España, Número 1, 29 de enero de 1915

por | 7 de mayo de 2015

El Español ha rescatado un magnífico texto de Ortega. Posee un gran paralelismo con la actualidad española. Perfecto para los que se preguntan si es adecuado estudiar humanidades. 

 

Nacido del enojo y la esperanza, pareja española, sale al mundo este semanario España.

Los que hemos de escribir en sus columnas -gente ni del todo moza ni del todo vieja- asistimos desde 1898 al desenvolvimiento de la vida española. Durante esos diecisiete años de experiencia nacional, raro fue el día en que la realidad pública nos trajo otra cosa que impresiones ingratas. Cuanto más patriotas éramos, mayor enojo sentíamos.

Conforme el tiempo corría nos íbamos convenciendo de que no era ese estado de ánimo una viciosidad de nuestro temperamento, algo así como una acedía de “intelectuales”, sino que por el contrario teníamos el honor de coincidir en él con el más humilde de nuestros labriegos y el más sencillo de nuestros artesanos.

Y esta experiencia de que existe una vasta comunidad de gentes gravemente enojadas -toda una España nueva que siente encono contra otra España fermentada, podrida- ha hecho surgir en nosotros la esperanza.

Creemos en efecto que ha empezado para nuestro país una buena época. ¿No es esto demasiado optimismo?, se nos dirá. No; porque hay en la historia dos clases de buenas épocas. Es una la de aquellos tiempos brillantes y magníficos en que las virtudes de una raza dan sus mejores frutos; son las épocas de plenitud y de gloria. Pero hay otras épocas sin plenitud y sin gloria, menos aún, llenas de agonía y miserias que, no obstante, pueden ser fecundas y saludables. Son aquellas en que el pueblo no padece ilusiones ni vive alucinado creyendo que posee buenos políticos y buenos generales, buenos hacendistas y buenos oradores, buenos poetas y buenas tierras ubérrimas, buenos maestros y buena industria cuando nada de eso tiene. Pues bien, media España, por lo menos, ha entrado ya en una de estas edades, exentes de gloria pero transidas de sinceridad.

¿Es ello una frase nada más? Tú, lector, que tal vez vives en el fondo de una provincia, ocupado en la modestia de tus afanes aldeanos, recapacita con la mano puesta sobre el corazón y pregúntate qué institución vigente de la vida española te merece confianza y te impone respeto. ¿No es cierto que del Parlamento a la Universidad, pasando por las Academias, del Ministerio de la Guerra a los cuerpos judiciales, pasando por las oficinas de  Hacienda, nada despierta en ti fe?

El desprestigio radical de todos los aparatos de la vida pública es el hecho soberano, el hecho máximo que envuelve nuestra existencia cotidiana. Todos sentimos que esa España oficial dentro de la cual o bajo la cual vivimos, no es la España nuestra, sino una España de alucinación y de inepcia.

Pero no se ha fundado ESPAÑA con el fin de decir sólo esto, que es una negación. La negación solo es útil y noble y piadosa cuando sirve de tránsito a una nueva afirmación. Si nuestro pueblo ha perdido la fe en todos sus institutos oficiales, hace falta que la cobre en sí mismo. Es preciso reorganizar la esperanza española. Mientras no entren en erupción pasional e intelectual los últimos rincones peninsulares, mientras cada español no posea la voluntad y la orgullosa dignidad de sí mismo, mientras no logre hacer que se respeten sus deseos y sus empeños particulares, mientras la palabra “ministro” signifique otra cosa que servidor y la palabra “diputado” otra cosa que mandadero -que es su estricto sentido- no podrá comenzar la restauración de nuestra raza.

Es un crimen de lesa patria dejar que la Nación prosiga en su actitud servil ante un Estado cuyas instituciones han perdido sus prestigios. De aquí nace esa horrible desgana, esa mortal sospecha, en que vivimos los españoles, de ser inútil intentar cosa alguna. Un pueblo convencido de la ineficacia de todo esfuerzo va recto hacia la muerte. El imperialismo más desmoralizador es el imperialismo de los diputados sin prestigio, de los ministros sin autoridad, de los funcionarios burlescos o rapaces.

Aprovechemos con religiosa solicitud esta época de sinceridad para organizar de nuevo la confianza. Una nación es ante todo una solidaridad en ciertos prestigios. Cuando estos son falsos se pierden, y cuando están perdidos la nación se desarticula, se pulveriza, y el primer vendaval que llega la hace desaparecer. Por ello es urgente faena de patriotismo dar un empujón definitivo a todos esos valores desprestigiados que corrompen nuestra vida colectiva.

Nuestra política será pues la más sencilla del mundo: en toda ocasión, en todo momento estaremos al lado de la España humilde de las villas, los campos y las costas frente a las instituciones carcomidas; nos haremos solidarios de toda intención noble, de toda persona benemérita, de toda queja justa, cualquiera que sea su origen y su nombre.

¿Partido? No somos de ningún partido actual porque las diferencias que separan unos de otros responden, cuando más, a palabras y no a diferencias reales de opinión. Hay que confundir los partidos de hoy para que sean posibles mañana nuevos partidos vigorosos.

El momento es de una inminencia aterradora. La línea toda del horizonte europeo arde en un incendio fabuloso. De la guerra saldrá otra Europa. Y es forzoso intentar que salga también otra España.

Entre los españoles que piensan así, no creemos ser nosotros ni los mejores ni los primeros. Somos unos de tantos que ofrecemos a los demás en estas columnas un cauce limpio donde pueden fluir los raudales de su nuevo patriotismo. Se publica en Madrid nuestro semanario pero será escrito en toda la nación. No es para nosotros Madrid el centro moral del país. Por cada pueblo, por cada campiña pasa, a cierta hora del año, el eje nacional. Solicitamos pues -sin ella nada haríamos- la colaboración de cuantos aspiran a una España mejor y creen que a ella se llega mediante una rebeldía constructora.

¡Lector, te pedimos para ESPAÑA diez céntimos, y todo lo demás para España!