El dilema del tranvía

por | 30 de abril de 2017

¿Debo sacrificar una vida para salvar cinco?

No es lo mismo accionar una palanca que empujar a una persona. O quizás sí

Jaime Rubio Hancock
Publicado en El País 31 MAR 2017

Imagina un tranvía desbocado y sin frenos que se dirige hacia cinco trabajadores que están en la vía. No puedes avisarles y tampoco puedes parar el tren, pero sí puedes accionar una palanca que lo desviará hacia otra vía. Allí hay otro trabajador, pero está solo. ¿Debes apretar la palanca?

Este es el dilema del tranvía, cuya primera versión presentó la filósofa Philippa Foot en un artículo de 1967. Desde entonces se ha convertido en uno de los problemas éticos más debatidos y con más variantes. La mayor parte de la gente a la que se le plantea esta pregunta contesta que sí se debe accionar la palanca.

Una de las variantes más conocidas la propuso otra filósofa, Judith Jarvis Thomson, en un artículo de 1985. En este caso estás en un puente y ves cómo el tranvía se dirige hacia esos cinco trabajadores. Siendo como eres un experto en tranvías, en seguida te das cuenta de que solo hay una forma de detenerlo: empujando a un tipo corpulento que está a tu lado. Él morirá, pero al menos los otros cinco salvarán sus vidas.

En este caso, la mayor parte de la gente que contesta que no es permisible empujar a una persona. Y eso a pesar de que también estamos hablando de sacrificar una vida para salvar otras cinco.

¿Por qué reaccionamos de forma tan diferente a estas dos situaciones?

Este dilema se ha planteado en muchas ocasiones. Por ejemplo, en el Test de Sentido Moral de la Universidad de Harvard, al que han contestado más de 200.000 personas. Según recoge David Edmonds en su libro Would You Kill The Fat Man?, el 90% de las personas que han contestado a este test accionaría la palanca, pero el 90% se niega a empujar al «hombre gordo», como lo describía Thomson.

Como a mucha gente le parece mal empujar a un tipo a la vía y encima criticar su aspecto físico, algunos experimentos se refieren a un hombre con una mochila muy pesada. Por ejemplo, los del neurocientífico Joshua Greene, que usó resonancias magnéticas para mostrar que en el primer escenario se activan regiones del cerebro asociadas al razonamiento, mientras que cuando se propone empujar a alguien las regiones activadas son las relacionadas con la emoción.

Según su trabajo, tendemos a censurar acciones dañinas que suponen la aplicación de fuerza de modo personal. Por ejemplo, vemos peor empujar a una persona que accionar una trampilla para que caiga a la vía. También nos parece peor que el daño sea un medio para obtener un fin, como empujar a esa persona para parar el tren, que no una consecuencia imprevista, como si hacemos que caiga al tropezar con ella de camino a la palanca.

Greene es muy cauto con estos resultados. Esta sensibilidad puede reflejar simplemente “las limitaciones de nuestra arquitectura cognitiva, más que una verdad moral profunda”. Es decir, que consideremos permisible el primer escenario y no el segundo no significa que esta evaluación sea correcta. Del “es” no se deduce necesariamente el “debe ser”, como ya explicó David Hume hace tres siglos. Hay que explicar esta diferencia y ver si nuestras intuiciones morales son o no acertadas.

La diferencia entre causar un mal y dejar que ocurra

Una posible explicación a la diferencia entre los dos escenarios la dio hace ocho siglos Tomás de Aquino, cuando defendía que matar en defensa propia es moralmente aceptable. En este caso, el resultado es previsible, ya que sabemos que morirá otra persona, pero nuestra intención no es la de matar, sino salvar nuestra vida.

Se trata de la llamada doctrina del doble efecto y da importancia a la intención. Si la aplicamos al dilema del tranvía, vemos que en el primer caso solo queremos desviarlo. Si el hombre se aparta, tanto mejor. En cambio, en el segundo escenario tenemos la intención de usar al hombre para detener el tren.

Esta doctrina se aplica hoy en día. Por ejemplo, en determinadas circunstancias un médico puede administrar medicación para reducir el dolor a una persona que está muriendo, a pesar de que esta medicación pueda acelerar su muerte. Pero lo que no puede hacer es inyectarle morfina con el objetivo de matarle.

Sin embargo, Philippa Foot cree que esta doctrina es imperfecta. Para ella, tenemos deberes positivos, como ayudar a los demás, y deberes negativos, como no interferir en las vidas ajenas (tirando a la gente por un puente, por ejemplo).

