El tenso estado de nuestras opiniones

por | 22 de febrero de 2019

JUAN MESEGUER

7.ENE.2019

Se suponía que el abandono de las verdades objetivas iba a vacunarnos contra la intolerancia y la crispación. Que, una vez abrazado el relativismo, seríamos más flexibles con las opiniones ajenas. Pero la deseada apertura de mente no se ha producido. Algunos análisis sugieren que las confrontaciones identitarias podrían estar agravando la polarización más que los desacuerdos de ideas.

A medida que crece la preocupación por la posverdad, tiene menos sentido seguir defendiendo que el relativismo es lo que más conviene a la democracia. Si lamentamos las noticias falsas es porque creemos que hay unos hechos que no dependen de nuestras opiniones. Justo lo contrario de la actitud que favorece la polarización: importa lo que dice mi tribu, no lo que sea cierto. De ello advierte el informe Hidden Tribes: A Study of America’s Polarized Landscape, realizado por la organización More in Common: “El tribalismo destruye la verdad y la objetividad, y las reemplaza por lealtades en conflicto”.

De ahí el auge de los filtros burbuja y de las cámaras de resonancia ideológicas, potenciados –a juicio de los autores del estudio– por la tendencia de algunos medios de comunicación y redes sociales a hacer de la crispación la base de su modelo de negocio. Y de ahí también la manía de politizar todos los ámbitos de la vida social. El resultado es una conversación pública en la que “todos y cada uno de los temas pueden verse como un conflicto de facciones entre ellos y nosotros, y en la que los fines partidistas justifican cualquier medio”.

La llamada de la tribu

La aspiración a la verdad es un antídoto frente a la obstinación que hace de cada opinión un dogma incontestable, como explicaban los profesores Robert P. George y Cornel West en una importante declaración: “Quien huye de la idolatría de poner sus opiniones por encima de la verdad querrá escuchar a personas que ven las cosas de forma diferente, para entender qué consideraciones –pruebas, razones, argumentos– les han llevado a un lugar diferente de aquel en que, de momento, se encuentra”.

Es esta disposición a tomarse en serio a las personas con las que discrepamos –y no la indiferencia relativista– lo que “nos vacuna contra el dogmatismo y el pensamiento de grupo, tan tóxicos (…) para el funcionamiento de las democracias”.

Los investigadores de More in Common señalan que a la polarización han contribuido más las dos tribus –de las siete en que dividen a la sociedad estadounidense– cuyas visiones del mundo son más rígidas: los que llaman “progresistas activistas” y “conservadores devotos”. Pero la rigidez parece alimentarse más de la identidad de grupo, la antipatía o el miedo al diferente que de las propias convicciones.

Así, “el tribalismo se refleja en la importancia que las personas atribuyen a su pertenencia a un grupo en particular, en su sentido de solidaridad con los demás miembros de la tribu, en su hostilidad hacia los miembros de un grupo rival, en su tendencia a pensar de forma parecida a los de su tribu en un amplio abanico de temas, y en las narraciones que comparten sobre los valores morales con otros miembros de su tribu”.

Mi estilo de vida, en juego

El poder de la tribu pesa más en el actual contexto político de Estados Unidos, donde las diferencias entre los dos grandes partidos “ahora se superponen con divisiones religiosas, culturales, geográficas y raciales”, sostiene en Vox el politólogo Lee Drutman, investigador del think tank New America.

Hace unas décadas, cuando el consenso cultural y social era mayor que ahora, los partidos políticos se diferenciaban menos entre sí. Pero a medida que se fue resquebrajando ese consenso, las disputas de valores entre republicanos y demócratas llegaron a ser más decisivas, hasta el punto de que militar en una formación o en otra supone cada vez más alinearse con unas identidades y aparcar otras.

Lo que dice Drutman se puede ilustrar con un ejemplo de Hidden Tribes: mientras que un 86% de “conservadores devotos” y un 78% de “conservadores tradicionales” consideran que la religión es un aspecto importante en sus vidas, solo un 24% de “progresistas activistas”, un 49% de “progresistas tradicionales” y un 50% de “progresistas pasivos” piensan lo mismo.

Son estas diferencias profundas las que han hecho que “la política se haya vuelto más emocional, pues la percepción es que en cada cita electoral hay más en juego. Ya no son solo partidos compitiendo entre sí, sino [que la competición se extiende] a los estilos de vida que representan”, opina Drutman.

El mismo patrón es visible en la política europea, donde las viejas disputas por el tamaño del Estado tienen menos peso que los debates sensibles como el aborto, el concepto de matrimonio o el final de la vida. Está claro que los desacuerdos de ideas siguen siendo determinantes. El reto es comprender por qué nos están dividiendo tanto.

Abierto a los míos

La tendencia a dividir el mundo entre “ellos” y “nosotros” no es algo exclusivo de los populistas. Y tampoco es realista pensar que la apertura de mente es monopolio de un grupo. Como ya mostró un estudio realizado por investigadores de tres think tanks independientes, pese a que los conservadores tienden a ser vistos como más intransigentes que los progresistas, lo cierto es que unos y otros “presentan niveles similares de intolerancia hacia grupos ideológicamente diferentes”.

