La enseñanza de la religión y moral católica, voluntariamente, es una oferta prevista en los Acuerdos Iglesia – Estado de 1979. Durante casi 40 años esta materia ha sido escogida, entre un 70 y 80 % por la mayor parte de la sociedad española; pese a que gobiernos socialistas y populares no han dejado de poner trabas a su impartición: falta de alternativa en bachillerato, menosprecio de un profesorado que tiene dos títulos (el universitario y el teológico), horarios en desventaja, acoso laboral del profesorado y cierta burla al alumnado.
Algunos dicen que esa formación se puede adquirir en la catequesis. La materia escolar no es catequesis; supone el conocimiento de la historia de uno de los pilares de nuestra sociedad occidental, la tradición judeocristiana, sin la que no se puede entender ni la vida, ni la muerte, ni el arte, ni la historia de Europa y del nuevo Mundo, ni el siglo de oro español en literatura, ni si quiera la ciencia, la reforma protestante, el sentido del mal y del bien, la libertad, la fraternidad, el clericalismo y la sana laicidad del Estado.
Se ha puesto de moda el concepto de laico, pero como concepto indeterminado o muchas veces como arma arrojadiza frente a la convicción o creencia religiosa. Curiosamente el concepto de laico, en sus avatares históricos, tiene una fuerte carga cristiana a través del Derecho canónico. Si todos los miembros de la Iglesia son fieles por el bautismo, los laicos son aquellos fieles, la mayor parte de la Iglesia, que están llamados a santificar las realidades terrenas con su ejemplo, la vida familiar y social, impregnando de espíritu cristiano el trabajo y buscando sin exclusivismos con todos los hombres las soluciones sociales, políticas, económicas acordes con la dignidad del hombre y el respeto de la Ley de Dios.
Sartori mantenía recientemente que la democracia civil no tiene que ver con la doctrina de la Iglesia, pero el análisis de muchos valores democráticos tiene un profundo aroma cristiano: la igualdad, la equidad, el concepto de soberanía, los derechos del hombre, especialmente la libertad religiosa, la dignidad de la mujer, el Derecho penal, el de familia, el valor de los compromisos al margen de su forma externa, la intrínseca justicia de la ley no procedimental, etc. Se puede decir que son valores cristianos que se han hecho civiles en su evolución histórica y cultural.
En cuanto a nuestra Constitución, el concepto laico no aparece por ninguna parte, por ello no parece justo denominar al Estado como laico sin más explicaciones. El diseño de nuestra Carta magna de acuerdo con los arts. 14 y sobre todo del 16 en materia religiosa es el siguiente; se reconoce el derecho de libertad religiosa con generosidad para los individuos y los grupos religiosos, sin más límite que el orden público previsto por la ley. El Estado no tiene religión propia, es aconfesional, pero los poderes públicos se comprometen a tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas. Ese es el marco completo del tratamiento religioso en España.
El profesor Viladrich en los años 80 desarrolló el concepto de laicidad del Estado, entendiendo por tal que el Estado no es competente en materias religiosas en cuanto tales, que la Fe es libre de Estado, que por supuesto el Estado ni es ateo, ni agnóstico, ni confesional, ni concurre, ni compite, ni sustituye al ciudadano en su creencia religiosa. Por ello la laicidad significa que el Estado en cuanto tal es Estado y se relaciona con el hecho religioso y las confesiones a través del Derecho en su repercusión social y jurídica.
Esto lleva a concluir que el Estado no puede ser agresivo, hostil, laicista frente a la religión. Cosa diferente sería equiparar Estado y sociedad. La sociedad mantiene sus creencias que deben ser tenidas en cuenta por los poderes públicos y reguladas por acuerdos con las confesiones religiosas (en España con la Iglesia católica y, por el momento, con musulmanes, judíos y protestantes). Otro equívoco, a mi entender, es el contraponer laico a confesional o religioso, de tal modo que si eres creyente o cuentas con tus convicciones religiosas, ya no eres laico. Laico lo es el creyente y el no creyente, porque ambos son ciudadanos en plena igualdad, ni más ni menos. Por tanto, personalmente no renuncio a ser laico.
Otro malentendido no casual es pensar que el pensamiento del creyente determina su discurso académico, político, científico; y en cambio el pensamiento «laico» es neutro, científico, objetivo, no sometido más que a la razón. Nada más lejos de la realidad: el pensamiento «laico» está lleno de ideología, concepciones del hombre y la sociedad y, en algunas ocasiones, imbuido de su aparente neutralidad, puede intentar imponerse como un laicismo confesional.
Daniel Tirapu, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado por la Universidad de Jaén y miembro del Consejo Asesor del OLRC.