Hombre y animal: tan cerca, tan lejos

por | 1 de julio de 2020

Aceprensa, 25 de mayo de 2020

Hoy, diversas corrientes reivindican derechos para los animales superiores, por la semejanza genética y en algunas capacidades con el ser humano. Pero la diversidad de estatuto jurídico de hombres y animales es consecuencia de diferencias ontológicas de gran relieve, susceptibles de ser contrastadas empíricamente en la actualidad. Así lo expone José Justo Megías Quirós, catedrático de la Universidad de Cádiz, en un artículo publicado en Cuadernos de Bioética (1), del que ofrecemos un extracto.

Son numerosos los autores que reivindican el reconocimiento de dignidad y derechos a los animales, en especial para los grandes primates. Esto solo podría hacerse si partimos de una absoluta redefinición de la persona, de la dignidad y del Derecho. En las fuentes originarias se puede comprobar que la primera apelación histórica a la dignitas (como cualidad del ser humano) en el campo jurídico se hizo en el siglo II con la intención de reclamar un trato humano para los esclavos, de modo que, aunque el Derecho no les reconociera personalidad jurídica ni derechos, sí les reconocía un estatuto jurídico distinto al de los animales en razón de su humanidad: eran seres con dignidad. Este primer reconocimiento no les libró de la esclavitud, pero sí de su cosificación y, en parte, del trato degradante a manos de sus dueños.

El reconocimiento jurídico de la dignidad se abrió paso muy lentamente con el transcurso del tiempo hasta su admisión universal en el siglo XVIII y su posterior aceptación como fundamento de los derechos humanos en el siglo XX. En el fondo de este reconocimiento siempre estuvo la idea de la racionalidad y la libertad natural que diferenciaba al ser humano de cualquier otro ser, correspondiéndole un estatuto jurídico distinto en razón de su estatuto ontológico. (…)

Cercanía genética, cualidades distintas

Hoy, diversas corrientes, aun admitiendo que el animal carece de cualidades para hacerse cargo de sí mismo y de las consecuencias de sus acciones, reivindican derechos para ellos con argumentos como la similitud de algunas de sus capacidades y la gran coincidencia genética. Aun siendo cierta la escasa diferencia genética entre el hombre y el chimpancé (apenas un 2%), responde Nicolás Jouve que esa simple diferencia del 2% supone 63,5 millones de diferencias puntuales (el ADN tiene unos 3.175 millones de pares de bases nucleotídicas), diferencias que abren en la práctica un abismo entre uno y otro.

Los que más se nos aproximan en capacidades son el chimpancé, el gorila y el orangután, pero están a años luz de las capacidades humanas. (…) Cuándo y cómo aparecieron y se desarrollaron estas cualidades y capacidades que nos diferencian de los animales son cuestiones difíciles de responder. Pero lo cierto es que solo nosotros las tenemos, o solo nosotros las tenemos en un grado tan cualificado que nos hace ser distintos de los animales en el modo de ser.

Consciencia: el tercer ojo

La consciencia, el saber qué somos y quiénes somos, es propia del hombre. Como afirma Arsuaga en El collar del neandertal, “los animales tienen –además de sensibilidad– deseos y conocimiento, pues saben y quieren, pero no parecen capaces de analizar sus propios deseos y conocimiento: no saben lo que saben ni tampoco saben lo que quieren, porque les falta el tercer ojo, el que mira para adentro. La consciencia humana se dirige también hacia sí misma, y así somos conscientes de tener consciencia”.

La incapacidad del animal alcanza no solo al conocimiento de su interior, sino al reconocimiento externo de sí mismo. Solo los grandes primates, con una mínima consciencia, se reconocen a sí mismos ante un espejo, mientras que el niño comienza a reconocerse alrededor de los 18 meses de edad. La autoconsciencia nos permite reconocernos interiormente y valorar lo que sucede en nuestro interior, ser conscientes de nuestros sentimientos y emociones, y valorarlas. Por supuesto que los animales con un sistema nervioso central pueden sentir y manifestar emociones (estrés, alegría, sufrimiento, dolor, etc.), pero no valorarlas ni controlarlas, aunque aparezcan cada día más estudios sobre la similitud entre las emociones de animales y las humanas, fruto de una proyección del modo de sentir humano en las conductas de los animales.

