿decidimos conscientemente o se trata de algo instintivo, como cuando reaccionamos esquivando un balón?
Los filósofos llevan siglos debatiendo si la libertad es consustancial al ser humano. Y ahora los últimos experimentos de los neurocientíficos cuestionan nuestra capacidad para decidir de manera autónoma. En realidad, apuntan, obedecemos impulsos de regiones cerebrales que escapan a nuestro control y que se adelantan a nuestro yo consciente.
El debate tiene implicaciones de gran calado, empezando por las legales. En un mundo donde la responsabilidad última de una decisión escapa a nuestra voluntad, ¿no habría que revisar el Código Penal? ¿Y qué pasa con el libre albedrío, no es más que una ilusión? ¿Solo somos marionetas dirigidas por unos hilos trenzados con reacciones químicas y corrientes eléctricas neuronales?
Un ingenioso experimento nos plantea un dilema. Un conductor se encuentra detenido ante un semáforo, la luz está en verde; lo que él no sabe es que el semáforo es capaz de leer sus pensamientos y que va a intentar engañarlo. Cada vez que el conductor decide pisar el acelerador, el semáforo se pone en rojo. El pobre hombre es prisionero de sus pensamientos. ¿Conseguirá puentear a su propio cerebro para conseguir vía libre?
Espías del cerebro
El responsable del experimento es John-Dylan Haynes, director del Centro Bernstein de Neurociencia Computacional de Berlín. Un voluntario se sienta ante una pantalla en la que brilla una luz verde. A sus pies hay un pedal que imita a un acelerador. Gracias a un gorro dotado de electrodos, los científicos registran las corrientes cerebrales. Esto permite que el ordenador sepa cuándo el falso conductor se dispone a pisar el acelerador. Y lo sabe porque surge en su cabeza un patrón eléctrico concreto que delata su intención, fenómeno que los investigadores ya conocían. Lo denominan “potencial de disposición”.
En cuanto los electrodos registran ese patrón, la luz de la pantalla cambia al rojo. Si el voluntario pisa el acelerador, pierde la partida. Al principio, los participantes pierden una y otra vez. Pero, poco a poco, aprenden a burlar a sus propias corrientes cerebrales. Y tan pronto como sienten el impulso de dar gas, lo frenan mediante una decisión voluntaria. Con un poco de práctica, ganan casi siempre.
«Estudios previos ya habían descubierto que a cada acción consciente la precede una señal cerebral inconsciente, fenómeno que muchos expertos interpretaron como que la libertad de elección no es más que una ilusión dice el doctor Haynes. Nosotros hemos sido capaces de demostrar que, mediante un veto consciente, se puede detener a voluntad una acción iniciada de forma inconsciente».
Seres teledirigidos
Su sorprendente hallazgo podría dar una nueva orientación al debate sobre la existencia del libre albedrío. Los neurocientíficos llevan años discutiendo sobre si este es, en realidad, una mera ilusión. ¿Es cierto que los seres humanos estamos teledirigidos por una serie de impulsos inconscientes?
Todo comenzó con un experimento realizado por el estadounidense Benjamin Libet: pidió a un grupo de voluntarios que movieran una mano en el momento en el que ellos quisieran. Durante todo el proceso tenían unos electrodos midiendo sus ondas cerebrales.
Libet observó así un fenómeno fascinante: en torno a medio segundo antes del movimiento de la mano, el cerebro producía una serie de ondas que indicaban que se estaba preparando para iniciar la acción. Lo más llamativo es que parecía que la consciencia solo entraba en acción detrás del inconsciente. Para ser precisos, lo hacía unos 300 milisegundos después de la aparición de ese llamado “potencial de disposición”. Todo apuntaba a que, cuando los voluntarios se proponían mover la mano, la decisión ya había sido tomada hacía rato.
Gracias a los nuevos métodos de obtención de imágenes, el doctor Haynes consiguió en 2008 unos resultados aún más espectaculares que los logrados por el propio Libet. El investigador berlinés introdujo a sus voluntarios en un tomógrafo por resonancia magnética (TRM). Luego les pidió que decidieran libremente si querían presionar con el índice de la mano derecha un botón situado a ese lado o con el de la mano izquierda el botón del lado opuesto.
