El peso social de los libros infantiles y juveniles

por | 26 de diciembre de 2017
LUIS DANIEL GONZÁLEZ Aceprensa 4.DIC.2017

Las ficciones que han visto y leído los niños nunca figuran en los grandes análisis sociológicos. Los intelectuales serios no tienen tiempo para leer los libros infantiles y a muchos les daría vergüenza que los vieran con alguno en las manos. Sin embargo, ellos mismos explican que las ficciones dan forma a nuestras relaciones con el mundo, por lo que saben que lo que leen hoy mayoritariamente los niños condicionará su modo de afrontar la vida cuando sean adultos.

Por otro lado, no es difícil comprobar con qué acierto algunos libros infantiles y juveniles del pasado hicieron buenos diagnósticos de males educativos o sociales, o cumplieron un importante papel como motores de cambios culturales. Y cualquiera ve, también, con qué interés tantos gobiernos e instituciones, públicas y privadas, promueven y financian lecturas infantiles y juveniles con vistas a moldear (a su gusto) las mentes y los sentimientos de las nuevas generaciones.

Con las consideraciones que siguen mi objetivo es mostrar que algunas explicaciones sobre lo que pasa en la sociedad están en las ficciones que han consumido masivamente los adultos cuando eran niños, y que ignorar el peso que tiene la literatura infantil y juvenil (LIJ) en la configuración de la sociedad tiene graves consecuencias. Pondré pocos ejemplos que podrían ser muchos más.

Literatura antiautoritaria

Es sabido que, al enviar el manuscrito de Pippi Calzaslargas (Astrid Lindgren, 1945) a la editorial, la autora decía que confiaba en “que no informasen a la Oficina de Protección del Menor”, pues era consciente de que Pippa era la primera protagonista-niña rebelde de la literatura y que, a los ojos de padres y pedagogos conformistas, resultaría subversiva porque trituraba el tradicional molde de “niña buena y educada”. Lo que seguramente no esperaba es que su inteligente crítica a los excesos de una educación formalista sin buenos argumentos para justificar las reglas de conducta que manda, tuviera tanto eco y tanta influencia posterior.

En igual dirección, y debido a las tristes experiencias previas, en los años posteriores a la II Guerra Mundial comenzaron los relatos que se llamarían antiautoritarios. Con frecuencia, libros así provocaron críticas de algunos adultos y educadores, por más que debería estar claro que atacar bien el autoritarismo no es atacar la autoridad bien ejercida. Del mismo modo, debería estar claro también que los más valiosos de los libros concretos de esa tendencia no tuvieron la culpa de que, siguiendo su estela, llegasen otros que tomaban nota del problema real pero lo planteaban de modos poco equilibrados.

En cualquier caso, lo que ahora quiero subrayar es algo sencillo que no recuerdo haber leído en los libros que conozco sobre revueltas juveniles: cuando una generación de niños lee muchos libros que les hacen notar las deficiencias de los educadores que tienen, parece lógico suponer que aumenten los conflictos generacionales.

Ecologismo

En Pensamientos sobre la educación (1693), John Locke insistía en la importancia de impedir que los niños fueran crueles con los animales. Esto dio lugar a una línea de libros infantiles: los escritos desde la perspectiva de un animal que observa las tonterías que hacen los seres humanos. Entre otros, y por citar solo dos muy populares, el francés Memorias de un burro (Condesa de Segur, 1860) y el inglés Belleza Negra. Autobiografía de un caballo (Anna Sewell, 1877).

A estas alturas, como consecuencia de las numerosas ficciones, escritas y cinematográficas, sobre animales humanizados, como las películas de Disney, muchos niños de ciudad aceptan con toda naturalidad relatos sobre animales que a los chicos campesinos les dan risa. También se puede constatar que, parcialmente, a consecuencia del sentimentalismo abusivo de tantas historias, muchos no saben distinguir una vida instintiva de una vida moral e incluso piensan que una perrita limpia y simpática merece más atención que un vagabundo sucio y malencarado.

