Todos los días nos bombardean con noticias de actos de crueldad, y nos preguntamos: ¿cómo puede el hombre ser capaz de tanta perfidia? Los ejemplos van desde Río de Janeiro, donde tenía un amigo periodista (Tim Lopes) que fue salvajemente torturado antes de ser asesinado, hasta la prisión de Abu Graib, en Iraq, donde chicos y chicas americanos, que siempre se han comportado de forma ejemplar en sus pequeñas comunidades provincianas, acaban convirtiéndose en monstruos.
En 1971, profesores de la Universidad de Stanford, en los Estados Unidos, crearon una especie de prisión simulada, en los sótanos de la Facultad de Psicología. Escogieron a 12 estudiantes al azar, que actuarían como guardas, y a otros 12 que serían los prisioneros. Todos procedían del mismo medio social: clase media, educación rígida y sólidos valores morales. Durante dos semanas se otorgó a los “carceleros” una autoridad absoluta sobre los “presos.”
La experiencia hubo de ser interrumpida al cabo de una semana, dado que, apenas transcurridos unos días, los “guardas” comenzaron a mostrar un comportamiento cada vez más sádico y anormal, y llegaron a ser capaces de barbaridades nunca vistas. Hasta hoy, cuando han pasado más de 30 años, los dos grupos todavía necesitan tratamiento psicológico.
El creador de la experiencia de Stanford, Philip Zimbardo, cuenta al periódico Herald Tribune:
-No me sorprendieron las fotos de la prisión iraquí de Abu Graib. No se trata de unas pocas manzanas podridas dentro de un cesto de fruta fresca, sino exactamente de lo contrario: gente de buenos sentimientos que, al verse con la posibilidad de ejercer un poder absoluto, pierde cualquier noción del límite y deja que se manifiesten sus instintos más primitivos.
Otro estudio interesante fue el que realizó Stanley Milgram para la Universidad de Yale. Se seleccionó un grupo de alumnos para estudiar “técnicas de castigo.” Cada uno se ponía al mando de un aparato de descargas eléctricas, mientras, separado de él, al otro lado de una pantalla de cristal, se colocaba un estudiante que tenía que responder a una serie de preguntas. Cada vez que éste errase, el otro alumno tenía que administrarle una descarga, aumentando progresivamente el voltaje, aun sabiendo que, a partir de determinado momento, podría matar a su compañero.
La máquina de descargas era falsa, y el “estudiante” era un actor, pero los alumnos no sabían nada de eso. Para sorpresa de todos, el 65% de los “interrogadores” llegó a lo que sería una descarga mortal.
Es decir, que ante situaciones que nos permiten un control total y absoluto de otra persona, nadie puede estar seguro de que no traspasará el límite. Pero sólo quien ya ha vivido este tipo de experiencia (y yo, desgraciadamente, recuerdo ciertas actitudes en mi juventud que me incluyen en este grupo) sabe que llega un momento en que perdemos por completo el control, y vamos más allá de lo que dicta el sentido común.
Si la naturaleza humana es así, ¿qué debemos hacer? Una antigua historia situada en los Pirineos, posiblemente una leyenda, cuenta que un monje, de nombre Savin, que venía de recoger donaciones en oro para la capilla que quería construir, pasó por la casa de uno de los bandidos más sanguinarios de la región. Como no tenía donde dormir, pidió que le dejaran pernoctar allí.
El bandido, sorprendido del valor del monje, decidió ponerlo a prueba y le dijo:
-Deseas provocarme. Quieres que te mate y te robe el dinero, para así convertirte en mártir. Si hoy entrase aquí la prostituta más bella que haya en la ciudad, ¿serías capaz de convencerte de que no es bella y seductora?
-No. Pero me podría controlar.
-Y si un monje entrase con oro para construir una capilla, ¿podrías mirar ese oro como si fuesen piedras?
-No. Pero me podría controlar.
Savin y el asesino tenían los mismos instintos, el bien y el mal se los disputaban, como se disputan todas las almas sobre la faz de la tierra. Cuando el malhechor vio que el monje era igual a él, también entendió que él era igual a Savin, y se convirtió.
Tenemos el bien y el mal frente a nosotros, y todo es cuestión de control.
Nada más que eso.