Texto de Antonio Diéguez.

por | 3 de octubre de 2015

Realismo científico, Antonio Diéguez.

Una introducción al debate actual en la filosofía de la ciencia, Málaga: Universidad de Málaga,
1998. Fragmento tomado de la web personal de A. Diéguez:

 

«Lo que a nosotros nos salva es la eficiencia…, el culto por la eficiencia».
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.

 

El fogonero del viejo vapor en el que Marlow, el protagonista de la célebre narración de Conrad,
remontaba el inmenso río, adentrándose cada vez más en la selva, era «un muchacho realmente
eficaz». Sabía encender y hacer funcionar la caldera a la perfección. Y sin embargo, sus
conocimientos técnicos eran nulos. Se trataba de un salvaje bien entrenado que había forjado
para sí mismo una curiosa explicación de su actividad: «lo que sabía era que si el agua
desaparecía de aquella cosa transparente, el mal espíritu encerrado en la caldera mostraría su
cólera por la enormidad de su sed y tomaría una venganza terrible». Sin duda un experto en
termodinámica habría explicado el asunto de una manera distinta, pero no habría hecho que el
barco avanzase mejor entre el silencio de la espesa vegetación. La teoría del fogonero, una
superstición ingenua, le servía para controlar la presión mediante un indicador al efecto, para
relacionar causalmente el nivel del indicador con lo que sucedía en el interior de la caldera. Si no
era capaz de entender los conceptos de evaporación, presión o trabajo, ni de formarse una
imagen precisa de lo que ocurría, ¿a qué desengañarlo? A la hora de la verdad el resultado era tan
bueno como si conociera los principios científicos en los que se basaba su funcionamiento, e
incluso puede que el temor al espíritu prisionero le hiciera más diligente.

Pero ¿qué decir de la teoría del experto? ¿Es verdaderamente un reflejo fiel de la realidad, de los
mecanismos objetivos en los que consiste la caldera y de las propiedades del mundo natural que
determinan su funcionamiento? ¿Y si las leyes de la termodinámica fuesen también una mera
ficción útil, aunque más sofisticada que la del fogonero? ¿Hay más razones para creer en la
existencia real de moléculas de agua en gran agitación que en la de los espíritus irascibles? […]

El problema es si las explicaciones científicas del mundo, por el hecho de poseer un ajuste muy
fino con los datos de la experiencia, pueden justificar la pretensión de que el mundo es
realmente tal como dicen, al menos de modo aproximado. En otras palabras, interesa averiguar si
una teoría que encaja con lo que la experiencia descubre en un dominio de fenómenos es eo ipso
un reflejo ontológico del mundo en sí mismo, dentro de unos márgenes de error razonables. La
alternativa sería pensar que las teorías científicas, incluso las mejores, se limitan a ser
instrumentos de predicción, herramientas conceptuales para manejarnos eficientemente con la
realidad, sea ésta como sea.