De la falta de comprensión de un punto básico, que los animales no tienen derechos como los hombres, sino que somos los hombres quienes tenemos obligaciones hacia los animales, surgen planteamientos insensatos. En el álbum Zoológico (1992), tan extraordinario gráficamente como podemos esperar de Anthony Browne, una familia visita un zoológico y el comportamiento del padre como un energúmeno, frente a unos animales que se presentan como inocentes seres humillados, hace decir a la compasiva madre que el zoológico es más para las personas que para los animales. Apoyar un mensaje presentando tipos repelentes entre quienes opinan del modo contrario no es muy honrado, pero no es infrecuente dentro de la LIJ (como en tantas obras populares, por otra parte).

Pacifismo

El mismo mecanismo manipulador en el argumento –gente antipática en su aspecto, en sus comentarios y en sus acciones, frente a un héroe amable y bondadoso– lo encontramos en Ferdinando el toro (Munro Leaf, 1936), un libro de rechazo del toreo que tuvo mucho eco, también porque se convirtió en un corto de Disney que ganó un Oscar. A la vista del héroe, un toro pacifista entusiasta de las flores, cualquiera que lo lea hoy pensará que no es nada extraño que los niños que lo leyeron en los cuarenta y los cincuenta se convirtieran en los primeros hippies.

Después de la II Guerra Mundial fueron muchos los autores empeñados en promover entre los niños un fuerte rechazo a los conflictos bélicos. En esa línea fue un libro importante La conferencia de los animales (Erich Kästner, 1948), sobre la indignación de los animales ante los sufrimientos que las guerras causan a los niños. Entre los relatos posteriores sobre la cuestión no faltan los que, como Rosa Blanca (Roberto Innocenti, 1985), hablan bien del dolor que causan las guerras al tiempo que señalan situaciones que deben ser combatidas. Ahora bien, no todos los autores saben mostrar que toda injusticia es violenta pero no toda violencia es injusta, ni evitar tanto el simplismo propio de mucha LIJ –que olvida que no es lo mismo intentar presentar las cosas del modo más simple posible que hacerlas más simples–, como el simplismo propio de cualquier ideología que intenta que la realidad se acomode a sus ideas prefijadas.

Feminismo

En Persuasión (Jane Austen, 1818), hay una discusión entre Anne, la protagonista, y el capitán Harville. Cuando este invoca en su favor el testimonio de los libros acerca de la ligereza femenina, Anne replica: “Si no le importa, es mejor no citar ejemplos de los libros. Los hombres han tenido todas las posibilidades de contar su historia y nosotras, ninguna. La educación siempre ha estado en sus manos, mucho más que en las nuestras; la pluma siempre ha sido de ustedes. No admitiré que los libros sean prueba de nada”.

Es cierto: históricamente los libros no han presentado equitativamente a las mujeres y a sus aspiraciones. De ahí también el éxito de Jo March, de Mujercitas (Louise May Alcott, 1868), una heroína que simbolizaba bien las ansias de independencia de muchas jóvenes. O, un siglo adelante, el de Una arruga en el tiempo (Madeleine L’Engle, 1962), uno de cuyos méritos, y motivos para el éxito, estuvo en que su inteligente protagonista Meg Murry, hija de científicos, fue la primera chica que ocupó el centro de una historia juvenil de ciencia-ficción.

En las últimas décadas del siglo XX se hicieron muchos estudios sobre los estereotipos en los que han estado confinadas las chicas en los libros infantiles, lo que dio y sigue dando lugar a relatos en los que se invierten los papeles tradicionales. De ahí, con todo el ímpetu que da tener gran parte de razón, hemos llegado a una situación algo extraña: el uso de los libros infantiles como armas en una batalla cultural y pedagógica sin treguas, en la que los intereses literarios y el respeto a la realidad pasan a segundo plano. Por ejemplo, llevamos ya unas décadas en las que, si nos guiamos por lo que vemos en los libros ilustrados infantiles, diríamos que las mujeres occidentales ya no desempeñan nunca tareas del hogar.

