El legado de Lutero, Juan Manuel de Prada

por | 8 de octubre de 2016

Buen artículo para leer en la clase al acabar la Historia de la Filosofía. Sirve para relacionar lo visto a lo largo del curso.

El legado de Lutero. 5 septiembre 2016

En breve comenzarán los fastos del quinto centenario del llamado Día de la Reforma, en el que Lutero clavó sus célebres 95 tesis en la puerta de una iglesia de Wittemberg. Aquellas tesis, que romperían la unidad de la fe, cambiarían también traumáticamente las concepciones filosóficas, políticas, económicas y culturales vigentes, hasta el punto de convertir la protesta luterana en uno de los hechos más importantes de la Historia. La llamada Reforma, a diferencia del cisma de Oriente, no fue una mera controversia eclesiástica, sino que supuso un expreso rechazo del Dogma y la Tradición, así como una negación del valor de los sacramentos. Y los dogmas religiosos no son, como el ingenuo (creyente o incrédulo) piensa, meras entelequias sin consecuencias sobre la realidad, sino condensación de verdades sobrenaturales que ejercen un influjo muy hondo sobre nuestra vida. No se puede cortar el tallo de un rosal y pretender que los pétalos de la rosa no se marchiten.

Durante todo un año, vamos a recibir un bombardeo apabullante sobre las presuntas bondades del legado luterano. Nosotros, en la serie de cuatro artículos que hoy iniciamos, ofreceremos a las tres o cuatro lectoras que todavía nos soportan un modesto antídoto contra tal avalancha. Ciertamente, la Reforma de Lutero llegó cuando la decadencia de la Iglesia (minada por el concubinato del clero, la rapacidad y avaricia de muchos religiosos y la simonía institucionalizada) alcanzaba cotas lastimosas. Pero no se pone remedio a los errores cayendo en uno más grande; y la parábola evangélica del trigo y la cizaña ya nos advierte contra el peligro de arrancar la cizaña antes de tiempo (que fue, exactamente, lo que quiso hacer Lutero, logrando tan sólo desperdigarla).

Al fondo de aquel furor reformista de Lutero palpitaba el fracaso espiritual de un hombre que había hecho esfuerzos ímprobos por alcanzar la unión con Dios. Pero todas sus sacrificios, penitencias y abnegaciones habían sido en vano; y seguían abrasándolo las concupiscencias más torpes (en cuya descripción, por pudor, no entraremos), que le causaban enorme angustia y ansiedad. Lutero consideró entonces (haciendo una proyección teológica de sus propias debilidades) que el hombre pecador nada podía hacer por alcanzar la salvación. Así fue como concluyó que Cristo ya había sufrido por nuestros pecados; y que, por lo tanto, ya estábamos perdonados. De modo que, para salvarnos, bastaba con que se nos aplicasen los méritos de Jesús por medio de la fe.

Esta justificación a través exclusivamente de la fe se funda en una concepción pesimista de la naturaleza humana, que niega la libertad humana para vencer las tentaciones y también la gracia de los sacramentos. El hombre luterano, sin capacidad para sobreponerse al pecado y alumbrado por la sola fide, suprime la mediación de la Iglesia; y será su conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, la que ordene su propia vida religiosa e interprete libremente las Escrituras. Y, como escribió el gran Leonardo Castellani con su habitual gracejo, «desde que Lutero aseguró a cada lector de la Biblia la asistencia del Espíritu Santo, esta persona de la Santísima Trinidad empezó a decir unas macanas espantosas». El libre examen luterano desató la enfermedad de la inteligencia denominada diletantismo, que luego ha contagiado, por proceso virulento de metástasis, toda la cultura occidental, primeramente con los ropajes del fatuo endiosamiento intelectual, por último con los harapos lastimosos del deseo de saber sin estudiar y la soberbia de la ignorancia. Las consecuencias de la Reforma luterana en el plano filosófico y moral no se harían esperar.

Al afirmar el principio del libre examen, que atribuye al hombre una facultad omnímoda para ordenar su vida religiosa, Lutero anticipa el imperativo categórico de Kant, que proclamaría la suficiencia absoluta de la voluntad humana para emanar normas de conducta, erigiéndose así el hombre en único legislador y árbitro de su vida moral. A la vez, con su tesis del servo arbitrio, que juzga al hombre incapaz de elegir el bien, Lutero se convierte involuntariamente en promotor del nihilismo filosófico y ético.