En el primer escenario, las dos opciones son dejar que muera uno o dejar que mueran cinco. Además, en su versión conducimos el tren y no accionamos una palanca. Es decir, no podemos quedarnos al margen. En casos como el segundo, el deber positivo de salvar a cinco personas está en conflicto y superado por el deber negativo de no hacer daño a otra.

Utilitarismo: lo importante es salvar vidas

Algunos opinan que ambos casos son equivalentes: consisten en salvar cinco vidas a cambio de una. Por ejemplo, los utilitaristas. Esta corriente ética fue iniciada por Jeremy Bentham (1748-1832) y se basa en el principio de mayor felicidad: el interés de la comunidad consiste en la suma de los intereses individuales. Es decir, la justicia se mide por sus resultados, sin que sea necesario recurrir a derechos o deberes. Cinco personas vivas y una muerta es un mejor resultado que cinco personas muertas y una viva.

Para un utilitarista, añade Edmonds, no hay diferencia entre la intención y la previsión, la acción o la omisión, hacer o permitir hacer. Es comprensible que nos resulte incómoda la idea de empujar a alguien para salvar cinco vidas, pero lo único que importa es si las consecuencias son las mejores para el bien general.

Un utilitarista podría decidir que las consecuencias son peores, pero no por la diferencia entre accionar una palanca o empujar a una persona. Por ejemplo, podría considerar que, de aprobar el segundo escenario, nadie se atrevería a cruzar por un puente por miedo a que alguien nos empujara para evitar un accidente. O quizás animaría a que los médicos se vieran legitimados para asesinarnos con el objetivo de trasplantar nuestros órganos sanos a otras cinco personas que morirían sin ellos, causando una ola de crímenes y pánico.

Deontología: no podemos romper las normas cuando queramos

El punto de vista opuesto sería el de la deontología, es decir, la ética de los deberes. Cuando en su artículo habla de la diferencia entre el escenario de la palanca y el del tipo grande, Jusith Jarvis Thomson recuerda el imperativo categórico de Kant, que es un requisito moral sin excepciones y aplicable en todo momento del que se derivan las demás obligaciones. Tiene varias formulaciones, pero la segunda es la que atañe de forma clara al dilema del tranvía: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca solo como medio”.

¿Para Kant hay diferencia entre el primer caso y el segundo? Es evidente que en el segundo caso usamos al hombre como un medio: si en lugar de una persona fuera una roca enorme, nos serviría igual. En cambio, cuando accionamos la palanca no usamos a nadie como medio: lo único que queremos es que el tranvía se desvíe y no nos hace falta que muera el trabajador solitario.

Para Thomson, esta diferencia no es tan clara, como muestra en una variante del experimento que llama «El bucle»: se trata de un escenario como el primero, en el que hay que apretar una palanca, pero el trabajador solitario está en una vía cuyo camino regresa al de los cinco trabajadores. En este caso, necesitamos que el hombre detenga el tranvía con su cuerpo. Es decir, no es una mera víctima colateral, sino que necesitamos que pare el tren.


El escenario del bucle, tal y como lo propone Thomson en su artículo

En opinión de Thomson, “no podemos suponer que la presencia o ausencia de un poco más de vía implique una diferencia moral significativa”. Es decir, un kantiano no empujaría a nadie, pero tampoco accionaría la palanca.

Los derechos tienen más valor que la utilidad

Thomson también discute si se puede recurrir a los derechos personales en este caso. La filósofa apunta que, para muchos, la diferencia entre ambos escenarios está en que “los derechos superan a las utilidades”. Es decir, cuando accionamos la palanca, estamos redirigiendo una amenaza ya existente, mientras que si empujamos a alguien, estamos infringiendo sus derechos y creando una nueva amenaza.

La filósofa tampoco cree que esta diferencia sea tan clara: también infringimos los derechos del trabajador solitario cuando accionamos la palanca. Él no se ha presentado voluntario a sacrificar su vida por otras cinco, la persona que acciona la palanca ha decidido por él.

De hecho, en 2008 Thomson publicó que el consenso respecto al primer escenario era incorrecto (a pesar de que ella también estaba de acuerdo). Su razón es que muy pocos accionarían la palanca si eso supusiera que el tranvía nos arrollaría a nosotros. No tenemos derecho a desviar el tren. Eso sería como robarle la cartera a otra persona para hacer un donativo a una ONG.