Barreras sociales

El uso de los libros como armas para derribar barreras sociales, por otra parte, no es nuevo. El ejemplo histórico más relevante tal vez sea La cabaña del tío Tom (Harriet Beecher Stowe, 1852), un gran alegato contra la maldad de los esclavistas –no exactamente contra el racismo, pues la condescendencia bondadosa que respira la narración hacia los negros no deja de ser otra forma de racismo–, y un libro muy difundido, también porque se convirtió en una lectura promovida en las escuelas.

Desde entonces, fueron multitud los libros confeccionados para revelar y contrarrestar el racismo. Es interesante recordar el escándalo histérico que provocó, en algunos ambientes estadounidenses, un relato infantil ilustrado sobre la boda de dos conejitos, uno blanco y otro negro, titulado The Rabbit’s Wedding (Garth Williams, 1958). Y, entre las valiosas novelas juveniles que tratan bien del asunto y se podrían citar, una es Trueno (William Armstrong, 1970).

Otros libros infantiles que pueden ir en este apartado son los escritos para estimular a quienes padecen alguna discapacidad y para presentar las cosas, con la luz más positiva posible, a quienes están a su alrededor. De los primeros con estos planteamientos, uno norteamericano fue La puerta en la muralla (Marguerite de Angeli, 1949), un buen relato de ambiente medieval sobre un chico cojo que aprende a sacar partido a su lesión. En las últimas décadas se han publicado novelas valiosas sobre chicos autistas, como la inglesa El curioso incidente del perro a medianoche (Mark Haddon, 2003).

Un panorama amplio de libros de estos tipos pone de manifiesto que hay cuestiones de las que se habla bien, pero hay otras de las que se habla poco: tanto en el pasado como en el presente los libros infantiles insisten en unas cosas, pero callan sobre otras. Por eso fueron y siguen siendo más que notables libros españoles como Un tiesto lleno de lápices (Juan Farias, 1982), sobre una vida familiar iluminada por una niña con síndrome de Down, o como Fanfamús (Carmen Kurtz, 1983), sobre un niño no nacido que actúa como protector de su hermano.

Los márgenes de lo aceptable

Con igual intención de ampliar los márgenes de lo aceptable, tanto en el interior de la misma LIJ como dentro de una determinada sociedad, en el pasado hubo personas que abordaron temas que no habían sido tratados antes en los libros infantiles y que provocaron polémicas sobre puntos controvertidos. Algunas las vemos ahora mismo como insignificantes: la editora Ursula Nordstrom era bien consciente de la pequeña tormenta que se levantaría cuando se viera el primer desnudo frontal de un niño pequeño en un álbum como Cocina de noche (Maurice Sendak, 1970).

Otras se dieron cuando a los libros juveniles llegó el llamado “nuevo realismo”: relatos con personajes no ejemplares y con situaciones de conflicto debidas a desajustes familiares y sociales. Uno de los primeros fue Rebeldes (Susan Hinton, 1967), sobre unos adolescentes pandilleros retratados con un fuerte ramalazo sentimental (la película posterior de Coppola también contribuyó a su popularidad). Llegaron por la misma época muchas novelas “la primera vez que”: una sobre los cambios físicos en la pubertad de las niñas, otra que presentaba la masturbación con toda naturalidad, otra cuyo protagonista era un chico homosexual, otra con relaciones sexuales entre adolescentes, etc. Abiertos unos cuantos agujeros en el muro, llegó la inundación.

