El mito de la natividad digital

por | 13 de abril de 2021

Por David Cerdá García – 22 enero, 2021

Ignoro si empezaron los abuelos —que tienen derecho, faltaría más, a enternecerse por cualquier cosa que hagan sus nietos— quienes primero aplaudieron que a las primeras de cambio los infantes demostrasen cierta pericia en el manejo de teléfonos móviles y tablets. O si fuimos los padres, más estresados y dispersos que quienes nos precedieron, quienes, para enterrar nuestra mala conciencia por hacerles comer las primeras papillas delante de unos dibujos animados (teníamos prisa) o acostumbrarlos a un ocio empantallado (estábamos cansados), antes nos maravillamos de que alcanzasen aquellos prematuros y extraordinarios logros, dar enseguida con su vídeo preferido o descargar la aplicación que a nosotros se nos resistía. Después vino el móvil, a los ocho años —para poder hablar con papá, que ya no vive en casa— o a los once —todos sus compañeros lo tienen—, y los días completos con la Play en sus fines de semana acuartelados. Finalmente, la adolescencia estalló y ya fue demasiado tarde para entender el camelo.

A los primeros síntomas de la enfermedad —esencialmente, incompetencia social y graves dificultades atencionales—, se puso en marcha la maquinaria mediática de las grandes corporaciones, con su correspondiente cohorte de mercachifles. Marc Prensky (MBA por la Universidad de Harvard y Máster en Pedagogía por la Universidad de Yale) nos explicó que nuestros hijos eran nativos digitales, y nosotros apenas espaldas mojadas de esta nueva Arcadia de prosperidad y progreso. Sus cerebros eran «distintos», el mundo era el de ellos y el problema lo teníamos nosotros, que por nuestra condición inmigrante andaríamos ya por siempre con la lengua fuera para hacernos a esta nueva normalidad triunfante. Tendríamos que entender el idioma de los nativos con terribles padecimientos, tratar de no perder el tren mientras estas nuevas generaciones galopaban hacia un mundo pleno de sensaciones, empoderamiento, fluidez multicultural y fortunas antes de cumplir los treinta.

Hoy sabemos que nada de eso ha estado ocurriendo. Que cambiar las letras por las imágenes, las redes sociales por las conversaciones cara a cara y los libros por las series en serie ha venido acompañado por una analfabetización soterrada, más precariedad laboral y una inaudita desorientación moral y política. Nicholas Carr, en Superficiales, o James Williams en Stand Out of Our Light dedicaron hábiles páginas a este asunto, que ahora muchos descubren gracias a —oh, ironía— un documental de Netflix. Estábamos avisados, pero preferimos desdeñar las señales, para que no nos llamasen luditas; a nosotros, que crecimos entre ordenadores y trabajamos con toda naturalidad empleando un sinnúmero de herramientas tecnológicas.

Se dieron signos más claros, incluso cómicos, si las consecuencias no fuesen tan funestas: la confesión de los propios capitanes de Sillicon Valley de que ellos alejaban concienzudamente a sus hijos de los dispositivos móviles. Ellos saben que si quieren que sus hijos sigan siendo élites han de dominar sus cerebros, y así Tim Cook, el director ejecutivo de Apple, ha dicho que no dejaría que su sobrino se uniera a las redes sociales, y Bill Gates prohibió los móviles a sus hijos hasta la adolescencia, y Steve Jobs no hubiese dejado que sus hijos tocasen un iPad ni con un palo. En palabras de Athena Chavarria, que fue asistente ejecutiva en Facebook: «Estoy convencida de que el diablo vive en nuestros móviles y está arruinando la mente de nuestros jóvenes». Instagram, Snapchat y TikTok son el nuevo tabaco, un vicio de clases pobres, y uno no puede dejar de imaginar a esta gente diciendo: «Nosotros vendemos, hijo, pero no consumimos».

Capítulo aparte: la escuela. Lo positivo que las nuevas tecnologías han aportado es más bien modesto, ventajas, a lo más, estéticas. Presentaciones más atractivas que las antiguas y cutres transparencias, sí, y que los vídeos que pueden verse en clase tengan más resolución; pizarras digitales y nuevos canales para compartir materiales. En cambio, es mayor y francamente perjudicial el impacto negativo que la digitalización ha tenido en la enseñanza. El principal es el empeoramiento de la comprensión lectora y los trastornos atencionales. Los resultados de los informes PISA, el imparable aumento de los diagnósticos del espectro TDAH y el testimonio de los docentes (¿cuánto tiempo seguiremos ignorándolos?) ofrecen pocas dudas sobre cuáles están siendo las consecuencias. «El cerebro» —quería apaciguarnos Prensky— «puede ser –y es– constantemente reorganizado (se emplea también el término popular recableado)». Esto es tan cierto como falso; más inquietante resulta la confusión entre la neurología humana y el cableado de las máquinas. Las nuevas generaciones no solo piensan diferente, como ocurre con todas —y bien que lo necesitamos—; también piensan menos, porque han sido estafadas.