Lutero, discípulo de los nominalistas Wesel y Biel, injertó en el pensamiento de sus maestros un asfixiante pesimismo antropológico. Juzgaba que la inteligencia humana, tarada por el pecado original, estaba incapacitada para abstraer lo universal y pensar las cosas del espíritu; pero, al mismo tiempo, consideraba que era muy apta para desenvolverse con pragmatismo en el mundo. Inevitablemente, un hombre dispensado de discernir un orden moral objetivo puede refugiarse en su conciencia subjetiva. El bien ya no será una categoría que el hombre discierne a través de la razón, sino lo que en cada momento determine que es bueno (o, dicho más descarnadamente, lo que le convenga), y el mal lo que entienda que es malo (o sea, lo que le perjudique). Danilo Castellano observa con perspicacia que esta consideración de la conciencia permitirá luego a Rousseau afirmar en el Emilio que «la conciencia es la voz del alma, como las pasiones lo son del cuerpo». Esta conciencia, reducida a mera pulsión subjetiva, acabará conformando al hombre de nuestra época, un amasijo instintivo sin guía ni freno, huérfano de razón y responsabilidad. Un hombre que guía sus decisiones (que, inevitablemente, ya no serán morales) por la pura espontaneidad, que es la que le permite afirmarse y ser “auténtico”, y hasta creer (risum teneatis) que es libre como el viento, aunque sólo sea esclavo de sus pasiones. Y de la conciencia instintiva al subconsciente freudiano hay un solo paso.

Inevitablemente, esta concepción luterana del hombre, incapacitado para abstraer lo universal, impondrá el abandono de la metafísica, que posteriores corrientes filosóficas declararán inaccesible (y, con el tiempo, inútil). Como luego afirmaría Hegel, «la verdadera figura en que existe la verdad no puede ser sino el sistema científico de ella». Es decir, cada escuela filosófica debe crear un sistema que se erija en la verdad (por supuesto, refutada por la siguiente escuela). Así, se concluye en la extravagancia de pensar que la razón humana es suficiente para dar fundamento a toda la vida del hombre, quedando excluido el orden sobrenatural. Y, con el tiempo (porque los sistemas filosóficos, al faltarles el sustento de una verdad universal, se tornan pendulares), se concluye en la extravagancia contraria, según la cual la razón humana carece de autoridad para fundamentar la vida, lo que desembocará en los sucesivos escepticismos, relativismos y nihilismos del pensamiento contemporáneo.

Como sostiene Belloc en Europa y la fe, «al negarse la realidad y hasta el ser, se crean sistemas que se mueven en un vacío atroz, para asentarse finalmente en una negación y desafío universales lanzados contra toda institución y todo postulado». La desaparición del saber metafísico acaba degenerando en la búsqueda de verdades “sociológicas”, siempre coyunturales y cambiantes, carentes de fundamentación real. Y, tarde o temprano, propicia malformaciones y excrecencias irracionales; pues, allá donde falta la metafísica, afloran como setas un sinfín de supersticiones enloquecidas, fanáticas e imprevisibles. Y surgen entonces, inevitablemente, conceptos políticos morbosos. Porque el legado de Lutero tiene también, por supuesto, consecuencias políticas.

Si la inteligencia humana, tarada por el pecado original, está incapacitada para abstraer lo universal, no pude aspirar a entender las leyes de la política. De este modo, la doctrina de Lutero se convierte en legitimadora del Estado moderno, concebido como instrumento para ordenar la vida social y reprimir la intrínseca maldad humana, convirtiendo sus leyes positivas en norma ética. Frederick D. Wilhemsen nos hace reparar en la paradoja de que Lutero, que empezó azuzando la rebelión de los campesinos alemanes contra sus príncipes (pensando que los campesinos lo apoyarían en su lucha contra Roma), acabase exhortando a los príncipes a aplastar del modo más inmisericorde las revueltas campesinas (después de que los príncipes abrazasen con su doctrina). «En último término –escribe Wilhemsen–, el luteranismo predica que el ciudadano tiene que obedecer al príncipe en todo, de una manera ciega, pues el cristiano sabe que la autoridad del príncipe viene de Dios, pero no sabe nada de la ley natural, debido a la corrupción de su razón, el único instrumento capaz de descubrir esa ley».

Por supuesto, la monarquía ya había tenido tentaciones de hacerse absoluta antes de Lutero. Pero los reyes estaban limitados por una ley humana, la costumbre, y por una ley divina que no podían conculcar. Ambas barreras serán anuladas por Lutero, que en su obsesión por combatir al papado convierte al rey en representante de Dios en la tierra, afirmando que todo auténtico cristiano está obligado a someterse incondicionalmente a él. La monarquía, antes de Lutero, se había acomodado a la sentencia de San Isidoro («Rex eris si recte facias; si non facias, non eris»); y así había llegado a ser, en palabras de Donoso, «el más perfecto de todos los gobiernos posibles, por ser uno, perpetuo y limitado». Al apartar esos límites que constreñían al monarca, Lutero instaura la deificación del poder civil. El monarca se convierte en objeto de adoración ciega; su poder ya nunca más se asentará en la «auctoritas» ni en la «potestas», sino que será puro ejercicio de la fuerza sin restricciones (o sin más restricciones que los reglamentos que él mismo evacua, sometidos a su conveniencia y capricho).