De todas formas y como apunta Thomas Cathcart en The Trolley Problem, una cosa es lo que muchos haríamos y otra diferente es lo que deberíamos hacer.

Daños colaterales

El dilema del tranvía puede parecer muy abstracto y el escenario casi irreal: ¿cómo podemos estar seguros de que van a morir los cinco? A lo mejor solo muere el primero y los demás resultan heridos. O siendo cinco, es más fácil que uno de ellos lo vea. Es un tranvía, Philippa Foot, no van tan rápido.

Pero este dilema nos ayuda a pensar en algunas decisiones reales, incluso a pesar de todo esto. Recordemos que Foot no lo planteó como un juego: su artículo trata algunos dilemas relacionados con el aborto, como por ejemplo si una mujer católica embarazada puede someterse a una histerectomía aunque esta intervención suponga la interrupción del embarazo.

Es decir, los experimentos mentales como el del tranvía nos permiten aislar los principios morales en conflicto: ¿qué debo hacer, no matar a una persona inocente o salvar la vida de toda la gente que pueda? Por ejemplo, cuando se financia el estudio de un medicamento en detrimento de otros. ¿Es correcto hacerlo si creemos que vamos a salvar más vidas? Quizás en este caso estamos en un escenario parecido al de la palanca.

¿Y qué hay de los llamados “daños colaterales” en la guerra, cuando la intención es atacar un objetivo militar, pero es previsible la muerte de civiles? ¿Se puede aplicar en este caso la doctrina de doble efecto?

Otro ejemplo: ¿hizo bien Truman lanzando la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki? Lo hizo para que la guerra acabara antes y para evitar más muertes de soldados estadounidenses. Este escenario quizás se parezca más al de empujar al hombre para detener el tranvía.

Hay casos reales y concretos que también recuerdan a este dilema. Este es uno de los que explica Edmonds en su libro: en 1987 naufragó un ferry cerca de la costa de Bélgica. Un cabo del ejército explicó que estaba intentando salir del agua helada por una escalera de cuerda, bloqueada por un joven paralizado por el miedo y el frío. El cabo pidió que alguien le empujara y alguien lo hizo. Este joven murió. Se sabe quién fue el responsable, aunque su nombre no salió a la luz y no se le juzgó, al considerar que si no se hubiera empujado al joven, nadie habría logrado salvarse.

El túnel

El dilema que podría aplicarse a un escenario que cada vez será más frecuente. Me refiero a la variante llamada “El túnel”, que expone Jason Millar, ingeniero y filósofo:

“Estás viajando por una carretera de un solo sentido en un coche sin conductor y te acercas a un túnel muy estrecho. Justo cuando estás a punto de entrar, una niña intenta cruzar, pero tropieza y cae, bloqueando la entrada al túnel. No hay tiempo para frenar y el coche solo tiene dos opciones: arrollar a la niña o girar y estrellarse contra el muro. ¿Qué debería hacer el coche?”.

Como explica Millar, esta situación cada vez es menos hipotética. Un humano reacciona por instinto, pero los coches autónomos como los que está desarrollando Google estarán programados para responder a este tipo de emergencias.

En opinión de Millar, la responsabilidad de responder a esta pregunta no debería ser de los ingenieros, sino de los conductores. Millar propone que el coche podría estar diseñado para mostrar ciertas preferencias, como por ejemplo intentar salvar el máximo de vidas y tener así en cuenta cuánta gente va en el coche y a cuánta podría arrollar. Pero podría dejar bastante margen a los conductores, para que estos continuaran responsabilizándose de sus decisiones. Por ejemplo, quienes viajen con sus hijos podrían preferir atropellar a otras personas antes que poner en peligro sus vidas.

Según recoge The Guardian, en Google aseguraban el año pasado que aún no se han encontrado con ningún problema similar y que su trabajo consiste en evitar los errores anteriores que llevan a una situación de ese tipo. Si se llegara a un punto como el del túnel, la respuesta más habitual sería frenar todo lo que se pudiera, ya que no suele haber tiempo para nada más más.

Pero, claro, esta decisión de Google como mucho responde a la pregunta “¿qué pasará?”, pero deja sin respuesta “¿qué debería pasar?”. Según este niño, la solución no es tan compleja como parece.

A riesgo de contribuir a la frivolización del dilema, os planteamos esta encuesta con algunas de sus variantes, además de otros dilemas que plantean problemas similares.