La motivación ha sido el gran caballo de Troya de las corporaciones desatencionales. Gritaron los mercaderes que la vieja educación no motivaba a los nativos digitales, y que por eso había que adaptarla a estos cerebros mejorados. Bajo la excusa de la casposidad de la vieja escuela (cuántas veces repitiendo la tontería de los reyes godos, cuántas la de los nombres de los ríos y sus afluentes), y apoyados por tantos políticos que, a todas luces, debieron de odiar la escuela (y a fe que se nota), esta inmensa mentira ha creado un nuevo y lucrativo negocio en el que los Google y Microsoft de turno, aliados con los neopedagogos, venden soluciones inexistentes a problemas que ellos mismos han contribuido a crear. Timeo Danaos et dona ferentes: no, la gamificación no está creando alumnos más motivados, sino más entretenidos, alumnos que aprenden menos. Sí, el deseo de saber, el amor a la libertad que te proporciona el conocimiento, el deber de ser un gran profesional y así pues un buen ciudadano y el orgullo de alcanzar la mejor versión de uno mismo son las únicas motivaciones válidas cuando de aprender se trata. Pero claro: a partir de esa realidad palmaria cómo vas a vender material a los colegios o reclutar futuros votantes.

Ha tenido que llegar una pandemia para que descubriésemos la indigencia tecnológica de nuestros jóvenes. No saben manejar los más elementales útiles de la ofimática. Les cuesta un mundo entrar en nuevas aplicaciones, salvo que sean móviles y tengan fines lúdicos. La capacidad para programar ni les suena, y entender la robótica y el resto de verdaderas sofisticaciones siguen siendo asunto de algunos elegidos. Resulta que lo digital avanzado es un saber técnico que se enseña y aprende y es accesible a todas las edades. En términos generales, y más allá de los mejores, que —como en cada generación— están excelentemente preparados, resulta que la habilidad digital de los jóvenes es tan prosaica como suena: destreza con los dedos.

Hay además una cumbre tecnológica que casi por completo se les escapa: el libro. El libro, naturalmente, es una tecnología, y tan exitosa que lleva, a contar desde Gutenberg, medio milenio entre nosotros. No hay visos de que pronto se oficie su entierro, que los neotecnofílicos (los cibercatetos) llevan años anunciando. Ninguna pantalla va a sustituir al libro porque el diseño de este no puede ser mejorado: la distancia hasta nuestros ojos, su peso y su materia, su amabilidad con nuestra vista y su pobreza en estímulos lo convierten en un instrumento ideal para acceder a los conocimientos profundos. Compararlo, a estos efectos, con un ordenador o una tablet, es como poner un Aston Martin al lado de un cochecito de feria, con sus lucecitas, su chumba-chumba estruendoso y su estupidez inmóvil. Seguimos comiendo con cuchara porque es una tecnología esencial que no es susceptible de ser mejorada mientras comer sea, en fin, comer. Lo mismo puede decirse del libro respecto al aprendizaje complejo.

El cuento lo habrán oído muchas veces: tres peces nadando en una pecera, dos de ellos muy bisoños que se cruzan con uno más veterano, que les pregunta cómo encuentran hoy el agua, a lo que los jovenzuelos responden, ¿qué agua? Lo cierto es que ser nativo es un aprieto, porque careces de referencias e instrumentos críticos para analizar el medio en que vives. Los nativos de las ciudades invisibilizan sus bellezas, que conmueven a los visitantes, y lo mismo puede decirse de los nativos de las culturas, y por eso, como decía Pío Baroja, el nacionalismo se cura viajando. La extrañeza es justamente lo que avienta el pensamiento. A eso se dedica la filosofía: es Morfeo mostrándole Matrix al atribulado Neo, para que deje de ser un esclavo.

En su panfleto sobre nativos e inmigrantes digitales, Marc Prensky concluye: «Hay que adaptar los materiales a la “lengua” de los Nativos […] Personalmente opino que la enseñanza que debe impartirse tendría que apostar por formatos de ocio para que pueda ser útil en otros contenidos. Así, la mayoría de los estudiantes se familiarizaría con esta nueva “lengua”». Qué momento de honestidad tan pasmoso. De lo que se trata, naturalmente, es de fabricar adocenados consumidores; de abandonar la polis para mudarse a un parque de atracciones. No es un complot internacional, ni es culpa del maligno Soros; no es nada personal, son solo negocios. La natividad digital era esto: renunciar a promover el amor al saber y el honor de construir un carácter grande e indomable a cambio de un entretenimiento sin límites. La natividad digital es un mito, y además un timo; el lucrativo e indigno proyecto de acostumbrarnos a malvivir en Matrix.