A diferencia del animal, no solo somos conscientes de nosotros mismos, sino también de la existencia de los demás tal como son y la relación que guardan con nosotros; por ello, solo nosotros somos capaces de reconocer lazos familiares amplios, de reconocer a otros como padres, hermanos, abuelos, sobrinos, tíos, nietos, etc. Y no solo de reconocerlos, sino de asumir su cuidado cuando las circunstancias lo requieren, aunque haya transcurrido largo tiempo desde que finalizó la convivencia. (…)

Capacidad ética

Lo bueno y lo malo, lo recto y lo incorrecto, en abstracto y en concreto, solo es perceptible para el ser humano, capaz de descubrir valores éticos, de vivir conforme a ellos y elegir libremente entre las opciones que se le presentan en la vida real, sin condicionamientos meramente instintivos. (…)

La racionalidad nos permite conocer los bienes no solo en cuanto apetecibles –conocimiento animal–, sino también en cuanto a su verdad. A diferencia del animal, cuyos sentidos perciben el bien únicamente como término de su apetito sensible, el hombre lo puede captar además en su naturaleza, es decir, como un bien concreto y limitado que le moverá por la relación que guarde con el bien absoluto o felicidad. (…)

Afirma Turbón, siguiendo a Campbell, que la ética “surgió del total desarrollo de la autoconciencia en un contexto social cuando la cooperación grupal fue decisiva para la supervivencia” (La evolución humana). Aunque pueda parecer que existe algo similar en primates y alguna otra especie (perros, lobos, etc.), estos carecen de conciencia individual, de modo que su comportamiento hacia los demás responde como mucho a una conciencia grupal. Es cierto que tienen capacidad para cooperar, pero limitan su cooperación al grupo más próximo, excluyendo incluso a familiares cercanos. Ningún animal se plantea cooperar o ayudar a los extraños; puede que suceda que una petición de ayuda termine por moverlos a actuar, pero no es lo normal. ¿Estaría dispuesta una perra a jugarse la vida por un cachorro que no es suyo? (…)

En los humanos, en cambio, el cuidado de los demás se aprecia en épocas muy tempranas, como muestra un fósil de Homo georgicus de Dmanisi, individuo que, por sus lesiones, debió de sobrevivir gracias a los cuidados de sus congéneres. También hay evidencias del cuidado de neandertal hacia sus allegados.

Solo el hombre habla

Otra característica esencial que nos diferencia de los animales es el uso de un lenguaje simbólico y complejo, que requiere no solo la capacidad de conocer y abstraer, sino también la de comunicar un significado mediante palabras organizadas con sintaxis, expresando ideas abstractas o concretas de forma comprensible para los demás.

La genética ha venido a arrojar luz sobre la capacidad de hablar con los estudios sobre el gen del lenguaje, el FOXP2, determinante para el desarrollo de las áreas cerebrales y centros nerviosos que intervienen en el habla. Los primates no humanos carecen de este gen, mientras que en sapiens –según los estudios más recientes– se activó hace tan solo unos 120.000 años, momento en el que, según Watson, comenzaría el lenguaje simbólico complejo al disponer ya de la capacidad física (aparato fonador). (…)

La capacidad de lenguaje en el animal no es posible porque carece del gen FOXP2 y, por tanto, no desarrollará jamás el área cerebral del habla. Ningún animal puede desarrollar una capacidad de comunicación similar a la humana, aunque sí una comunicación basada en simples sonidos y gestos. Este lenguaje animal permitirá una comunicación muy limitada, cuya máxima manifestación será superada por el niño al alcanzar los tres años. (…)

Sin creatividad

Tanto por experiencia como por condicionamiento, el animal puede aprender por sí mismo y a través de las enseñanzas de sus profesores –humanos u otros individuos de su especie–, pero nunca llegará a alcanzar el significado pleno de lo conocido. Algunos tienen conocimientos instintivos que asombran, como el del castor para construir sus presas, o el de las aves que arrancan espinos para hurgar en las cortezas de los troncos en busca de alimento, etc. Otros los aprenden, como aprende el perro a cazar, o a pastorear, o a detectar drogas.