La citada Nordstrom no quiso publicar La guerra del chocolate (Robert Cormier, 1974), acerca de un profesor que permite que se trate violentamente a un chico que no secunda sus planes; el libro, en sí mismo valioso, fue publicado por otra editorial y obtuvo premios y aplausos (que cabe pensar, sin ser demasiado maliciosos, que también se debieron a que la acción tiene lugar en un colegio católico y a la condición de religioso del profesor canalla). Pasado el tiempo, ya no hay escrúpulo alguno, por parte de muchos editores de LIJ, en dar cabida en sus catálogos a relatos que contienen situaciones de violencia extrema y morbosa. Si para ciertas decisiones de los autores y editores del pasado se invocaban intereses de cambio social, discutibles pero legítimos, para muchas de hoy los intereses que priman son los comerciales, por más que se intenten disfrazar.

Libros como arietes

Se ha de añadir que lo anterior fue posible gracias al camino que habían abierto algunas excelentes novelas previas que, sin pretenderlo sus autores, se vieron catapultadas al centro de la LIJ: porque fueron leídas espontáneamente por muchos chicos, porque se promovieron en muchos colegios debido a su calidad literaria y a su interés argumental, y porque llegaron en el momento y lugar oportunos.

Fueron los casos de El guardián entre el centeno (J.D. Salinger, 1949) y su planteamiento de algunos problemas juveniles, y de El señor de las moscas (William Golding, 1955) y su enfoque de cómo la violencia más cruel puede prender también entre niños (ver Aceprensa, 13-09-2009).

Del mismo modo, para entender tantas ficciones distópicas como las de las últimas décadas, es necesario recordar novelas que diagnosticaban males presentes y futuros de forma tan aguda como lo hicieron Rebelión en la granja (George Orwell, 1948) o Farenheit 451 (Ray Bradbury, 1953) (ver Aceprensa, 7-11-2012).

También, una obra como El Señor de los anillos (J.R.R. Tolkien, 1955), con su mensaje de la corrupción que con tanta facilidad provoca el poder, está en la base de la desconfianza que tantas sagas de aventuras fantásticas posteriores inculcan hacia quienes ejercen el poder político y económico.

Es interesante retener que los libros citados en estos últimos párrafos, todos tan valiosos, han nacido al margen de cualquier institución educativa. Es su fuerza literaria y argumental la que les hizo triunfar y les hará pervivir, y es su destino ser tan imitados y que, tantas veces, sus contenidos sean banalizados y simplificados abusivamente, y no solo en la LIJ.
La espuma y las corrientes de fondo

En cuanto a muchos de los libros que, durante las últimas décadas, han sido leídos por muchos millones de personas –cuyo triunfo masivo en buena parte se debe a las películas que los acompañan, a la inversión publicitaria, al eco en las redes sociales, etc.–, hay que decir que no cambian nada socialmente, dado que su aceptación se debe a su perfecta integración en el pensamiento dominante al que, lógicamente, afianzan más. Otra cosa es que algunos de esos éxitos se produzcan contra todo pronóstico, algo que sí dice cosas interesantes de otra clase, punto que no tocaré ahora.

Sí es cierto que no pocos de los éxitos circunstanciales en la LIJ son relatos cómplices con el lector joven y también lo es que hay muchos en los que quedan desdibujadas reglas éticas esenciales –como la de que las excepciones deben ser admitidas como excepciones o la de que, aunque a veces usemos medios inadecuados, el fin nunca justifica los medios–. En relación a esto aquí solo cabe apuntar la idea de que nuestro futuro como sociedad depende mucho del sentido moral, y de los modales, que adquieren los niños con los relatos que les llegan en la infancia.

Con todo, podemos confiar en que, tal como lo “prueba” el hecho de que haya continuas ediciones renovadas de los mejores relatos del pasado, mientras las novedades son como la espuma que inunda la superficie del mar cuando las olas golpean una y otra vez contra las rocas, los grandes libros de la historia de la LIJ son como las poderosas corrientes de fondo que tienen un impacto prolongado en el tiempo y son una referencia permanente para las generaciones sucesivas. Entre otras cosas porque los buenos lectores, no los lectores ocasionales, se ocupan siempre de que así sea.