Así se corrompe el principio de autoridad, hasta su confusión con la mera fuerza despótica. Este quebrantamiento del orden político –afirma Belloc– iba a tener un efecto explosivo: el poder que mantenía las cosas unidas se convertirá a partir de ese momento en un poder que separa cada una de las partes componentes. En efecto, el poder absoluto mostrará pronto, bajo una falsa fachada unificadora, su íntima vocación disgregadora, haciendo de la disputa por el poder, la tensión social y la guerra constante el clima natural de una Europa dividida.

Por supuesto, la doctrina luterana sobre la soberanía absoluta de los reyes será la que luego, convenientemente desplazada de sujeto, fundamentará el principio de la soberanía popular. La omnipotencia del príncipe se convierte en voluntad popular soberana, cuya esencia sigue siendo la fuerza despótica, capaz de determinar mediante mayorías el bien y la verdad según su conveniencia y capricho.
Wilhemsen sostiene que «la pasividad del alemán frente a su gobierno, sea éste monárquico, imperial, republicano o nazi, refleja una teología y una religión cuya negación de la ley natural exige que el hombre obedezca pasivamente, sin preguntar el “por qué”». Sospecho que esta reflexión que Wilhemsen circunscribe al alemán podría extenderse en general al hombre contemporáneo, que creyéndose más soberano que nunca está en realidad sometido pasivamente a poderes ilimitados que ya no controla. Empezando por el poder del Dinero, que el protestantismo liberó.

La rebelión de Lutero daría alas a otro clérigo levantisco, Calvino, que como él afirmó la depravación de la naturaleza humana y negó que el hombre tuviera libre albedrío. Calvino añadió, sin embargo, una dimensión nueva a la doctrina luterana, afirmando la monstruosa doctrina de la predestinación. Pero, aunque el hombre nada pueda hacer por salvarse, puede –según Calvino– saber anticipadamente cuál es su destino, pues la prosperidad material se erige en signo de afecto divino. Esta doctrina abominable desataría la avaricia de los pudientes, que empezaron a agitar a las masas contra el Papado; y, mientras las masas estaban entretenidas agitándose y disfrutando de la anarquía moral generada por la ruptura con Roma, los ricos las despojaron de sus tierras. «Siempre resulta ventajoso para el rico –afirma Belloc– negar los conceptos del bien y del mal, objetar las conclusiones de la filosofía popular y debilitar el fuerte poder de la comunidad. Siempre está en la naturaleza de la gran riqueza (…) obtener una dominación cada vez mayor sobre el cuerpo de los hombres. Y una de las mejores tácticas para ello es atacar las restricciones sociales establecidas». A los hacendados y poseedores de grandes fortunas les había llegado, en efecto, una gran oportunidad con la Reforma. En todos los lugares donde la riqueza se había acumulado en unas pocas manos, la ruptura con las antiguas costumbres fue para los ricos un poderoso incentivo. Hicieron como si su objetivo fuese la renovación religiosa; pero su verdadero fin era el Dinero. Y así lograron que su desmesurado afán de lucro resultase menos insoportable a los ojos de los pobres, entretenidos con el caramelito de la renovación religiosa. La doctrina católica habría combatido el industrialismo y la acumulación de riqueza; pero el protestantismo hizo del afán de lucro un signo de salvación.

Y, mientras crecía el afán de lucro, se consumó el “aislamiento del alma”, que Belloc considera con razón el más nefasto legado de la Reforma y define como una «pérdida del sustento colectivo, del sano equilibrio producido por la vida comunitaria». En efecto, el protestantismo introdujo un aislamiento de las almas que, además de gangrenar la teología, la filosofía, la política, la economía y la vida social, destruyó la unidad psíquica de la persona. Pues, al cuestionar toda institución humana y toda forma de conocimiento, abocó a los seres humanos a un desarraigo creciente y a una exaltación del individualismo cuya estación final es la desesperación, como comprobamos en las sociedades modernas, integradas por individuos enfermos de solipsismo y, a la vez, estandarizados y amorfos. Y la disolución de la religión colectiva facilitaría, en fin, el encumbramiento de sucesivas idolatrías sustitutivas, llamadas pomposamente ideologías, cuyo cáliz amargo seguimos hoy apurando hasta las heces.

Y, para terminar –last, but not least–, no podemos dejar de referirnos, entre las consecuencias del luteranismo, a su iconoclasia furibunda, que generaría un arte inane y acabaría desembocando en el feísmo más exasperado, puro vómito de una esterilidad engreída, que denominamos eufemísticamente “arte contemporáneo”. Si la tradición católica, en su esfuerzo por penetrar mejor el contenido de la Revelación, había fomentado un arte riquísimo que halla su paradigma en la belleza inmaculada de María, la reforma protestante, al declarar la ilicitud del culto a la Virgen y a los santos engendraría un arte fosilizado y deshumanizado, cuando no vesánicamente nihilista.

Todas estas delicias del legado luterano, y algunas más que se nos quedan en el tintero, vamos a celebrar en este centenario tan divino de la muerte que se nos viene encima.