De nuevo, el animal que más se aproxima a nuestra capacidad de aprender es el chimpancé, pero se observa, dice Arsuaga, “un cierto paralelismo entre ellos y nosotros en el aprendizaje que dura solo hasta los dos años y medio de vida. A partir de ese momento la brecha se hace más y más profunda, para finalmente llegar a ser un verdadero abismo”. Los primates se diferencian del resto de animales porque pueden aprender unos de otros y enseñar unos a otros, y por eso unos lavan las patatas antes de comerlas y otros no, unos fabrican utensilios para capturar termitas y otros no, unos cascan nueces con piedras y otros no. (…)

La capacidad creativa abre otro abismo entre el hombre y el animal. Los instintos pueden llevar al animal a construir madrigueras, presas de retención de agua, nidos, etc., que nos asombran y consideramos auténticas obras de ingeniería. Pero cuando las analizamos en conjunto vemos que siempre repiten las mismas obras, que carecen de creatividad. El ser humano, en cambio, no deja de sorprendernos.

Donde más se aprecia la diferencia creativa entre el ser humano y los animales es en el terreno artístico en sentido estricto. Estos carecen de arte o de cualquier aproximación al arte, mientras que se han encontrado colgantes hechos por sapiens con conchas de caracol perforadas en la cueva de Bomblos (Sudáfrica) de unos 80.000 años de antigüedad, estatuillas de Venus que superan los 40.000 años, pinturas de hace 32.000 años de figuras antropomorfas y de animales (…) que responden a una concepción simbólica de la realidad que se pretendía reflejar y transmitir.

Ningún animal, ni siquiera los primates más cercanos a nosotros, ha sido capaz ni lo será, de crear una obra artística, por simple que pueda ser. Lo más que pueden hacer los primates es aprender a garabatear o impresionar sus manos según lo que les haya enseñado un humano y les pida en cada momento, pero sin iniciativa y sin objeto concreto, pues carecen de la capacidad de proyectar que lo haría posible. (…)

El sentido de la vida y de la muerte

La práctica de enterrar a los muertos es propia del ser humano. Los enterramientos más antiguos hallados hasta el momento son los de Galilea, en Skhul y Qafzeh, donde posiblemente fueron enterrados los protagonistas de una de las primeras migraciones desde África. Los enterramientos de hace 32.000 años en Cro-Magnon (Francia) y 25.000 años en Sunghir (Rusia) indican que tenían ya una clara idea sobre la vida y la muerte, y que honraban a sus muertos con una sepultura cuidada y acompañada de objetos valiosos (…) depositados seguramente como ofrenda, lo que hace pensar de nuevo en el cambio cualitativo producido en la naturaleza de unos humanos que se plantearon cuestiones más profundas sobre la muerte y el más allá de la vida.

Algún animal puede percibir que se le acerca la muerte y dirigirse a un lugar concreto para morir, o puede mostrar algo similar a nuestro dolor ante la muerte de un ser querido, pero sin consciencia de lo que sucede realmente y sin el sentido de la trascendencia que implica tal acontecimiento. Solo el ser humano, como puso de relieve Joseph Ratzinger, es consciente de que, aunque inevitablemente debe morir, cuenta con una puerta abierta a la eternidad, lo que implica un modo único de enfrentarse a la propia muerte y a la de los demás.

El carácter individual del hombre

(…) Se han desfigurado los conceptos de persona y personalidad para afirmar que no todo ser humano es persona o que el animal es tan persona como el ser humano, por lo que es de justicia reconocerle dignidad (también redefinida) y derechos. Las reivindicaciones de este reconocimiento, desde muy distintos enfoques, tienen en común la redefinición del concepto de persona para hacerlo extensible al animal. Destacan en este sentido, por su influencia posterior, las propuestas de Singer, Rollin, Regan, Rowlands, Ryder, Fox, Franklin, etc. Pero la persona es lo que es, no lo que queremos que sea.