Siete segundos antes
Los patrones de riego sanguíneo que ofrecían las imágenes del TRM le permitían a Haynes predecir hasta con siete segundos de antelación qué botón iban a pulsar. «Nuestras decisiones ya están tomadas de forma inconsciente mucho antes de que nuestra conciencia entre en acción explicó así Haynes aquel descubrimiento de hace unos años. Parece ser que el cerebro toma su decisión mucho antes de que lo haga la propia persona».
Wolf Singer, entonces director del Instituto Max Planck de Neurociencia, con sede en Fráncfort, llegó a exigir que el sistema judicial replantease sus fundamentos. «Deberíamos dejar de hablar de libertad», afirmó. Si es el subconsciente el que lleva el mando, razonaba, algunos delincuentes difícilmente podrán controlar sus actos.
Los descubrimientos de los neurocientíficos han ido entrando con ciertas reservas en los tribunales penales, al menos en Estados Unidos. El número de procesos en los que los acusados recurrían a argumentos neurológicos para su defensa se duplicó entre los años 2007 y 2012. Este es el resultado al que ha llegado Nita Farahany, profesora de Derecho y Filosofía en la Universidad de Duke, en Durham (Estados Unidos), en un estudio publicado en 2016 y para el que analizó 1585 expedientes judiciales.
Farahany describe un panorama desolador en la revista especializada Law and Biosciences: las pruebas neurobiológicas que se presentan ante los tribunales son «parciales, mal elaboradas y mal concebidas».
Los logros de la neurociencia son decepcionantes, según cree Henrik Walter, profesor de Psiquiatría y director del Departamento de Mente y Cerebro de la clínica berlinesa de La Charité. «Se han sobrevalorado en exceso experimentos como el de Libet critica Walter. Nunca estuvieron en condiciones de ofrecer una respuesta a la cuestión del libre albedrío».
Decidir a largo plazo
Una de las objeciones esgrimidas es que estos escáneres cerebrales solo tienen en cuenta los segundos previos a una acción concreta, pero no las vueltas y revueltas durante días, o las noches pasadas en blanco, que suelen acompañar a las decisiones verdaderamente importantes que afrontamos en la vida real. ¿Debo aceptar la oferta de trabajo? ¿Compro la casa? ¿Le pido a mi novia en matrimonio?
Al propio Libet le desagradó que sus experimentos se interpretaran como si hubiese negado la existencia del libre albedrío. En realidad, dejó abierta una especie de puerta trasera para el pensamiento libre: si no tenemos un control total sobre nuestros impulsos, al menos sí que podríamos detenerlos o rodearlos, argumentó.
Según creía Libet, es posible que el cerebro se adelante generando «potenciales de disposición», pero al ser humano siempre le queda un derecho de veto, algo así como tener la última palabra. Precisamente es esa forma de veto lo que ahora parece haber descubierto su discípulo, John-Dylan Haynes. «No estamos inermes ante los procesos previos que tienen lugar en nuestros cerebros», asegura el neurocientífico.
El derecho de veto
Su semáforo pone en evidencia que, aunque en algún lugar del cerebro se haya tomado ya la decisión de pisar el acelerador, a los voluntarios siempre les queda la opción de ejercer su derecho de veto. Haynes afirma: «Parece que no existe ese determinismo rígido del inconsciente, que actúa de forma forzosa e inalterable, sino que, en realidad, se da una especie de competición entre distintas regiones cerebrales».
No obstante, la «libre involuntad» también tiene sus límites. Otro de los resultados de los experimentos de Haynes es que la libertad de veto expira en torno a dos décimas de segundo antes de la ejecución del movimiento en cuestión; una vez pasado el límite, ya no se puede parar.
A partir de ese momento, las órdenes recorren con la velocidad e irrevocabilidad de una bala de cañón las fibras nerviosas desde el cerebro hasta el pie que pisa el acelerador. Da igual que los ojos perciban que la luz ha pasado al rojo, ya no hay nada que hacer, es demasiado tarde.
¿Quiere decir todo esto que la polémica en torno al mayor o menor grado de libertad de la voluntad humana ha llegado a su fin con el experimento del semáforo realizado en Berlín? «No. Todavía harán falta otros 20 años de investigación antes de que podamos entender funciones cerebrales como la de la voluntad. Eso, como poco», admite Haynes.