Según explicaba uno de los investigadores, el psicólogo social Mark Brandt, la supuesta mayor apertura de los progresistas hacia ciertos colectivos (ateos, homosexuales…) bien podría ser simplemente un sentimiento de simpatía hacia quienes comparten sus mismos valores. Pues también los progresistas muestran prejuicios hacia quienes piensan y viven de forma diferente a la suya (partidarios de la familia tradicional, católicos…). En palabras de Nicholas Kristof: “Nos llevamos bien con quienes no se parecen a nosotros, siempre y cuando piensen como nosotros”.

Hidden Tribes también subraya que la necesidad de adherirse a otros que comparten la misma visión del mundo está muy arraigada en el ser humano. Y se acentúa en momentos de polarización: “Cuando las personas perciben una amenaza externa, se acercan más a su grupo y establecen líneas claras que los separan de aquellos a quienes ven como extraños”.

Lo que cabe en una visión del mundo

El sentido de pertenencia a un grupo surge de varias fuentes. Hidden Tribes destaca la nacionalidad, el sexo, la raza, la religión, la ideología y el partido político. Todas ellas influyen en la visión del mundo, aunque de forma desigual.

Aquí es difícil sacar conclusiones muy contundentes. El dato de que los dos grupos más polarizados son los que más importancia dan a la ideología, podría llevar a atribuir la crispación a la firmeza de convicciones. Pero la ideología no determina los puntos de vista ni siquiera dentro de una misma tribu. Por ejemplo, entre los “progresistas activistas”, el 40% de mujeres creen que los derechos del sexo opuesto están privilegiados en el país, frente al 1% de varones que piensan lo mismo. La brecha también es notable entre los “conservadores devotos”, pero en otro sentido: el 38% de varones creen que los derechos del sexo opuesto están privilegiados, frente al 8% de mujeres que piensan eso.

Junto a la identidad de grupo, el estudio señala cuatro “creencias fundamentales” que influyen igualmente en la forma de ver el mundo: el miedo ante lo que percibimos como una amenaza; la preferencia por un estilo educativo más permisivo o estricto; los valores morales a los que damos prioridad; y el debate libertad vs. determinismo.

En este parte del estudio, hay explicaciones convincentes y otras más discutibles, que se basan en correlaciones forzadas. Por ejemplo, resulta creíble pensar que los más predispuestos a priorizar en la educación de sus hijos el respeto a los mayores, los buenos modales o la obediencia a las reglas, serán más propensos que los permisivos a preocuparse por el orden público. Pero cuesta creer que su conservadurismo moral también sea achacable a lo mismo: la correlación existe, ¿pero es la única variable?

Tampoco se entienden algunas disyuntivas que plantean los investigadores, por ejemplo, cuando preguntan a los encuestados si creen que EE.UU. necesita “más razón y ciencia” o “más fe y religión”. Para unos investigadores que desean atajar la polarización, este tipo de simplismos no ayudan.

Opiniones intocables

Pese a sus defectos, Hidden Tribes presenta dos grandes aciertos. Primero: muestra que nuestras visiones del mundo están lejos de ser el fruto de sesudas reflexiones; más bien, parecen el resultado de una mezcla bastante heterogénea de convicciones, identidades, valores, emociones… Y segundo: ofrece indicios para pensar que el peligro para las democracias no son las convicciones firmes basadas en razones, sino el tribalismo a que aboca la posverdad.

A rebajar la crispación ayudaría tener presente que cuestionar una idea no es criticar ni juzgar a quien la expresa.

Lo explica muy bien J. Budziszewski, profesor de filosofía política en la Universidad de Texas en Austin. Si hoy nos falta capacidad para debatir de forma civilizada, es porque muchas personas han llegado a convencerse de que “no hay bases racionales para las opiniones sobre las cuestiones importantes de la vida”.

Esto lleva a Budziszewski a dudar de que muchas opiniones sean tales. Más bien, parecen “características personales”. Si uno identifica sus puntos de vista con su persona, el diálogo se torna imposible. Porque criticar sus ideas parece que equivale “a criticar el tamaño de su nariz. No lo ve como un desacuerdo, sino como una desaprobación (…); como si quien discrepase de él, le estuviera diciendo: Soy mejor que tú”.

“Al adoptar esta actitud, también blinda sus opiniones frente a toda posible refutación. Si dice: ‘Creo que estos huevos no están podridos’. Y otro le responde: ‘No estaría tan seguro; los tres últimos que los comieron, enfermaron’. Y aquel replica: ‘Bueno, yo creo que están bien’, ese ‘yo creo’ se convierte en un tapón para la conversación, porque la prueba de que una opinión es cierta es su correspondencia con la realidad. Pero la posibilidad de que exista una prueba para sus opiniones es justo lo que él niega”.

Mal negocio sería despedir del espacio público las verdades objetivas para llenar su hueco con opiniones concebidas como prolongaciones de la identidad. Si no hay referencias externas con las que contrastar, si solo importa la obstinación de que “lo mío no se discute”, cualquier opinión se vuelve intocable: para que nadie se sienta juzgado, prescribimos que los puntos de vista y los estilos de vida no pueden ser criticados. En nombre de una tolerancia light, se nos cuela el dogmatismo duro.