Publicado por Alejandro Navas en el Diario de Navarra, el 29 de abril de 2015.
Está a punto de publicarse el Decreto la enseñanza secundaria y el bachillerato en Navarra. La comunidad educativa se encuentra expectante, pues hay mucho en juego. Como es preceptivo, el Consejo Escolar de Navarra entregó su dictamen al Gobierno foral el 30 de marzo. La composición del Consejo es plural, representativa de diversas maneras de concebir la educación, pero en esta ocasión se registró una rara unanimidad: el dictamen pide la inclusión de la “Historia de la Filosofía” como materia obligatoria en todas las modalidades de segundo de bachillerato.
Los docentes solemos recelar de tantos organismos burocráticos que han proliferado en los últimos tiempos, con su plétora de funcionarios, expertos, consultores, evaluadores y demás. Con frecuencia constituyen el refugio de exprofesores que han perdido la ilusión por la enseñanza o de tecnócratas que nunca han pisado un aula y creen tener las claves para una educación a la altura de los tiempos. A esos ingredientes ya sospechosos se añade la ideología, como corresponde a una administración pública altamente politizada: parece que cualquier órgano consultivo debe reflejar la composición del Parlamento. Por eso sorprende positivamente la defensa cerrada de esta asignatura por parte del Consejo. No todo está perdido si hay unanimidad en el aprecio por la filosofía.
Citando a su maestro Platón, Aristóteles declara que el fin de la educación consiste en enseñar a los jóvenes lo que deben amar y lo Foral que estable-ce el currículo para que deben rechazar. Aprender a diferenciar se convierte en una destreza básica para orientarse en la vida –prefiero evitar el término “competencia”, puesto de moda por la burocracia–. En cierto modo, en eso consiste la educación: aprender a distinguir un perro de un gato, una manzana de una pera, un Volkswagen de un Toyota, una monarquía de una república. En el ámbito de la naturaleza o de la técnica esto parece un objetivo asequible. Más complicado resulta distinguir lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto. ¿Cuál es el criterio, la medida que aplicaremos en estos casos?
Aquí hace su entrada la filoso-fía, como disciplina que nos enseña a pensar, a plantearnos e intentar responder a las preguntas radicales sobre la condición humana. El hombre tiene que orientarse en la vida. Una vez satisfechas las necesidades materiales elementales, no puede evitar la búsqueda de significado: necesita situarse en el cosmos y en la sociedad. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos? ¿Se acaba todo con la muerte?
Todos somos en algún sentido y en algún momento de nuestra vida filósofos, de modo especial cuando nos enfrentamos a crisis o a dificultades especiales y nos preguntamos, tal vez atormentados: –¿Por qué a mí? No somos los primeros que se enamoran o son abandonados por el amor, se enriquecen o se empobrecen, se topan con el sufrimiento o la muerte, padecen la injusticia, se entusiasman ante la belleza. Sobre esos aspectos centrales en la vida humana hay disponible un acervo de reflexión acumulado a lo largo de 2.500 años que sería tonto ignorar. Introducir a nuestros adolescentes en esa conversación ininterrumpida que comenzó con los presocráticos es justamente la función de la asignatura “Historia de la Filosofía”. El adolescente, que busca su lugar en el mundo, es particularmente sensible a la interrogación filosófica.
Romper la cadena de reflexión y de controversia que arranca de Sócrates y llega hasta nuestros días sería una calamidad. Quiero pensar que los políticos y burócratas que se proponen dar ese paso son simplemente algo miopes. Sería criminal que adoptaran esa medida conscientes del daño que pueden infligir a las generaciones jóvenes. Lanzarían al mercado –que no a la vida– a individuos dotados de variadas “competencias”, pero sin espíritu crítico ni capacidad reflexiva, carne de cañón para cualquier manipulación demagógica.
Resulta difícil orientarse en este mundo globalizado: mercado único, deslocalización, efecto mariposa. Los gobiernos entienden, con motivo, que la educación es requisito imprescindible para poder competir en un escenario tan dinámico y cambiante. De ahí que dediquen abundantes recursos para mejorar el nivel educativo. Lamentablemente, esa preocupación se limita con frecuencia a la dimensión tecnológica y pragmática. Esos tecnócratas no se dan cuenta de que a manejar aparatos se aprende fácilmente con un poco de práctica. Es mucho más importante y más difícil aprender a pensar, formar buenas cabezas y buenas personas. El programa de formación humanística que formulara Jovellanos en el siglo XVIII sigue siendo actual: “Aprender a pensar, hablar y escribir bien”.
Como dice Robert Spaemann, la desaparición de la filosofía implicaría la muerte de la libertad. Podemos imaginar un mundo de seres humanos que han renunciado a pensar, como autómatas, sometidos a la tecnología –big data señala el camino–, pero no estamos obligados a desearlo. La filosofía ayuda a mantener viva la llama de la auténtica humanidad.