(…) Para Zubiri, la persona es persona ontológicamente antes de actuar; todo ser humano –y solo el ser humano– tiene personeidad desde que comienza a ser; pero es el posterior actuar libre (…) el que configura su personalidad y perfecciona a la persona, pues esta no llega al mundo de un modo acabado, sino que tiene que ir perfeccionándose en convivencia con los demás porque también es constitutivamente dialógica. (…) En cambio, los animales no hacen su propia realidad, sino que esta les viene dada inexorablemente de forma acabada, biológicamente, sin posibilidad de elegir entre realizaciones individuales diferentes ni elegir el modo de relacionarse con sus congéneres, todo le viene dado. (…)

Sin embargo, cada vez es más frecuente entre los seguidores del naturalismo atribuir personalidad a los animales por mostrar emociones, por la complejidad de sus cerebros, la capacidad para aprender juegos de reglas complicadas o identificar y clasificar objetos, la capacidad para adaptarse a nuevos escenarios, etc.

Como bien afirma Guerra Sierra, esta atribución de personalidad no es posible más que redefiniendo este concepto para identificarlo con temperamento, que sí se advierte en los animales. Define el temperamento como la suma de emociones y respuestas imperativas (instintos) resultantes de los estímulos captados, su evaluación inconsciente y los impulsos orgánicos generados que llevan a actuar en función de los requerimientos vitales del individuo o la especie. Su componente genético, neurológico, endocrinológico y bioquímico lo hacen difícil de controlar, y aquí es donde se aprecia la gran diferencia entre hombre y animal: mientras que este no puede modificarlo significativamente, el ser humano sí puede hacerlo gracias a su racionalidad y libertad, configurando así su propio carácter individual. (…)

Un abismo en el modo de ser

De lo expuesto podemos concluir que la diferencia en el modo de ser entre el hombre y los animales, resulta evidente. Tenemos muchas cosas que nos unen, pues también nosotros somos animales, pero el ser humano tiene unas características esenciales propias que abren un abismo en el modo de ser con respecto al resto de los animales: la libertad, la racionalidad, la eticidad, etc., nos hacen ser de un modo muy distinto al meramente animal. Esta diferencia es esencial en el terreno jurídico, haciendo que solo el ser humano pueda ser titular de derechos por su racionalidad y libertad.

Solo el hombre puede tener plena capacidad jurídica y de obrar, aunque algún individuo pueda carecer de ella temporalmente (menor de edad) o definitivamente (discapacidad), en cuyo caso seguirá siendo titular de sus derechos aunque sean otras personas las que obren en su nombre. Los animales, en cambio, incluso siendo adultos y sin discapacidad alguna, carecen de capacidad natural para hacerse cargo de sus propias acciones –carecen de libertad y entendimiento–, lo que les hace inhábiles para la responsabilidad derivada de sus acciones. Por supuesto que sienten y tienen emociones, y deben ser protegidos, pero ello no es suficiente para convertirlos en titulares de derechos.

Si la igual dignidad es el fundamento del derecho a la vida de todo ser humano, cada una de sus cualidades y capacidades, entroncadas con ese modo digno de ser, refuerza aún más el fundamento del resto de derechos humanos. La capacidad de autoconsciencia refuerza el fundamento del derecho al libre desarrollo y a la intimidad personal; la capacidad de aprender y enseñar refuerza el fundamento del derecho a la educación y a educar, el derecho a la cultura y a la investigación; el sentido de lo trascendente refuerza el fundamento de la libertad de creencias y de religión; la capacidad del lenguaje refuerza la libertad de expresión. (…)

En cambio, con el animal solo podemos aspirar a ofrecerles una buena protección jurídica, mayor en la medida en que sus capacidades estén más desarrolladas. Sería absurdo reivindicar el derecho a la intimidad, o a la educación, o a la cultura, o la libertad de expresión o de creencias, etc., para los animales, ni siquiera para el chimpancé, porque nunca podrán ejercerlos. El derecho requiere consciencia, requiere racionalidad y libertad. Sí podemos, en cambio, protegerlos. Hasta hace escasas décadas el Derecho protegía a los animales por su valor instrumental; ahora ya no es así, de ahí las nuevas normas administrativas (que los protegen de determinadas formas de explotación, sacrificio, transporte, experimentación, etc.) y penales (que los protegen frente al abandono o al maltrato). Es en esta línea en la que se mueve la mayor parte de las legislaciones, más pegadas a la realidad que los movimientos ideológicos, aunque todavía quede mucho camino por recorrer.


(1) “Ser humano y animales: Estatuto ontológico y jurídico diferentes”. Cuadernos de Bioética, 2020; 31 (101): 59-70. Extracto reproducido con autorización de la revista.