Lo que aportan las Humanidades. Alejandro Llano

por | 13 de junio de 2015

Este alegato a favor de lo nuevo parece privar definitivamente a los saberes humanísticos del poco prestigio que les queda en una sociedad dominada por la eficacia y rapidez de las nuevas tecnologías.

¿Para qué nos vamos a engañar? Las humanidades son, de entrada, una causa perdida. Disciplinas que, hasta hace bien poco, constituían el núcleo de la enseñanza universitaria han quedado prácticamente abandonadas. Las lenguas clásicas, la filosofía, la historia, la literatura, la pedagogía, la lingüística… no pasan frecuentemente de ser un componente ornamental de un entrenamiento que se considera unívocamente dirigido a la capacitación profesional en cuestiones técnicas, sanitarias, jurídicas o empresariales. En algunos países, la enseñanza secundaria apenas conserva un muñón de estos saberes que se estudian en los libros y se adquieren a través del diálogo personal. No prenden entonces las vocaciones humanísticas o son violentamente ahogadas por padres que velan por la presunta prosperidad futura de sus hijos. En consecuencia, las carreras universitarias de letras, casi ausentes de las universidades de más reciente creación, arrastran en otras una existencia lánguida, con escasos alumnos y dotaciones decrecientes.

El Fundador de la Universidad de Navarra solía decir que fomentar los estudios de humanidades equivale a afirmar la primacía del espíritu sobre la materia. Lo cual, a sensu contrario, puede significar que su abandono implica la consagración de la primacía de la materia sobre el espíritu. Y esto, a su vez, implica que se renuncia al hallazgo de lo nuevo, cuya fuente, como ya sabemos, no es otra que el propio espíritu humano.

No pocos fenómenos actuales, que revelan decadencia cultural y pérdida de sentido, encuentran su trasfondo en ese feroz pragmatismo que desprecia cuanto no ofrezca una utilidad inmediata. Falta calado existencial para percibir los valores morales y no pocas veces se registra una grave ceguera para los significados religiosos. La vida humana se empobrece, la resignación campea y el conservadurismo consumista se generaliza.

Hay, con todo, una puerta entreabierta a la esperanza, que viene dada por la nueva línea de sutura entre la rebelión de los mundos vitales -sofocados por la colonización estructural- y la emergencia de las nuevas tecnologías. Las predicciones que aventuré hace unos años se han cumplido en buena parte, porque ha comparecido un nuevo territorio social que ya no se encuadra en el campo del Estado ni en el del mercado, sino que viene a configurar lo que hoy día se denomina cultura. Sin entrar ahora en el análisis del complejo significado actual de este vocablo, cabe subrayar que la proliferación de canales de comunicación y entretenimiento ha puesto en primer término la necesidad de una ingente cantidad de «contenidos» de carácter narrativo. Su producción es tarea de escritores y guionistas, profesiones típicamente literarias y con gran demanda hoy en día. Aunque no se trata de una necesidad coyuntural, porque la narratividad es una condición existencial inseparable del ser humano.

Por otra parte, las humanidades se han revelado como la base de actividades profesionales en las que el conocimiento de los caracteres de las personas presenta una importancia esencial, cual es el caso de la gestión de recursos humanos. Y el cúmulo de información y la finura de análisis que ofrecen las humanidades es, a mi juicio, superior a las aportaciones de las ciencias sociales , aunque el camino que es preciso seguir actualmente exige un estrecho acercamiento entre las ciencias humanas y las disciplinas literarias.

La formación humanística confiere hondura a las profesiones, hasta el punto de que Pieper ha llegado a afirmar que toda actividad profesional vivida con rigor y seriedad presenta una dimensión filosófica, sin la cual pierde su capacidad creativa y se ve abocada a la mera rutina.

Si Max Weber pudiera levantarse de su tumba muniquesa y darse un paseo por nuestras universidades, pronto le vendría a la memoria su célebre expresión «rutinización del carisma». ¿Qué es lo que distingue a un funcionario de la docencia de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un estudiante gregario en un inquieto buscador del saber? Lo que establece la diferencia es la creatividad, el afán del conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los supuestos, de cuestionar el punto de partida en los planteamientos convencionales. Necesitamos reactivar la habilidad de diseñar de antemano las diversas formas como se puede objetivar el espíritu, es decir, como se puede humanizar el mundo y la sociedad. ¿Qué pasaría si las cosas fueran de otro modo o las hiciéramos de distinta manera?

La creatividad es una especie de efervescencia que no se logra con algo así como un «realismo en estado sólido», por utilizar una expresión de Millán-Puelles. Para saltar un obstáculo, hay que «tomar carrerilla»: apartarse físicamente de la barrera con objeto de ganar la aceleración precisa para superarla. Aparentemente, las humanidades nos apartan de la realidad inmediata. Pero lo que efectivamente nos facilitan es autotrascendernos. Una obra de arte, un gran libro, la comprensión sintética de un período de la historia, el planteamiento inédito de un problema metafísico, todas estas creaciones nos abren un mundo. Permiten que veamos otra faz de la realidad, a la luz quizá de la idealidad. La libertad civil sólo se convierte en una atmósfera social cuando proliferan los focos de innovación, de creatividad, de inconformismo. Si los sociólogos nos dicen que nos acercamos a una coyuntura histórica en la que nuestra vida estará afectada por riesgos menos previsibles, como el atentado contra las Torres Gemelas ha venido a confirmar, la mejor respuesta será un modo de pensar más libre, menos prendido a las objetividades ya sabidas, y pensar así es una destreza que no se puede aprender si se prescinde del sentido de la cultura y de la ciencia, con el que se ha de familiarizar a los niños ya los jóvenes a través de la lectura.

En último término, cabría preguntarse: ¿qué se consigue con una educación humanística? y contestar con Fernando Inciarte: No mucho, pero algo. Lo dijo de manera clásica un Vicecanciller de la Universidad de Oxford a principios de siglo, la belle époque, en su discurso de recepción de los nuevos estudiantes, los freshmen. Aquel Vicecanciller se llamaba, por más señas, Smith. Prevenía a sus alumnos diciéndoles: «Miren ustedes»… no creo que el Vicecanciller Smith les hablara así. Se ceñiría más bien a los hechos escuetos. Los hechos escuetos eran que durante sus estudios -eso era lo que les decía- aquellos estudiantes no iban a aprender gran cosa, y desde luego nada que fuera a tener aplicación para su futura vida profesional. Hacía una excepción. Era generoso. La excepción se refería a aquellos que fueran a quedarse enseñando en la Universidad o en colegios humanísticos: aprenderían algo que les iba a servir. Éstos sí. Pero ¿los otros? ¿Qué iban a aprender para la vida? Nada. Apenas nada. «Apenas», porque en el fondo lo único que iban a aprender, les decía, era sólo esto: que cuando los demás, la gente -en cualquier circunstancia de la vida (política o como fuera)- se pusieran a hablar, ellos habrían aprendido por lo menos a discernir si aquellas personas tenían algo que decir o no tenían nada que decir, y concluía modestamente: después de todo, es lo más importante que se puede aprender en la vida, o para la vida.